En el nudo urbano de la rotonda del
Piles. En medio de esa menestra del tiempo hecha de bañistas y mineros, de
siderúrgicos y ciclistas, de minusválidos, policías, raterillos, parados,
turistas y mucho desamparado, que, con frenesí y sandalias, cabalgan por el
ferragosto, está el guitarrista del túnel, chico solo, largo de piernas, pelo
entrecano y ojos grandes, que brillan y miran sin maldad. Sentado en un
taburete que apoya a la pared del pasillón en rampla, en un mínimo perímetro
con sombra y luz de ayuntamiento, pálido y espigado ante un atril con
partituras, parece un galán del romancero. No sé si viene de algún cielo
fracasado o lo trajo la marea hasta esta garita/caladero de su vida y verano, a
tocar, con ademanes lentos y pulsión arterial de agosto, la guitarra. Y a
cantar, cargado el tono de tardor y tristeza, baladas de poetas pobres,
perfidias y cosas de luna, palmeras y pesares. A veces, en el balcón del
“Tostaderu”, monta también el parapeto con un carrito de la compra, un telón o
embozo para frenar el nordestazo, una sombrilla jardinera, dos altavoces
enchufados a una batería del Rastro, el mismo atril con partituras y dos
fundones oscuros (uno próximo y otro alejado) para los cobres. Toda una
geometría pacífica y guerrera que pone ante la gente que pasa. Así, sentado en
el taburete, todo él manos, voz y lentitudes parece un hombre del aire para un velero. El viento de la mar le pone la música y la voz en otro sitio, mientras la
marea, con su festón de espuma, sube y baja. En el pasillo del túnel se ha
hecho ya a las caras y se miran, y la gente se para llevando luego hacia la
calle una sonrisa o un golpe de recuerdos. Se llama José Manuel, alias
“Malvises”, y me habla de su generación, errante por una España llena de viejos
muchachos sin futuro. Escribe versos y arregla cosas rotas que compra los
domingos en el Rastro para venderlas después. El sol se ha dormido en los
cristales, viene la noche, madre lenta, y el guitarrista del túnel tiene ya los
relojes pasados de cansancio. El túnel, como la bodega de un barco sin gente,
se va llenando de un silencio visible, y el fundón de su guitarra, igual que un
galeón español hundido, yace en el suelo cargado de monedas, miradas, suspiros
y alguna lágrima.
Sencillamente, precioso.
ResponderEliminarFelicidades, Marcelino.
Pipo Prendes
Otro de premio. Y van tres
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