“Lo que el hombre hace, el hombre lo destruye”
(San
Agustín)
Dos hechos
diferentes, uno en octubre de 2008 y otro en octubre de 2012, provocaron un mismo
efecto político: la suspensión, durante días, de la campaña electoral para la
elección de Presidente de los Estados Unidos. El hecho de octubre de 2008 fue
artificial u obra del hombre: el cataclismo y espanto financieros a partir de
la quiebra de Lehman Brothers y la estafa del calavera Madoff, --Bernie, para los amigos, incluidos
banqueros codiciosos y atolondrados--. Por el contrario, el hecho de octubre de
2012 fue natural (o sobrenatural), por ser obra de la naturaleza (o de Dios): el
huracán Sandy.
Es contradictorio que
en los tiempos presentes, conocidos como los de la “Edad de Oro de la Ciencia ”, con la seguridad
de conocer casi todo y poder descubrir el resto, asombrados quedemos ante los hechos
naturales y humanos que ocurren, al igual que Thalès, el de la Escuela de Mileto (Asia
Menor), que, por los años seiscientos antes de Cristo, se asombró ante lo que veía
o creía ver –en eso estuvo el origen de la Filosofía-. Y si los
hechos y las ciencias naturales son de silencioso laboratorio, los hechos
humanos y las llamadas ciencias humanas (y sociales), por ser de pensamiento y
de letras, son de mucho ruido, cháchara (o “chachachá”) y palique.
No
es lo ocurrido en el año 2008 -más un
derrumbe que una crisis- la causa inmediata por la que ahora, hoy y aquí,
se traen a colación, tanto las comparaciones entre el Imperio romano y el americano,
cuanto el papel desempeñado por el cristianismo y San Agustín en la caída de
Roma (es muy interesante, por cierto, la etimología de la palabra “crisis”, procedente del lenguaje de la medicina
griega, que es momento crucial, breve y nunca prolongado, a partir del cual se
produce la muerte o su contrario, la curación del enfermo). La causa, pues, es
otra: la reciente publicación de dos libros, aún calientes de imprenta; uno, de
octubre último, del prestigioso economista francés Daniel Cohen, titulado Homo economicus (212 páginas), editado por
Albin Michel; el otro, ganador del premio Goncourt, fallado el 7 de noviembre
último, que es una novela del escritor tambien frances Jèrôme Ferrari, titulado
El sermón sobre la caída de Roma (202
páginas), editado por Actes Sud.
Vayamos por
partes: primera (1ª), con lo del Homo
economicus. Los norteamericanos, fascinados al ver tantas películas
hollywoodienses “de romanos”, y tal vez por ello, llevan décadas tratando de
emparentar su realidad imperial -el ascenso y la caída- con las del extinto Imperio romano. A esa cuestión han
vuelto los EE.UU con fuerza, en
plena crisis de las subprime, un año
antes de la debacle financiera de 2008. El Financial
Times, el 18 de agosto de 2007, llegó a preguntarse: Are we Rome? (¿Somos romanos?).
Esto, que es muy interesante y complicado, requiere muchos saberes, no bastando
haber leído el clásico libro de Edward Gibbon. Y con ello surge,
inevitablemente, el asunto del cristianismo (siglos IV y V), así como un
personaje central: Agustín, obispo de Hipona (hoy la ciudad de Annaba, en
Argelia).
Cohen, sin
quemarse, revolotea en el capítulo III de su libro sobre el declive de los
valores morales en Roma y en USA, sobre el providencialismo trasnochado de las respectivas
élites, que pasaron por igual de una edad de freno y equilibrio a otra de
ambición y codicia económicas. Si interesante es la comparación y semejanza
sobre la importancia de la religión, el derecho de propiedad y el pasado
esclavista romano y norteamericano, se refiere Cohen, sin profundizar, a dos
hechos fundamentales de los declives imperiales o talones de Aquiles: una
expansión militar en tierras extrañas y lejanas y, consiguientemente, unos
déficits presupuestarios desmesurados. Y en esto surge ahora China, cuyos dardos dan en la diana
imperial de Norteamérica.
Es
sorprendente que China, hoy, sea para los EE.UU, tanto el amigo como el
enemigo; la que, a la vez, los sostiene y amenaza. En lo referente a la amistad: que sea el Estado chino el que esté
financiando, a través de su banca y por la compra de títulos de deuda (bonos),
más de la tercera parte del gigantesco deficit norteamericano (decenas de
billones de dólares), es prodigioso. Como recientemente se ha escrito (libro de
Frachou y Vernet China contra Estados
Unidos), es China, la China
del Partido Comunista, la que permitió financiar las guerras de Irak y
Afghanistan, “pagadas con la tarjeta de crédito china”. Que sean comunistas, chinos,
los que en gran parte financiaron y financian las campañas bélicas de
Norteamérica, no lo quieren oír los del Tea
Party ni los europeos de la progresía “caviar”, antes muy de Mao.
En lo referente a la enemistad: se dice
que China no tiene pretensiones de hegemonía mundial; sí que las tiene respecto
de Asia-Pacífico; por eso hacia allí ya “miran” los americanos. Se calcula que,
en pocos años, 20.000 soldados (hay 30.000) americanos dejen Europa para
desplazarse al Sudeste asiático, estando en construcción, en Australia, la que
será su base militar mas importante en el exterior. Del hasta ahora
euro-centrismo vamos, aceleradamente, hacia el “Asia-centrismo”: esa es la nueva geoestrategia y geopolítica. Por
ello, es normal que Obama, nada más ser reelegido, haya viajado a Asia; por
ello, es normal que Obama quiera reducir la dependencia financiera de EE.UU.
respecto a China, de ahí el importante asunto del Fiscal Cliff y del llamado “precipicio presupuestario” (no es, descartable
también una explosión económica y política en China).
Vayamos ahora,
con la segunda parte (2ª), con lo del cristianismo. La novela de Jérôme
Ferrari El sermón sobre la caída de Roma
(los personajes principales son dos amigos corsos) es un recordatorio de la
decadencia en el pensamiento de San Agustín. Primer gran filósofo y teólogo de la Historia , que, con
ocasión del saqueo de Roma por Alarico y sus visigodos en el año 410, recordó,
para consolación de sus fieles, la fragilidad de los reinos terrestres, y
predicó su colosal Ciudad de Dios, de
la que fue el arquitecto. Es controvertido y convulso el papel desempeñado por
el cristianismo en la caída del viejo Imperio romano (oficialmente cristiano a
partir del Emperador Teodosio en el año 380) y también en lo que nació después
de aquél. Los paganos, entonces, y algunos historiadores (incluido Gibbon)
culpan de ello a los cristianos -rechazarlo es el objeto de la primera parte de
la Ciudad de
Dios, que se identifica con la
Iglesia de Cristo y de la caritas.
Otros opinan lo contrario (también yo lo pienso y lo deseo), viendo en el
cristianismo, no el derrumbe del Imperio, sino su contención y apoyo ante el
vacío; puente entre lo que está muriendo y lo que va a nacer.
Ante el derrumbe actual, surgen,
inevitablemente, complicadas preguntas, de difíciles y polémicas (guerreras)
respuestas: ¿el cristianismo hoy, qué puede aportar? ¿Está en condiciones de
ofrecer soluciones y apoyos, más allá de palabrerías y escrituras más o menos
literarias? Los horizontes están borrosos y las nubes de tormentas aún sin
despejar (ya avisamos, con mucha, mucha antelación, en el artículo Y la tormenta se desató sobre el Vaticano,
publicado el 4 de abril de 2010). Ello debido a múltiples razones, unas externas
y otras internas; entre éstas últimas están los comportamientos lamentables de una
parte de la alta clerecía y una estructura gubernativo-eclesiástica, que data
de la Antigüedad
tardía y que propicia los escándalos, financieros y no financieros. Cuando
dentro de unos días se felicite, con ocasión de la Navidad , a Benedicto XVI -mi
bendito y Benedicto- en las majestuosas salas del Palacio Apostólico, algunos,
algunos curiales, deberían ir vestidos, no con ropas de rojo martirial
(cardenales), sino con hábitos de penitentes.
En el libro de
Ferrari (página 20) se lee: “Para que un
mundo nuevo surja, es preciso que previamente muera el antiguo y sabemos que el
intervalo que los separa puede ser
infinitamente corto o, por el contrario, tan largo que los hombres han de aprender durante decenas de años a vivir en la desolación”. En esto leemos
y recordamos a San Agustín, echándole muy en falta. El sustancioso y reiterado magisterio
de Benedicto XVI sobre San Agustín (su tesis doctoral, en 1954, sobre él versó),
no es suficiente.
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