¡Ea, casi nada!, más o menos como la NASA. Pues sí en eso se ha convertido mi cuarto de la plancha. Antes de nada voy a dar un aviso a navegantes: lo que sigue a continuación es una soberana tontería, a tiempo estás de dejar de leer. ¿Que sigues? Pues luego no me critiques por hablar de cuestiones tan doméstica. Pero, ¿sabes?, resulta que me estoy dando cuenta que la vida se compone de estas pequeñas tonterías cotidianas que no van a ninguna parte pero que hacen el día a día. Ya me estoy enrollando más de la cuenta: al grano. Como ya os había dicho en otra entrada el cambio de casa me permitió dedicar un cuarto a la plancha. Si soy sincera, la realidad es que no tenía con qué llenarlo y como casi único mueble disponía de una mesa. Me vino que ni pintado: cuarto de la plancha. Hasta ahí todo perfecto. La cosa se empezó a torcer cuando me di cuenta que ni con cuarto ni sin él sabía planchar. Demasiados años tirando de mamá y de tintorería. Se me revelaron los pantalones, las sábanas de ajustes con goma y…algunas cosas más que no merece la pena mencionar. Total que desistí de seguir intentándolo, es mucho más divertido hacer entradas para el blog. Pero he te aquí que Eloina, la señora que me hace las labores de la casa –que yo debería asumir- un día que vio ropa sobre la mesa decidió plancharla. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al llegar de trabajar la encuentro sobre mi cama perfectamente planchada y mejor doblada, ¡vamos de profesional! Reconozco que, pese a que me gustó, me sentí un poco avergonzada. No me duró, no obstante, mucho el azoramiento: uno, porque no pienso hacer de la plancha mi profesión y otro, porque Eloina me dijo que con esa plancha era muy difícil hacerlo bien. O sea, salvada mi reputación de ama de casa. El problema no es que yo no supiera planchar, el quid está en la plancha. Descarté mi Philips de toda la vida y me dirigí a La Casa, establecimiento de Gijón de toda la vida en el que se surten las señoras de mi antiguo barrio. Es decir, una media de edad de setenta y pico, y tirando hacia arriba. Allí la dependienta –también de toda la vida- con más paciencia que el santo Job repite una y cuantas veces sea necesario el funcionamiento de esos endiablados electrodomésticos que prácticamente lo hacen todo. Incluso la he visto ir al domicilio de su “jóvenes” clientas a conectar una televisión o a explicar el funcionamiento de la aspiradora. No hizo falta en este mi caso, pero con una habilidad magistral, me enjaretó una central de planchado, así se llama ese artilugio sobre el que reposa una plancha ultramoderna con más botones que una nave espacial y que –según me apostilló- es el último grito en planchas. Me fui feliz, la mar de contenta. Pero, por si acaso, no la estrené, hoy viene Eloina y…¡como me va a gustar encontrarlo todo planchadito!
¿Seguís ahí? Ya os vale.
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