viernes, 6 de agosto de 2010

GANAR LA VIDA EN LA CALLE


Muchas son las personas -y cada vez más- que se ganan la vida en la calle, como reza en el título. Por decirlo de alguna manera; porque en realidad lo correcto sería: sobreviven en la calle, o de la calle. Alrededor de mi casa, en un radio de doscientos metros hay: casi a la puerta está Antonio; no hace nada, simplemente estira la mano. Cien metros más allá, Manuel permanece frente a una caja de cartón y un letrero que dice algo así como, Tengo 80 años, necesito limosna o comida. Él si hace algo mientras espera la caridad pública: bastones, que vende después… si hay suerte. Apenas cincuenta metros más, y una chiquita permanece encaramada sobre una banqueta vestida de princesa –o de hada, ¡vaya usted a saber! Está estática, con la mirada perdida; únicamente esboza una sonrisa triste cuando suena una moneda en el suelo. En la otra esquina un músico callejero se esfuerza en interpretar una melodía que no sabría identificar; pasa horas tocando la misma pieza. Compadezco a los vecinos. En la calle Corrida los manteros –alertas por si llega la policía- venden de todo: relojes, bolsos, gafas, por supuesto de marca, pero a precio de baratija. Y películas, cientos de películas. Son chicos altos, educados, bien vestidos, negros como el ébano, dispuestos a que te lleves aquello que casi sin darte cuenta has mirado. A pocos pasos, una chica interpreta en un mal español siempre la misma canción y siempre desafinando de igual manera. Algunas veces, tiene al que supongo debe de ser su hijo –un chavalillo de no más de diez años- arrimado a la pared esperando pacientemente por su madre. En el Muro una especie de esperpéntica marioneta trata de atraer la atención de los niños. Su aspecto más que amable es de terror, así muchos pequeños pasan alejándose de quien quiere congraciarse con ellos. Detrás del complicado artilugio surge de cuando en cuando un hombre chorreando sudor: a tomar un trago de agua. Sentado en el bordillo de la acera otro hombre transforma latas de bebida en ceniceros de múltiples colores. La verdad es que cada vez son menos los que se limitan a pedir, a estirar simplemente la mano. La mayoría trata de realizar alguna actividad que atraiga la atención del paseante por ver si suelta alguna moneda. Es como si no quisieran mostrarnos su auténtica pobreza, sino sus –muchas veces mínimas- habilidades. Están, a su manera, ganándose la vida. Y nosotros pasamos casi siempre frente a ellos sin el más mínimo interés por lo que hacen, que puede que no tenga valor, pero sí quiere decir que son personas, y que desean ofrecernos algo –probablemente lo poco que saben- para ganarse la subsistencia ahí: en la calle. Sólo Dios sabe qué habrá detrás de cada una de esas vidas, de esas personas que intentan entretenernos, que quieren a cambio de unas monedillas que esbocemos una sonrisa, que hagamos un alto en el camino, que nos percatemos de su humilde presencia. Pero casi siempre pasamos de largo: tenemos prisa, mucha prisa. Y las miserias de los demás no sólo nos traen sin cuidado, si no que la mayor parte de las veces nos molestan. Muchas veces pienso que todos deberíamos de ser pobres –auténticamente pobres- alguna vez en la vida, para darnos cuenta del significado que tiene tener que vivir de la calle, depender de esas monedillas que ni tan siquiera ponemos en sus manos. Como mucho, las dejamos caer en una mugrienta caja de cartón, mientras aceleramos el paso si mirarles a la cara, no vaya a ser contagioso.

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