sábado, 23 de mayo de 2020

"ESCRITURA Y ATENEO" (2ªparte) por ÁNGEL AZNÁREZ RUBIO (de la página web del ATENEO JOVELLANOS DE GIJÓN)


El artículo que sigue ha sido publicado en la página web del Ateneo Jovellanos y forma parte de una serie que se publicarán periódicamente, siendo este el segundo. 


El oficio de escribir está poblado de canallas y de tontos.


                        De plumas y de tizas dijimos que escribiríamos ahora. Y a ello vamos, despidiéndonos allá muy lejos, con los ruidos de las chillonas cornejas marinas, en los mares de aguas saladas, entre Troya e Ítaca: ¡Adiós! a la virgen y diosa Atenea, la de ojos brillantes e hija de Zeus, al igual que las Ninfas, si bien estas, por ser Nýmphé, eran “muchachas preparadas para casarse”. Tal preparación las vírgenes solteras no la han de precisar. Y pregunto si será verdad la afirmación del escritor García Hortelano de que la virginidad perdida nunca cicatriza. Ni idea.

                      
  El Athenaión no sólo era, en Atenas, el templo de la Diosa de la sabiduría y del esplendor artístico, sino también el lugar en que el sabio Ateneo, natural de  Naucratis, apodado el egipcio y gramático, enseñaba a recitar y escribir maravillas. Más próximo a nosotros, como saltando una mata de picantes ortigas, tenemos el testimonio del italiano Roberto Calasso, que escribió en La literatura y los dioses (Anagrama 2002): “La edad heroica de la literatura absoluta se abre en 1798, con una revista hecha por un grupo de veinteañeros, el Athenaeum, entre los que figuraban Schlegel y Novalis; y se cierra en 1898 con la muerte de Mallarmé en Valvins”. ¡Vivan los románticos!

¡Qué maravillosa genealogía, pues, la del Ateneo y la de los Ateneos!

En el vanidoso mundo de las letras, de los llamados letrados, se distinguen los que son de pluma, pluma de ave, o creadores, de los que son de tiza o de tarima, críticos y profesores, escalafonados y/o escalfados como los huevos; también a modo de tábanos literarios, por su picar y ruido zumbón. Los estilos de unos, creadores,  y de otros, repetidores, son inconfundibles. Y eso vale para todos, desde los principales académicos y académicas de la Real de la Lengua hasta los restantes o  secundarios. Y pregunto ahora, lector o lectora, de tanta afición a escribir: ¿Usted qué es, de los de pluma o de tiza?

Si me atrevo a preguntar, tengo la obligación de preguntarme: ¿Y tú, qué? Salvo contadas ocasiones, nunca he disertado subido a entarimados ni he escrito con tizas, en encerados. Mi literatura hasta ahora fue la jurídica, que es un oficio de escribir. Fui autor –notario autorizante- de miles escrituras llamadas “públicas”, teniendo, en primer lugar, que indagar –trabajo a veces imposible- la real voluntad de los llamados otorgantes, y teniendo, en segundo lugar, que convertir aquella voluntad en palabras escritas;  la exactitud y la brevedad son exigencias para evitar pleitos. También fui autor de sentencias –Magistrado- “literaturizando” los argumentos de la decisión en controversia; aquí la argumentación y los derechos s saber los “porqués” han de excluir la brevedad. Aquí viene la frase como oráculo, va después del título, que es –lo digo ahora- del poeta Roberto Bolaño. Nunca he querido saber  ni me preocuparon ni el número de canallas y de tontos que me rodearon; muchos más al principio que al final. Quiera Dios que en la nueva fase, dedicada a la Literatura sin adjetivo, siga siendo quien escribe, un escritor de pluma y no de tiza.

Gracias a You Tube he visto y oído decir a la Hermana Teresa María Gutiérrez, Carmelita Descalza de Santa Teresa, del Convento de Oviedo, decir una maravilla literaria: “Un árbol que cae hace más ruido que un bosque que crece”. Los árboles y sobre todo los bosques, con o sin hadas, todos con encanto aunque estén desencantados, son de excelencia literaria, como lo prueba que son los protagonistas principales de la escritora Ana María Matute y del escritor Wenceslao Fernández Florez. La Hermana Teresa, Monja y Contemplativa, me hizo contemplar el silencio del bosque que crece. Me bastó oírla y dar un solitario paseo por mi bosque vecino, entre Quinteles y el Infanzón. Después, al regresar, me acordé de Santa Teresa y en voz alta leí o recé el literario Camino de Perfección.

Debo indicar que desde niño, habiendo vivido en la calle Muñoz Degraín de Oviedo enfrente del entonces Convento de Las Carmelitas, pegado a una impresionante iglesia en ruinas por los bombardeos en tiempos de la Guerra Civil, la reclusión contemplativa de esas monjas me fascinó y asustó. Tenían un capellán estaba loco; la mandadera Aquilina espantaba a la chavalería que quería fisgar; tras el imponente portón, abierto para que entrara el médico, dos monjas cubiertas con velos negros avisaban tocando una campanilla; una monja lega, cubierta con paño blanco, cuando volvía de la huerta y el gallinero de atrás, calzaba madreñas.

¡Cuántas veces pensé en eso tan literario de levitar con calzas de madreñas! Siempre las Carmelitas de Oviedo, las de antes y ahora, me hicieron pensar mucho.



 Foto de la iglesia de los Carmelitas en la calle Muñoz Degraín de Oviedo, en ruinas por los bombardeos en la Guerra Civil española (foto de José Vélez)

ILUSTRACIONES  DEL AUTOR

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