viernes, 4 de marzo de 2011

8 DE MARZO: DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER


No me gusta esa manía de dedicarle un día a…me da igual que sea a los gay, a las lesbianas a las enfermedades raras… Porque es señal inequívoca de que hay un colectivo con problemas. En el momento que no tengamos que dedicar una jornada a lo que sea, es que ese problema habrá dejado de existir. No me molestaría tanto si hubiese el Día Internacional del Hombre (varón, por supuesto). Ellos no lo necesitan (a menos que se sientan “ella”, en cuyo caso ya tienen el Día del Orgullo Gay). La sensación que uno siente es que la sociedad –la del hombre varón- considera que con dedicar un día especial ya está cumplido. Me vienen a la memoria en este momento dos mujeres feministas que lo han sido de diferente manera, y creo que las dos llevaban su parte de razón: Victoria Kent y Clara Campoamor. Ellas, igual que lo hizo su predecesora Concepción Arenal, fueron las más acérrimas defensoras de los derechos de la mujer, o más bien de la igualdad con el hombre (mismos deberes, mismos derechos). Tres personalidades muy diferentes para un objetivo común: sacar a la mujer de ese destierro social que impedía cualquier movimiento que no estuviese controlado por un varón. Estas tres mujeres “descubrieron” –así entre comillas- que podíamos hacer algo más que parir y cuidar hijos, en realidad eso es lo único que nos diferencia realmente del hombre: engendrar vida en nuestro cuerpo. Muy importante, pero eso no excluye otras actividades. En el resto ninguna diferencia distinta a la que pueden tener los hombres entre sí. Estas señoras -primeras feministas- empezaron por ocupar puestos y ejercer profesiones hasta ese momento reservados para el género masculino, y creo que lo hicieron bastante bien, aunque hayan tenido que pasar unos cuantos años para que sus deseos se convirtieran en realidad y las reivindicaciones continúen 80 años después de que consiguieran el voto para la mujer. Fue una reñida sesión parlamentaria, según recoge la Historia, la que enfrentó a Clara Campoamor –defensora a ultranza del sufragio femenino- a Victoria Kent que sostenía que la mujer no estaba aún preparada para ejercerlo libremente. Y, la verdad, no le faltaba razón, aunque yo hubiese estado al lado de Clara Campoamor siempre. El argumento –los argumentos- que esgrimía la Kent eran una realidad desalentadora que creo que aún hoy tiene cierta vigencia en algunas mujeres. Decía Víctoria, que la mujer estaba muy influenciada por la Iglesia y por el marido, por lo que votaba lo que ambos le indicaran (votos fundamentalmente conservadores) y no la opción por ella elegida. Yo iría un poco más lejos, no creo que se plantease tan siquiera tener otras opciones. La tradición trasmitida de madres a hijas durante muchos siglos posiblemente haya grabado en los genes femeninos ese sometimiento, consentido muchas veces, estoy segura de que hubo, y hay, matrimonios que ni se planteen que uno está por encima del otro, yo diría que la mayoría. Decía que hoy en día, pleno siglo XXI, son muchas las mujeres que aún no se han dado cuenta que no deben dar a sus hijas una educación sexista, que tienen que educarlas sencillamente como personas; las únicas diferencias son aquellas que impone la propia naturaleza y, en todo caso, la mujer ha de elegir por sí misma la función que quiere desempeñar en la sociedad. Afortunadamente las universidades están llenas de mujeres que compaginan perfectamente su vida laboral con la familiar. Resulta decimonónico imaginarse a una mujer cuidando exclusivamente de los hijos –que cuidará, pero acompañada con el varón-. Una mujer –y lo soy- no quiere menos a sus hijos porque decida ser parte activa de la sociedad, porque no quiera reducir su vida a cambiar pañales y preparar biberones. Y ello redundará siempre en beneficio de la pareja y de los propios hijos. Algunas veces me han dicho muchachos/as que no pasaban de los 20 años por qué con su madre no podían hablar de todo como lo hacían conmigo, por qué con sus madres no se podía hablar de casi nada. Da para pensar. Pena me dan esas señoras que por permanecer en casa cuidando de sus hijos, lavando, planchando, cocinando, han quedado descolgadas del mundo en el que se mueve su marido sus hijos y, por ende, siempre tiene en peligro su matrimonio. Ellos –hijos y marido- crecen y ellas se estancan: su vida queda reducida a temas domésticos. La mayor parte no han conocido otra cosa y si, además, son aleccionadas por los padres de la Iglesia –que me perdonen por decirlo, pero es la pura realidad- pues antepondrán esa monótona vida familiar a cualquier posibilidad de crecimiento personal. Y eso sí que destruye la familia, precisamente esa institución a la que la Iglesia otorga la potestad de salvaguardar los valores. Que no digo que no sea así, pero no de cualquier manera, no con jerarquías en el matrimonio. Igualdad de derechos, igualdad de deberes y entendimiento. Y eso sólo se consigue con una educación no sexista de la que casualmente somos en gran medida responsables las propias mujeres.

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