Desgraciadamente
pocas veces me paro a pensarlo. Y sí, me quejo con demasiada frecuencia, mi
hijo dice que a medida que me hago mayor –es muy considerado, no dice vieja- me
vuelvo más quejica. “Mamá, pasas el día quejándote…” ¡Qué mal me parece!, pero
me hace pensar. Aunque lo que verdaderamente me hace reflexionar son algunas
cosas que suceden a mi alrededor. Como la que me pasó esta mañana. Me explico.
Antes de ir a trabajar suelo dar una vuelta por las calles próximas a mi
oficina, la ciudad tiene unas características especiales que me gusta vivir: yo
también formo parte de ellas. Todos vamos más o menos apresurados, unos a
trabajar, otros se disponen a dar ese largo paseo matutino por la recomendación
de su médico, hay quien espera impaciente que se abran las tiendas, más para
curiosear que para comprar, que lo mismo da. Y en cuatro o cinco esquinas se
van posicionando quienes ya tienen por oficio pedir. No se me enfaden, no hay
nada peyorativo en la apreciación, simplemente sé a ciencia cierta quién ha
decidido desengancharse de la sociedad y dejarse llevar por la decadencia a la
que han llegado sus vidas tras dios sabe qué avatares. Son irrecuperables, por
mucho que nos empeñemos en reinsertarlos. Como paso más o menos por los mismos
sitios cada mañana, ya los voy conociendo, y como con frecuencia me paro a
hablar con ellos, también sé un poco de sus vidas. Casi nunca les doy nada, no
soy partidaria de las limosnas callejeras, defiendo aquellos donativos que se
hacen por medio de instituciones, no quiero colaborar a esa desintegración
social que produce la calle. Pero esa es únicamente una apreciación personal
que comparten quienes se dedican a practicar la solidaridad desde el
conocimiento de la realidad, quienes –como yo- prefieren hablar de justicia
social que de caridad. He largado un rollo y aún no solté prenda, pero debía de
explicar primero mi postura para contar lo que sigue.
En la
calle Tomás Zarracina había una cara nueva. Un mujer, sentada en el quicio de
un portal con la mitad de una botella de plástico pedía “una ayuda, por favor”,
con una voz tenue que apenas se percibía con el bullicio de los transeúntes. Seguí
de largo, pero a los pocos metros di la vuelta, algo me resultó extraño. Me
paré frente a una mujer de unos cincuenta años, vestida como yo, peinada como
yo, calzada como yo. Vamos, que podía tranquilamente ser yo misma. Le pregunté
–faltaría más, me meto en casi todo- qué hacía allí, por qué estaba
pidiendo. Y lo primero que me dijo,
bajando la vista de vergüenza, fue: “Nunca pensé que llegaría a esto. Nunca se
me había pasado por la cabeza que terminaría pidiendo”. Me contó que había quedado sin trabajo
después de muchos años en la misma empresa y que ahora estaba esperando los
papeles para que le pagasen una “posible” indemnización y como más seguro poder
cobrar el paro al que tenía derecho. “¿Y mientras tanto, qué hago, de qué
comemos mi hija y yo?” No tuve respuesta. Como se me ocurrió le dije que
tuviese paciencia, que no sintiese vergüenza –que esa debían detenerla quienes
la abocaron a esa situación-, que… lo que se me ocurrió, que fue muy poco y que
de nada le servirá. Con mucha vergüenza por mi parte dejé caer unas monedas en
su botella de plástico y me fui. Hoy volveré, y posiblemente vuelva a darle
unas monedas, y hablaremos y marcharé de nuevo pensando: ¡de qué me quejo!
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