viernes, 10 de mayo de 2013

EN LA VEJEZ TAMBIÉN SE PUEDE SER FELIZ



Las últimas entradas que vengo haciendo al blog son un tanto negativas, probablemente porque estoy contagiada por el ambiente que me rodea, o porque  mi estado de ánimo decae con  los años y con los achaques que llevan implícitos. No quisiera caer en ese negativismo  en el que se enfundan muchas personas mayores, probablemente porque la vejez es fea e incómoda,  eso lo reconozco.
Decía en el comentario que hice hace unos días, que empezaba a comprender el mal humor de mi madre,  la queja casi permanente en la que ha convertido su vida.  Por eso hoy voy a escribir de todo lo contrario, de que  en la vejez también se puede ser feliz. Lo hago porque esta semana –en la que me he sentido muy mayor- he tenido la suerte de conversar con un par de amigos jubilados que disfrutan de una jubilación de júbilo. Y además en pareja –con esposa, quiero decir-, que eso es más complicado.  Mis dos amigos, que pertenecen a familias diferentes,  aseguran que ahora están haciendo todo lo que no pudieron hacer ni  en la juventud ni en la madurez. Ambos ocuparon puestos muy relevantes en su época laboral, han sido ejecutivos de primera línea. De los de verdad, de esos que son los primeros en pisar la empresa y los últimos en abandonarla.  Hombres de éxito. Los dos me comentaban que en plena vorágine laboral apenas se les veía en casa, para dormir y poco más. Sus respectivas mujeres tampoco anduvieron muy a la zaga en lo tocante a trabajo, el cuidado y la educación de los hijos estuvo a su cargo.  Pero hoy, ya jubilados, disfrutan de la vida plenamente y me aseguran que son felices. La pregunta que les hice es, ¿cómo te las arreglas para ser feliz, no te pesan los años? Y la respuesta  a la segunda parte de la misma  fue contundente por parte de ambos: No, no me pesan los años. Para la primera parte tuvieron una cascada de respuestas.  Dicen que son felices porque sienten la satisfacción de haber cumplido con su trabajo, de haber  educado a sus hijos,  y porque ahora están cumpliendo pequeños sueños, que pasan por una vida tranquila, por el disfrute de las pequeñas cosas que antes no podían permitirse. A saber,  algo tan simple como poder desayunar tranquilamente sin prisas con su mujer, leer el periódico detenidamente, salir a comprar el pan, tomar el vermouth con los amigos, acudir a una tertulia, a una conferencia, ir al cine o al teatro en pareja, viajar con la parroquia, el Inserso o cualquier asociación cultural… y así sucesivamente. Todo ello compartido con su pareja. A ellos sí que les funcionó muy bien lo de envejecer juntos. Y yo, que los conozco a los dos, puedo decir que se cumple eso de que detrás de un hombre que triunfa siempre hay  una mujer inteligente. Ellas lo son, porque han sabido apoyar a sus maridos y ahora me consta que se apoyan mutuamente para envejecer.  Esto,  que cuando eres joven te pasa desapercibido, adquiere gran dimensión en la recta final.
"LAS CHICAS DE ORO" 
Por desgracia, estos dos casos son bastante excepcionales –y que conste que conozco alguno más, pero no me extenderé-; lo son porque ahora, que me he vuelto más analítica y observadora, veo demasiados matrimonios  juntos –incluso ella colgada del brazo de “su hombre” como si se le fuese a escapar- que pasan la vida discutiendo, censurándose. No hace mucho hice un viaje de larga distancia en la que conviví durante 10 días con un grupo, compuesto por unos cuantos matrimonios y por lo que yo llamaba “las chicas de oro”, mujeres que viajaban solas –separadas y viudas-.  Daba verdadero dolor contemplar a esos matrimonios que, pese a intentar aparentar que todo iba bien, discutían y se les veía malhumorados, fundamentalmente porque los intereses no eran comunes, no compartían gustos y ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder  en favor del otro.  Frases como “por qué tienes que entrar a tomar algo, si ya lo tomaste antes”, que carecen de importancia, pero que actúan sobre voluntades como una espada de Damocles, daban al traste con una tarde en Viena, por ejemplo. Una tarde que ya posiblemente no vuelva a darse en su vida.  
Ahora cabe preguntarse a cuento de qué viene esta entrada en el blog, que muchos tildarán de texto de andar por casa. Lo es. Soy consciente de ello, pero dejo los tratados filosóficos para las mentes “privilegiadas” que puedan escribirlos. Para bien o para mal, la vejez y sus historias son patrimonio de todos, como lo es la  felicidad y la infelicidad. Y una cosa y la otra, se rigen por leyes muy simples, muy sencillas, que no necesitan  grandes tratamientos. Un poco de sentido común, un gran respeto a la libertad – a la propia y a  la ajena-, y un mucho de inteligencia, nos  permitirán vivir una vejez feliz. Estoy convencida que aquellas personas –sean hombre o mujer- que se empeñan en no buscar la felicidad en la recta final, que no tienen inconveniente  en amargar a quienes tienen al lado, no merecen la pena. No importa el grado de parentesco que nos una a ellas, someterse a esa tiranía no demuestra más que nuestra cobardía y no están, como piensan, cumpliendo  con su deber. El ser humano debe de perseguir la felicidad y transmitirla. Nada es más triste que una persona amargada, máxime cuando llega la vejez. Señores/as, si están ustedes a las puertas de la vejez intenten vivirla con felicidad, como hacen los dos amigos que dieron lugar a este comentario.

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