Sería estupendo asistir.
El próximo día 14, jueves, a las 12.00 h tendrá lugar la inauguración oficial de la Plazoleta del escritor Luis Fernández Roces, situada entre la Avda. de la Costa y las calles Uría y Luciano Castañón (frente a la iglesia de los Capuchinos)
Intervendrán:la alcaldesa de Gijón, Paz Fernández Felgueroso,el escritor José
Marcelino García y el propio Luis Fernández Roces.
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LA PLAZA DE LUIS, ARTÍCULO DE JOSÉ ANTONIO MASES (Publicado en el diario El Comercio)
La plazoleta se acomoda a las cualidades de Fernández Roces. No es ni ampulosa ni llamativa. Se trata de un espacio recogido y casi pobre, pero lleno de esa singular grandeza que reina en lo humilde
Gijonés nacido en Carbayín, narrador y poeta multipremiado en los certámenes literarios más relevantes del país, ciudadano sencillo y afable, Luis Fernández Roces ya tiene una plaza a su nombre en la ciudad de Gijón. El dueño de una prosa limpia que ahonda en los entresijos del alma humana y se compromete con las zozobras, las incógnitas y la desconcertante aventura de vivir; el amaestrador de versos empapados de soledad -la soledad «que guardan las criaturas humanas», como él nos recuerda al evocar las palabras de Rilke-, preguntas y secretos eternos, recibe una recompensa más entre las que han cosechado sus relatos magistrales, donde no falta nada, donde no sobra nada. Este excelente contador de historias recibe ahora una acertada prueba de amor por parte de quienes han visto cómo su vida cotidiana enraizaba en la ciudad que él ha querido hacer suya. Plaza o plazoleta, es lo mismo, este espacio público emplazado en el área de Los Campos, frente a la iglesia de los Capuchinos, es el ámbito idóneo para que se haya convertido en el reducto de un homenaje de gratitud a un gran personaje como Luis, cuya vida ha transcurrido casi íntegramente en la ciudad. Y, por cierto, habitando una casa situada a pocos pasos de la plazoleta que hoy se le dedica.
Los que tenemos el privilegio de compartir amistad con Fernández Roces y entendemos que la justa distinción que le tributa el Ayuntamiento gijonés habrá sido recibida por él con agradecimiento, pero también con ciertos atisbos de sonrojo y cordial incomodidad. Luis, hombre modesto y carente de la menor señal de vanagloria, podría considerar que muchos de estos reconocimientos suelen sobrevenir revestidos de un ropaje acomodaticio, más o menos inclinado a fluctuaciones coyunturales. Pero no ignora el escritor, ni ignoramos nosotros, que nada debe considerarse más alejado de aquéllo que la razón, la circunstancia y la honestidad con que a él se le rinde este honor.
Llama la atención el hecho de que Fernández Roces haya aguardado la plena madurez -víspera de una vejez que se adivina reposada y fértil- para abordar con fruición una de sus más queridas experiencias creativas: el ejercicio de la poesía. Es sabido que todo escritor en ciernes es proclive al recurso del verso, en la creencia de que esta fórmula de expresión puede ofrecer más posibilidades. Nada más engañoso, porque la función del poeta más parece corresponder a un oficio de veteranía, estado de gracia hacia el que los escritores han de avanzar poco a poco, a lo largo de un costoso recorrido de purgas, ilusiones arrumbadas en la cuneta y un buen caudal de puñaladas, tantas veces ocultas detrás de un gesto amable, que la mano del tiempo les va asestando en el corazón de los sueños.
Esta plazoleta de Los Campos se acomoda justamente a las cualidades de Luis. No se trata de una plaza ampulosa ni llamativa. No es una plaza ornamentada con parterres, estanques, gárgolas y rosaledas. Por el contrario, se trata de un espacio recogido y casi pobre, pero lleno de esa singular grandeza que reina en lo humilde, como ocurre con el propio espíritu del escritor. Se hallan, eso sí, en esta plazoleta de Los Campos -en vísperas de ser bautizada definitivamente con el hombre de plazoleta del Escritor Luis Fernández Roces- todos los atributos pertinentes al caso: un par de árboles añosos, una farola en el centro del espacio rodeado de un racimo de bancos de madera, un retazo de césped melancólicamente ajado, una papelera y, como es de rigor, la consiguiente porción de palomas picoteadoras a la rebusca de las migas de pan que los jubilados van retirando morosamente, con la delectación de estar cumpliendo un ritual, de los bolsillos donde también guardan los caramelos de menta contra la tos. Y, en los aledaños de la plazoleta, la parada del autobús, la iglesia y el viejo quiosco de prensa, cromos y golosinas. Además, a la llegada del invierno se instala en la acerca de la vecina calle de Uría un puesto de madera donde una mujer embute en cucuruchos de periódico las castañas asadas, olorosas y tibias, que ella promociona como valdunas de Ribera de Arriba o de los montes del Bierzo.
Los que conocemos bien a Luis estamos persuadidos de que, cuando el azar cotidiano le lleve a caminar por la acera de su plazoleta, quizá no se sienta capaz de rehuir un inoportuno sentimiento de turbación, e inclinará al suelo su noble cabeza romana llena del blancor que le han venido trayendo los días y los desvelos en que buscó, y supo hallar, prosas hermosas y versos emotivos.
Creemos, sin embargo, que en el devenir de un día cualquiera, cuando el escritor se encuentre recluido en su casa, a muy escasa distancia de la plazoleta, acaso sienta el impulso de asomarse a la ventana, descorrer el visillo que ha colocado su esposa y dejar escapar una mirada furtiva -sin más interés ni complacencia que los que puedan buscarse como alivio en un pasajero momento de hastío o soledad-, hacia la pequeña plaza donde juegan, lloran y ríen los niños de cada tarde, donde picotean las ávidas palomas y donde departe una pareja de ancianos, uno de ellos con el ejemplar de EL COMERCIO encajado en el bolsillo de la gabardina sobada, el otro con las manos arrugadas y temblonas sobre el bastón. Esa mirada hecha desde la ventana, sin que nadie lo note, es todo cuanto necesita Luis para pasear una mirada breve por el escenario del mundo, resumido en la plazoleta, e ir madurando así el embrión de otra novela, de un nuevo cuento o de un poema
JOSÉ ANTONIO MASES, escritor.
Escuche una vez hablar a alguien del extraño romanticismo de las cosas cotidianas y me parecio delicioso el comentario pues ponia en cuestion todas esas cosas que casi no percibimos en nuestra ciudad pero que si faltaran nos harian sentir algo raro,la sensacion de que algo ha cambiado pero no sabemos que exactamente.Asi sera la plaza de Luis Fernandez Roces ,llena de romanticismo y plena de calor y discrecion,tal como el.
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