domingo, 17 de octubre de 2010
PALABRA DE SILENCIOSO
ARTÍCULO DE JOSÉ LUIS ARGÜELLES
(Publicado en La Nueva España)
Quienes conocen bien a Luis Fernández Roces se ven obligados a recurrir al oxímoron si les pedimos que definan al escritor con un breve trazo: es un silencioso lleno de palabras. Y es que en el autor de algunos de los mejores cuentos del último medio siglo de literatura española, al que la ciudad acaba de dedicar una placita sin estatua pero con acacias y palomas, al pie mismo de la iglesia de los Capuchinos, es, sobre todo, un escuchador, alguien que sabe aquilatar muy bien las sonoridades de la vida -y de la lengua castellana, claro- en la balanza de la página en blanco. Y añadimos, además, que es un narrador de mirada profunda, cuajada de luces y melancolías, con la que ha acertado a desvelar los asuntos de sus historias, a contar -y también a cantar- las ficciones y verdades de sus libros: seis novelas («Ven y arrójate al mar», «La arena de los ciclos», «El buscador», «La borrachera», «Diálogo del éxodo» y «El paraje escondido»), una veintena de relatos agavillados en «De algún cuento a esta parte» y «Ageón», así como bastantes versos que, por ahora, ha reunido en dos colecciones de poemas: «Viejos minerales» y «Letras de cambio».
Un silencioso, pues, que ha escuchado mucho y ha visto mucho, hasta amasar una prosa y encontrar una música que destilan un estilo, una forma de estar en el mundo, de comprender el mundo. Luis Fernández Roces ha volcado en su escritura, siempre ceñida, un humanismo de mirada compasiva e inquietudes existencialistas. Es, para qué vamos a darle más vueltas al sonajero de los elogios y a la matraca del apunte crítico, uno de los grandes escritores asturianos vivos. Y si la proyección de su figura literaria más allá de Pajares es menor de lo que merece se debe, sin duda, a su alejamiento de los círculos donde se apandan muchas famas, a la sencillez de su manera de entender el oficio y a cierta miopía crítica que ignora o desprecia cuanto no pasa por los focos de Madrid y Barcelona.
Aun así, perspicaces y ecuánimes antólogos como Francisco García Pavón y Medardo Fraile -excelentes narradores, también, ambos- lo han incluido en sus imprescindibles «Antología de cuentistas contemporáneos» y «Cuento español de posguerra», respectivamente. Y son muchos los jurados que han visto en este francotirador de provincias, en este honesto y humilde constructor de ficciones y endecasílabos, a un escritor de raza merecedor de premios más o menos importantes, del «Hucha de oro» al «Asturias» de las Letras.
Luis Fernández Roces nació en Pumarabule (Siero) entre dos guerras, la Revolución asturiana de 1934 y el golpe militar de 1936 que provocó la contienda civil española. Hijo de un minero del pozo Mosquitera, su retina aún sigue calzada por las imágenes infantiles de un mundo duro de trabajo, injusticia y derrota. Desde su casa de niño veía el trajín de los relevos mineros, el cangilón con el sudor de los días. ¿Qué decide la vida de un hombre? Recuerdos así. Y quizás, en este caso, el hallazgo de un puñado de polvorientos libros en el hórreo familiar. Y entre ellos «Un capitán de quince años», de Julio Verne, cuyas agitadas líneas abrieron al púber e incansable lector de las historias que contaban los periódicos de la provincia el cofre del tesoro de la literatura.
Después vendrían las tardes en la Biblioteca de Carbayín, heredera de la de Saús, donde dicen que llegó a conferenciar Unamuno, las lecturas desordenadas (también de filosofía), los consejos de Alfredo Rodríguez y los primeros escritos, en 1949, unas crónicas futbolísticas del Santiago de Carbayín que publicó LA NUEVA ESPAÑA. Y también la afición por el teatro.
Luis Fernández Roces llegó a Gijón en 1954, después de cursar parte del Bachillerato en La Felguera y completar en Valladolid los estudios de practicante. Y a la sanidad dedicó toda su vida laboral, hasta su jubilación en 1989. Primero en el Hospital de Cruz Roja, en la calle Uría, muy cerca de su domicilio y de la plaza que ahora lleva su nombre; después de 1965, en Ensidesa. Casado y con dos hijas, durante décadas compaginó su profesión con su vocación, el tensiómetro con la pluma. Aún hay quien lo recuerda tecleando en «la errabunda» (el nombre con el que sus amigos bautizaron la máquina de escribir con la que el narrador andaba de aquí para allá) durante las largas noches de guardia, en el dispensario de la siderúrgica. Ahí escribió, por ejemplo, el largo y denso monólogo de «La borrachera», un aguafuerte gijonés en el que el médico Sotero Granda convoca a los vivos y a los muertos durante una lúcida noche de alcohol y desnudamiento verbal.
Si le preguntan, responde que su obra preferida es «El buscador», pero dicen que aún tiene una novela pendiente, escrita ya en su cabeza. Y muchos de sus lectores esperan que la fidelidad de Luis Fernández Roces a las palabras gane la partida, una vez más, al silencio.
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