viernes, 30 de octubre de 2020

ATENEO Y LITERATURA, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ publicado en la web del ATENEO JOVELLANOS (9/9/2020)

ALDO MORO Y PABLO VI, COMO MÁSCARAS DE PIRANDELLO

 3ª Parte

 

                                                                                  ¿Sabría decirme quién es usted?

                                                                                  ¡Yo soy yo!

¿Y si yo le dijera que no es cierto, que        usted y yo somos la misma cosa?

Le contestaría que está usted loco.

             Pirandello


            Dos ESCRITORES que defendieron la identidad individual de las personas y que fueron acusados de inclinaciones fascistas, descartadas las comunistas, y que no tuvieron mezcla de orígenes: Uno, Pirandello, muy italiano, de insularidad siciliana de tierras y polvos volcánicos, de una sociedad vinculada a perjuicios y supersticiones, más del parecer (parere) que del ser (essere), y girando la vida y la obra en torno al núcleo familiar. Tuvo el siciliano muy cerca eso tan interesante que es la locura: su esposa loca, más madre que mujer, María Antonietta Portulano, internada en un psiquiátrico romano, en 1919, por manía persecutoria. El “padre”, en Seis personajes en busca de autor, dice que la “hijastra”  no, no está loca, peor que eso. De la “madre”, el “padre” añade en la misma obra: “Un gran corazón para los hijos, eso sí…pero sorda del cerebro, totalmente sorda hasta la desesperación”. Asunto muy pirandelliano el de la feminidad, la sicilianidad y la locura. Murió Pirandello en 1936 y de nada se privó post-mortem, pues fue enterrado primero y luego incinerado, como contamos en la 2ª Parte, y nada tuvo que ver con lo genuino siciliano: abrazarse el muerto a un rosario en la negra caja mortuoria.

 


 Otro, Borges, muy argentino, y no italo-argentino como tantos muchos de aquel Cono Sur, tierra de monaguillos y papas, predicadores de misericordias. Borges descendió de sangres ardientes y bélicas, primero de conquistadores españoles y luego de soldados argentinos contra los españoles; es natural que siempre presumiera, para compensar (siempre resulta elegante una parentela inglesa), haber tenido una abuela inglesa, de familia de pastores protestantes, que le leía la Biblia en inglés –siempre dijo que “llevaba la Biblia en la sangre”-. Acaso por no haber estado casado Borges con mujer loca, la locura le fascinó. María Kodama, hija de japonés, siempre fue mujer muy cuerda. Murió Borges en 1986, estando enterrado en la misma ciudad europea a la que dedicó su último libro Los conjurados: Ginebra.

 

            Uno Pirandello y otro Borges pelearon por el Nobel de Literatura. Pirandello, venciendo al candidato francés Paul Valery, y al británico Chesterton, lo recibió, según el Jurado sueco, en 1934 por “su audaz y brillante renovación del arte escénico y dramático de Italia”, y con el no disimulado apoyo de Mussolini, naturalmente. Borges, por el contrario, nunca consiguió el Nobel. Fue María Kodama la que explicó que el argentino recibió una llamada telefónica de alguien muy próximo al jurado del Nobel, exhortándole a que no fuera a Chile, de Pinochet, a recoger un galardón, y que Borges, enfadado, contestó: “Hay dos cosas que un hombre no puede consentir, ni sobornar ni ser sobornado; si no pensaba ir, después de lo que usted me dice, mi deber es ir y colgó”.  

 

Uno y otro, para sus fines, se valieron de máscaras, pero con una diferencia importante, pues Pirandello siempre tuvo buena vista y Borges veía muy mal, acabando ciego. Máscara y ceguera no casan bien, pues las primeras ni son ciegas ni para ciegos; requieren buena vista. Casi tan buena como para ver los espejos, que, con las máscaras, son la obsesión de ciegos, de Borges, armas terribles que conducen a lo fatal. Máscaras diferentes las de Pirandello y Borges. En el cuento borgiano, El espejo y la máscara, el Alto Rey, se convirtió en mendigo, una vez regalado al poeta los instrumentos de la belleza absoluta, que son un espejo, una máscara de oro y una daga, con la que se dio muerte. Por eso escribió. “En el sueño del espejo aparece otra visión, otro terror de mis noches, que es la idea de las máscaras. Siempre las máscaras me dieron miedo. Sin duda sentí en la infancia que si alguien usaba una máscara estaba ocultando algo horrible. A veces (estas son mis pesadillas más terribles) me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una máscara”.


 

Si un rostro puede ser “Uno, ninguno y cien mil” y todo, incluida la verdad y la falsedad, si no es posible conocer la verdad y el saber, ha de surgir, necesariamente, la crisis de identidad y la cognoscitiva. Tanto en lo estrictamente personal como en lo social o colectivo, se echan por tierra principios políticos y libertades elementales, resultando verdadero lo falso. Acaso por ello –no lo sé- Pirandello vió en Mussolini una manera de agarrar y sostenerse.

 

Como escribiera Borges: “En las fábulas prima el número tres, los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad”. Por eso surgió Leonardo Sciascia, antifascista de Racalmuto, hijo también de mineros del azufre como Pirandello y admirador de Borges. Sciascia escribió un libro El caso Aldo Moro que fue “sobre aquel hombre, sólo y despojado de poder frente a sus carceleros (Brigadas Rojas) y traicionado por sus amigos y colaboradores que lo rodeaban cuando era libre y poderoso” (Matteo Collura). En la edición española del libro (Ediciones Destino) de Sciascia se lee: “Relato estremecedor que confronta la implacable “razón de Estado”  en la que se apoyaron  la clase política italiana, los medios de comunicación y el Vaticano, con los desesperados llamamientos de Aldo Moro a la negociación y a la piedad”.

 

Moro pudo haberse salvado, pero los que deseaban su muerte eran los compañeros del Partido (Democracia Cristiana), que se valieron de Pirandello, tal como lo denunció Sciascia: “Moro empieza de un modo pirandelliano, a deshacerse de la forma, ya que trágicamente ha entrado en la vida”, para ello cambiaron la máscara (de Moro), y le pusieron otras: la de loco, la del despreciador de la razón de Estado, y escondiendo la verdadera, la del complot en plena Guerra Fría contra el comunismo. Fue llamativo que el corresponsal de Le Monde, el 10 de mayo de 1978, escribiera: “Este sexagenario –en referencia a Moro- enigmático, de piel asombrosamente oscura, aparezca a muchos como un extranjero, parecía venir de otra parte, hablar una lengua diferente a la de sus conciudadanos…”. Ya era, pues, otro, un extranjero. Y Cossiga, entonces Ministro del Interior repite sin éxito: “La Nostra fermezza era quella di non cedere su questioni di principio” (Francesco Cossiga, Per carità di Patria, 2003).

 


Y en el asesinato de Aldo Moro hay otro personaje de Pirandello: Pablo VI, amigo de Moro, que lo quiso salvar. Lo que Pablo VI quería no lo querían la Secretaría de Estado del Vaticano (Villot y Casaroli) ni USA, en otro diabólico juego de máscaras. El Papa, naturalmente, perdió y, como todo perdedor, sólo le quedó: a) Llorar, b) Leer una plegaria patética, el 13 de mayo de 1978, en la Iglesia de San Juan de Letrán, lamentando que Dios no haya escuchado su plegaria para salvar al amigo, amigo desde la FUCI, y c) Morirse a los pocos días en Castelgandolfo (el 6 de agosto del mismo año) y comenzar a pudrirse por la nariz.

 

Plegaria de Pablo VI en la catedral romana de San Juan de Letrán, con ocasión de la muerte de Moro:

 

“Signore ascoltaci:

¿Chi puó escoltare il nostro lamento, se non ancora Tu, o Dio Della Vita e della Morte? Tu non hai escudito la Nostra supplica per l´incolumità di Aldo Moro, di questo uomo buono, mite, saggio, innocente e amico”.

Todo muy de Pirandello, que resultó insuficiente la máscara de Montini, al que ni Dios hizo caso. Y aquí no hay más verdad que la del teatro, como dijera el Director de Seis personajes en busca de autor.

 

            En este mismo mes de octubre de 2010, con posterioridad a la redacción del precedente artículo, aparecieron tres libros que, por su interés y recomendación, reseño.

El primero es Relatos (Anagrama) de otro siciliano célebre Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de El Gatopardo, que en referencia a los erizos de mar escribe: “Son ahora pocos los que los comen por miedo al tifus, sin embargo son lo más bello que tenéis por allá, aquellos cartílagos  sanguíneos, aquellos simulacros de órganos femeninos, con perfume a sal y alas”.  El segundo libro es el titulado Suite italiana (Plaza Janés), escrito por Javier Reverte que en la página 225 recuerda la siguiente frase de Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. El tercero es un libro de relatos, reunidos por Roger Caillois, bajo el título Poder del sueño. Los que han leído mi primer artículo sobre Marguerite Youcenar (el número 10 de la serie Escritura y Ateneo lo conocen. Juzgando tal libro de extraordinario interés, la semana que viene lo analizaremos en detalle.  

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