miércoles, 3 de junio de 2009

Yo nunca doy dinero a quien pide en la calle

Fuerte, ¿verdad? Lo es, ciertamente el título es muy duro. ¿Pero a que te apetece seguir leyendo? Pues eso es lo que pretendo, que sigas. En estos momentos puedo hasta adivinar el pensamiento de alguno de vosotros. No de todos, por supuesto. Te pido que me sigas hasta el final y, cuando termine de darte mis razones, entonces será el momento de hacer la crítica. O de opinar como yo, todo puede ser.

Trataré de explicarme contándote tres historias vividas por mí. No hay trampa ni cartón, yo he sido testigo de todas, y de alguna más que para no cansarte dejo en el tintero.

Juan tenía sida, falleció hace un año, y una vez al mes debía acudir a la Residencia Sanitaria a hacerse un control analítico. La Residencia, como sabéis todos los que vivís en mi ciudad, queda a cierta distancia del centro, que es donde se ubica el albergue en el que dormía Juan. Y, para mayor dificultad, estaba citado a primera hora. Mañana tengo que levantarme a las seis para ir a hacer el análisis, me dijo la víspera; no tengo dinero para el autobús, añadió. Me faltó tiempo para sacar mi cartera y darle no sólo el importe del autobús, sino un poco más para desayunar después. Juan, no hizo ese análisis, ni cogió el autobús, ni tan siquiera desayunó. Las cuatro malditas perras que llevaba, le sirvieron para comprar, ¡Dios sabe qué! De eso no entiendo. Sólo sé que Juan pasó doce horas tirado en el banco del parque. Al día siguiente, se levantó muy temprano y pasito a pasito, sin un duro en el bolsillo, fue a hacerse el análisis. Las limosnas –qué poco me gusta la palabreja- a Juan le quitaban días de vida.

El gran problema de Chema – también se fue hace poco más de un año- era la bebida. Chema era alegre, bonachón, simpático…, pero vivía pegado a un cartón de Don Simón. Lo adquiría cada mañana con la “caridad” de solidarios ciudadanos, que con unas monedas se lo quitaban de encima Un buen día se puso enfermo, lo llevaron al hospital y le detectaron –era lógico- un cáncer de páncreas. Él mismo me contó que siendo niño pedía con su padre en la puerta de la iglesia – hasta me dijo de cuál- y que nunca había hecho otra cosa. Se murió cuando aún no había cumplido los 50, aunque aparentaba muchos más. Las limosnas acabaron con su vida. Nunca entenderé, cómo quienes asistían a esa iglesia no veían al niño, pero sí eran capaces de soltar unas monedas, a un hombre que en una mano llevaba a Chema y en la otra una botella de vino –aún no se vendía en tetra brik, me contaba él con una simpatía que nunca llegó a perder-.

El tercero se llama Francisco y, afortunadamente, aún vive. Era un hombre sólo, que había trabajado nunca supe muy bien en qué, pero que al no cotizar a la Seguridad Social no tenía derecho a una jubilación que le permitiera vivir. Como ya era mayor, la asistencia social decidió enviarlo a una residencia. Se escapó a los pocos días, porque descubrió que ejerciendo la mendicidad – otra palabreja insolidaria- podía sacar un dinero para comer y vivir a su aire. Es decir: mal comía, iba sucio, dormía allí donde cuadraba…Y ello gracias a los solidarios ciudadanos que al pasar, sin preocuparse de más, le daban unas monedas. Hoy, por suerte para él, vive en una residencia; donde come, está limpio, tiene una asistencia sanitaria…Donde no necesita esas monedas que nos sobran, y que tan dadivosamente depositamos en la mano de quien más pobre nos parezca, y arte tenga para pedírnoslas.

Por eso yo no doy limosna. Por eso dejo que se me arrugue el corazón cada vez que se me acerca alguien pidiendo. Para mí sería mucho más cómodo dar una moneda y seguir mi camino. Pero sé que la sociedad –estoy convencida- en algún momento va a reaccionar y va a obligar, a quien corresponda, a dar a esas personas -que extienden la mano para recoger migajas- la dignidad que humanamente les corresponde. No podemos –no debemos- vejar de esa manera a quien nada tiene. Hoy recogemos firmas para todo, nos solidarizamos con muchas causas, ciertamente justas; pero todo lo que hacemos por el pobre de la esquina es “tirarle” una moneda. Me resisto a entender así la caridad, ¿o tal vez sea mejor sustituir la palabra por justicia? Lo ignoro, pero de lo que sí estoy segura es que con la limosna no estamos haciendo ni caridad, ni justicia.

No quiero terminar así, es demasiado duro y desolador. Siempre podemos poner nuestro granito de arena, pero hagámoslo en el lugar adecuado: en alguna de las instituciones -en la ciudad hay unas cuantas- que ayudan y acogen a quien nada tiene. Esas que dan comida, cobijo, amparo y dignidad a quien lo necesita.

3 comentarios:

  1. Tienes razón, Isabel. Cómo se ve que los conoces muy de cerca, en tus "horas voluntarias" a ellos dedicadas. Es duro, pero es la realidad.
    Lucía

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  2. Ciertos son tus argumentos, pero ¿Qué me dices de los grandes negocios que se formaron con las "lavadoras de conciencias"?.
    Yo creo que si alguien quiere realmente ayudar a estas personas tiene que ser directamente, sin intermediarios. Llévatelas a comer o a dormir a casa. Dales un baño, comparte con ellos un sábado, etc. ¿Es duro verdad?

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  3. ¿Puedes aclararme a qué te refieres cuando hablas de "lavadoras de conciencias? Yo no pretendo sentar un pobre un mi mesa, eso sí sería lavar mi conciencia; lo que pretendo es que el pobre tenga su propia mesa. Porque puedo darle de comer a uno, tal vez hasta a dos, pero hay millones de pobres. Y, aclaro, no es tan duro sentarse a comer con un pobre, ni el baño, ni compartir el tiempo con ellos. Si lo hubiéras hecho, querido amigo, lo sabrías. Como lo saben muchos voluntarios anónimos que lo hacen a diario. Ninguno te dirá que es duro, es muy gratificante. No sabes bien lo que uno puede aprender de quien nada tiene. Pero no quiero darles limosna, me niego a vejarles de esa manera, quiero que no tengan que pedir, que nadie hable alegremente de "los pobres". Repito, por si no quedó claro, no quiero sentar a nadie a mi mesa creyendo que ayudo a un pobre, quiero que tenga su propia mesa.

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