En tiempos pasados, los mandiles que protegían la ropa de pechos a rodillas, eran prendas necesarias a las cocineras, de siempre, de mucha fuerza y anchuras, como en las películas de Fellini. Lo de los “michelines”, ahora obsesión y locura de cocineros, llegó más tarde con ellos, estirados unos como salchichas y redondos otros como botillos: todos chefs y siendo lo de ellos tan fino que es transparente. Ahora mismo, María Odesita, conocida por Desi, natural de Tuilla y de enormes tallas, inmensas, que cocina “les cebolles rellenes” en Casa Desi y Pochi, en el Barrio La Capellanía de Quintueles, me recuerda a las cocineras de antes, como la de Casa Bango, en Oviedo, o la del llamado Mercedes, restaurante especializado, en Gijón, en albóndigas y en pollitos fritos.
Los mandiles servían para no ensuciarse con frituras, guisos y sangre de animales comestibles, que, muertos, manipulaban, y “trabajados” en el interior secreto de las cocinas, de poca luz por ser las bombillas frígidas. Y también, para no pringarse, en este caso, con los Tocinillos de cielo, las empleadas de Casa Rato, también usaban mandiles, de pechos a rodillas. Tocinillos de cielo que los de Rato eran cuadrados –lo de Rato siempre fue cuadrado o picudo- y de redondez eran los tocinillos de Grado, localidad asturiana de muchos varones y de hembras, no siendo justo que se dijera que allí, Villa de moscones, sólo hubiera un varón, aunque éste fuere de luces hidroeléctricas. Y nada que ver ni con el “Barón rojo”, músicos, ni con “Varón Dandy”, que fue colonia preferida para bailar “agarrado” los de la aldea en las tardes dominicales en El Maijeco.
En los presentes tiempos, los mandiles los pone mucha gente, no sólo las cocineras, que apenas quedan; los llevan desde los presidentes de sociedades gastronómicas a lo “vasconio”, cocinando para la peña (o la piña) el arroz con calamares, hasta los “estilistas” que cortan el jamón de bellota, con o sin el añadido fashion de los tirantes a la vista, en las tiendas de delicattessen. Y es de llamar la atención que las damas vistan mandiles por Navidad para hacer caridades en elegantes rastrillos solidarios; unas. señoras-bien, que antes rechazaban los mandiles, por ser prenda de criadas, siendo lo propio de ellas, señoras y señoritas, colgar del cuello escapularios en procesiones de la Virgen del Carmen por Santa Susana o por Begoña, o ir al Campoamor, sin mandiles, para escuchar La Bohème. En Gijón, por el contrario, donde cualquier extravagancia es normal, incluso que “la primera gijonesa” sea de Oviedo, al Jovellanos podían acudir señoras y señores con mandiles, en promoción de Divertia.
El alto nivel de la gijonesa Casa Rato obligaba a que los que querían merendar corrientes chocolates con churros o torrijas -tan reconfortantes, según Gómez de la Serna, como filetes de ternera- y no los sandwichs primorosos o las pastas de la Casa, tuvieran que desplazarse al Café Dindurra, lejos, o al Café Exprés, cerca, de puerta giratoria, al otro lado de Corrida. En El Expres, un alto y elegante caballero ¿por qué los elegantes son siempre largos y no cortos, aunque con gemelos de oro?, de cabellos nevados, traía los pedidos en una inmensa bandeja de metal, bandeja de camareros, que escudo guerrero a proteger. ¡Cómo chirriaban las ruedas del tranvía al girar hacia Corrida, camino de los Jardines de la Reina desde Somió, pareciendo las ruedas gritaban aprisionadas en los carriles, queriendo el descarrile!
En Casa Rato era visto un naviero importante, un López de Haro, pariente, sin duda, del de Bilbao, rodeado de consignatarios, famosos en La Pondala y en sus domicilios. Es que Gijón, estimados y estimadas, por los muchos jesuitas que aquí enseñaban, por lo de la Virgen de Begoña y por esa Universidad, casi como la de Deusto, llamada la Universidad Laboral de Gijón, también dirigida por jesuitas, Gijón –escribo- era como Bilbao, aunque el Piles nunca fuere el Nervión, igual de navegables y limpios, muy limpios ambos.
Y cerró Casa Rato por causas naturales, pues en aquel tiempo lo más natural era derribar los edificios para hacer otros, cuyos portales, por distinción, tuvieran porteros con muchos botones dorados. Se aconsejaba: “O vivir en Somió, o en edificio con portero”. Y en aquel momento del cierre, por derribo, la delicattessen culinaria de Gijón, pasó a La Argentina, la de los rollitos de Jamón York y huevo, en la calle Munuza, entre las calles León y Begoña; llamada La Argentina, porque su propietario, don Adolfo González junto a su esposa Mercedes, quisieron recordar la tienda, en La Habana, en la que Adolfo trabajó mucho antes de lo de la Argentina y del empleo en Casa Rato.
Eran fascinantes los escaparates de aquella Argentina de Munuza, con exhibición de fastuosas y apetitosas “Cestas de Navidad”. Los turrones almendrados, los alcoholes exóticos, con alguna botella de Anís del Mono y el escogido laterío, causando arrebato las latas rusas de carne de cangrejo llamadas Chatka, todo era forrado con plásticos y cintas doradas como oros. Y aquí llega el recuerdo a un personaje gijonés, que se llamó Mercurio, él deportista y padre de deportistas. Y es que llamaba la atención La Argentina, también, por los tubos fluorescentes, de luz tan blanca que era azul.
Precisamente Mercurio fue el que, desde su comercio Mercurio, en la calle Uría (Gijón), extendió la fluorescencia por toda la ciudad. La fluorescencia de Oviedo fue cosa de Fluorescencia Onís y de Mercurio la de Gijón. Y recuerdo, en tiempo más presente, que Adolfo, el hijo, dueño por herencia de La Argentina, estuvo casado con una hija de Mercurio, llamada Liana, alta que fue como altos son y fueron los “Mercurios”, tan trabajadora y deportista como ellos.
Y con cualquier pretexto, era obligada la estancia en la Confitería Alonso, en Menéndez Valdés, junto al “Parchís”. Esa confitería fue la más excelente en lo de las cremas pasteleras, de elaboración secreta y presentadas en múltiples formatos, en “cazuelas”, dentro de las esponjosas “bombas”, o en los rellenos cilíndricos de los “piononos”. Si don Federico, el de La Malloquina, en Oviedo, fue el rey de las “yemas”, Alonso, la de Gijón, fue la reina de las cremas. Y no olvido aquellos, otros, pasteles redondos, como tartaletas, rellenos de pequeños trozos de frutas escarchadas, de color verde y rojo.
Y en Confitería Alonso, una señora, con lentes y ropas de abuelita, lo dirigía todo; hacía nudos y cortaba la multicolor cinta pastelera, con mandil, por supuesto.
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