Muchas veces me pregunto si ser pobre será
exclusivamente no tener recursos. Creo que esa es una manera de serlo,
probablemente la más dura. Pero uno puede ser pobre de muchas formas, porque
como reza el dicho popular, no sólo de pan vive el hombre. Esta última es una
cuestión en la que no voy a entrar: doctores –o filósofos- tiene la iglesia. En
este caso me voy a referir a aquellos que encuentro en el trayecto que va desde
mi casa hasta el trabajo: los que llamo de solemnidad, porque no tienen nada. Los
tengo contabilizados hasta tal punto que cuando me falta alguno lo hecho de menos.
En la calle 17 de agosto, en la puerta de un
supermercado, sentada en cartones y tapada con mil mantas viejas y raídas, una
mujer anciana –por no llamarla vieja que pude sonar despectivo-, coloca su
puesto de recaudación. Llega acompañada por el que se supone es su marido,
cargada de bolsas, poco después de que se abra el supermercado. Me consta que
tiene donantes fijos, que le dan una barra de pan, algo de fruta, aceite… de
ahí que venga con bolsas: para poder llevárselo después. Ni que decir tiene que
es rumana.
Sigo por Begoña, al lado de los Carmelitas. Ahí suele
haber dos, algunas veces tres. A pie de escalera está Juan, esperando la
beneficencia de quienes a primera hora acuden a rezar. A cambio de unas monedas
les da los buenos días y les abre la puerta. Es un sitio bueno para pedir, me
confesó un día bajando la cabeza y sin mirarme. No me extraña pues si algo nos
enseñó Jesucristo es la práctica de la caridad. Estaría mal acercarse al templo
y no dejar unas monedas en la mano que nos las pide…
En el banco de
enfrente –el primero del paseo- está
casi siempre que no llueve Joaquina, ella lo tiene más difícil, es alcohólica y
se le nota. Fundamentalmente porque siempre está pegada a un cartón de vino
perronero. Yo creo que no es un buen sitio para mendigar en esas condiciones,
me consta que para algunos feligreses es una perdida. En cierta manera dan en
el clavo: fue prostituta en el Llano. Pero ya no sirve para el oficio, es
vieja, fea y le faltan los dientes. Personalmente considero que es la que más lo necesita, pero se trata únicamente una
apreciación mía.
A pocos metros una casi niña aún de ojos muy azules estira la mano vestida de princesa, de
princesa repudiada más bien. En un español apenas entendible se dirige a los
viandantes pidiendo caridad. Es rumana y cada mañana su padre, o lo que sea, la
lleva a ese “puesto de trabajo” en el que pasa casi todo el día. Supongo que el
lugar le será rentable. Nunca he conseguido cruzar una palabra con ella, y lo
intenté. Posiblemente una de las órdenes de quienes la explotan sea la de no
hablar con nadie: lo cumple al pie de la letra.
A medio paseo un hombre de unos cincuenta años pide
sentado en las escalerillas de una entidad bancaria, de ese lugar donde se
supone está el dinero. Tiene como reclamo un letrero que dice que es español y
que no tiene trabajo. Está claro que la mayor competencia está en los
extranjeros. Utiliza para recaudar una caja de zapatos de cartón, no estira la
mano como los otros. También debe de compensarle, porque lleva muchos meses en
el mismo sitio.
Al final del paseo Alberto toca la guitarra y… por
supuesto también pide. No importa que llueva, ni que haga un día de perros, él
ahí está con su guitarra; ahora eléctrica, la ilusión de su vida me dijo. Le
pagaron los atrasos de la ayuda social y se compró un instrumento de trabajo
mejor –eso considera él que es-. Quería ser músico, lo intentó, pero terminó en
la calle, como empezó Sabina, me apostilla cuando le expongo mis dudas de que
pueda ser un buen oficio para su futuro.
En la cuesta de Begoña curiosamente no hay nadie
implorando caridad. Pero apenas torcemos hacia la calle de los Moros, frente al
kiosco de la ONCE ,
un señor bien vestido, de unos sesenta años solicita ayuda; se acompaña de un
cartel que dice que mejor es pedir que
robar. Tiene razón. Y allí está un día tras otro, y de cuando en cuando pega la
hebra con el vendedor del cupón. Es como de la familia, familia de la calle, claro.
A cuatro pasos, en la misma calle de los Moros, a la
puerta de un supermercado, idéntica escena a la primera que mencioné: una
rumana muy mayor, entre harapos y bolsas estira la mano y, curiosamente, da los
buenos días a todo el que pasa por su lado. No encuentro en el camino más supermercados, pero la impresión que tengo
es que se trata de un grupo organizado
de señoras mayores colocadas estratégicamente a las puertas de los puntos de
venta de alimentación. Todas responden al mismo perfil: ancianas, rumanas,
sentadas en cartones y cargadas de bolsas.
Concluyo mi periplo de pobres en el café del
Instituto, donde tomo el café que me ayudará a sobrellevar la mañana. Por allí
pasa siempre Luis, que no pide limosna, trabaja: intenta vender pañuelos de
papel, balletas, bolígrafos, lo que cuadre. Y a este es al único que socorro,
si así se puede llamar a mi exigua limosna. Le invito a un café con leche que
él agradece más que unas monedas, porque entre sorbo y sorbo aprovecha para
contarme sus pequeñas cosas, sus dificultades y alguna alegría que también
tiene. De él sé que vive en Somió “con las hermanitas” –que dice-, que le
tratan muy bien, pero considera que tiene que ganar algo y por eso después de
desayunar se lanza a la calle a vender aquello que pueda comprar muy
barato. El último día que coincidimos me
contó que estaba triste, porque antes tenía una habitación para él sólo y que
ahora le habían puesto un compañero y que, claro, había perdido su intimidad. Y
es que todos, hasta los más pobres tienen su dignidad. Cuesta dársela, lo
reconozco, porque no siempre despiertan lástima, muchas veces –y a muchas
personas que se dicen de bien- les repele tanta miseria. Todo forma parte de
esta ciudad que es Gijón, y que, además, es la mía. Reconozco que soy bastante
rara, y que más entretenido es pasar mirando escaparates que contando pobres.
Pero, qué quieren que les diga, no puedo ser indiferente a nada de lo que
sucede en la villa de Jovellanos.
ISABEL MORO
¡La humanidad que derrochas, Isabel!
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