lunes, 21 de junio de 2010


No pudo quitarle ojo en todo el trayecto. Lo miraba de soslayo, ocultando cualquier interés. Atisbaba furtivamente, cobijado bajo el sobaco de un gigante adolescente, sorteando el bastón de un viejo, resistiendo como podía. Una señora gorda estuvo a punto de sentarse encima, y un niño pequeño lo lanzó al suelo para patearlo. Además, tenía que evitar el paso del revisor: no llevaba billete. Y esta vez no podía cambiar de vagón: quería conseguirlo.
Esperó que se apeara el último viajero. Fuera de todo peligro lo agarró por el lomo, acarició la portada, lo apretujó contra el cuerpo, respiró profundamente, bajó del tren, contuvo la respiración, y aceleró el paso.
Si desde que vive en la calle roba todos los días, ¿qué tiene lo de hoy de especial? Inexplicable el nerviosismo. Por primera vez en mucho tiempo se hizo con algo no comestible. Seguro que tampoco podría venderlo con facilidad. Da igual, pensó.
Se sentó en el banco de siempre. Con el pulso excesivamente acelerado, lentamente extrajo del interior de su anorak la codiciada pieza. Analizó la portada. Pasó sus dedos por encima, con un pañuelo mugriento fue quitándole cada mota de polvo; con un poco de saliva restregó la primera letra: “C”, repitió varias veces. Co…cora… ¡corazón!, eso dice: corazón. Y un poco más abajo, Ed…Ed…
Y fue juntando las letras, y surgieron las palabras y se hizo con su primer libro.

1 comentario:

  1. Me encanta "El tamborcillo sardo" pero claro es cuestion de gustos....me encanta tu estilo.

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