
También al Rastro se viene cada domingo en busca del pan. Del pan de pueblo. Al final, somos algo así como una especie de asimilados a ciudadanos que a la menor oportunidad vamos al encuentro del pan paleto y sagrado de la niñez; pan de aquellos entonces con el que el pueblo aguantó tantos sinsabores, tantos motines, guerras y hambrunas. Pan partido y repartido por nuestras madres, mezclado, a veces, con muchas lágrimas.
España ha sido siempre una gran tahona, una corteza de pan muy cocido, un migajón de pan negro, blanco o de maíz con el que han comulgado (en los tazones de Cifuentes y Pola, de la Bohemia Asturiana de Gijón) monárquicos y republicanos, rojos y azules. La memoria ancestral recuerda las madrugadas que olían a flor de harina, a levadura y horno de leña, a sudor sano y caldeado de panadero. Y venimos a este Rastro mañanero de Gijón a comprar con ilusión y devoción ese pan que ya no hay. Ese pan exquisito, labriego y aldeano recién salido del horno: una hogaza de leña, unos riches, un panchón. Y volvemos con la sensación de llevarnos lo más honrado, lo más puro, lo más saludable y sabroso de esta vida de plástico y 'tetra brik'.
El pan siempre ha terminado por salvar al hombre. El pan y el vino nuestro de cada día; ése que también un día repartiera el crucificado profeta (que es el pan de los trigales amorosos de un Dios ucraniano, cerealista y viñatero). Pero aquí ya nadie está seguro de lo que salva. Ni sabe si el pan es pan o el vino, vino.
Ocurre a veces que después de muchos años, luego de haber ido perdiendo uno a uno sus dioses, de estar hinchado de ferralla, de sucedáneos y recuerdos, uno vuelve a encontrarse con el pan de la niñez. Con aquel pan caliente y tempranero que llegaba en cuévanos de mimbre sobre las grupa de un caballo y que engrandecía la casa con su olor, su sabor y su ternura. Siempre difícil de ganar, aquel pan habitó como un Verbo nuestra purísima sangre de niños de lluvias, fríos, iglesias, soledades y nordestes. Y hoy, otra vez, cada domingo, lo buscamos por entre esta mohosa prendería del Rastro para partirlo y repartirlo en rebanadas, como si fuera un tesoro.
(Publicado en el diario El Comercio)
Su artículo nos devuelve a esa autenticidad de niños con sabañones y despierta el alborozo del pan calíente... humeante...perfumado, que nuestras abuelas partían y repartían, como un ríto...enhorabuena!.Laura
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