domingo, 2 de agosto de 2015

"EL PEQUEÑO JUEZ Y LOS MACRO-PROCESOS", artículo de ÁNGEL AZNÁREZ ("La Nueva España", 2/08/2015)



En el trono más elevado del mundo, el que se sienta, lo hace como cualquiera: con el trasero.
Jacques Rigaud. Le bénéfice de l´âge.


Acertaron los que pronosticaron, hace decenas de años, que el siglo XX sería el del Poder Ejecutivo ¡y qué ejecutivos!, así como que el siglo XXI sería el del Poder Judicial -a estos efectos, como a tantos otros, el siglo XXI empezó en las últimas décadas del anterior-. Un Poder, el Judicial, que engorda más y más cada día, y un Poder, el del Parlamento, cada vez más flaco en su esencia representativa.

Quijote sentado
Fueron pioneros los jueces italianos (los de Mani pulite) y franceses, que señalaron a la Justicia penal nuevos caminos, sin remilgos y rigodones, frente a los estamentos y clases privilegiadas de la sociedad.  Desde Francia e Italia, a partir de los años ochenta del siglo XX, se espoleó al resto de las judicaturas continentales, empapadas de una cultura tradicional y multisecular, que no propiciaba enfangarse en asuntos de delincuencia política y económica, y cuando los delincuentes eran los capitostes del cotarro del Poder.

Es curioso que España dispusiera de una novedosa ventaja: la Constitución de 1978, que elevó lo judicial al rango de Poder del Estado, a diferencia de la Constitución francesa de 1958, que configuró a la Magistratura como una autoridad y de la italiana de 1947, que la estableció como un orden autónomo. Y es significativo que el derecho fundamental a la presunción de inocencia, tan manoseado y pisoteado, tan elemental y complejo, figurase explícito en España (año 1978) en el más importante texto normativo y desarrollado luego, magistralmente, por el novato Tribunal Constitucional; ese mismo derecho, en Francia, se reconoció, con todas sus consecuencias, por una Ley ordinaria, la de 15 de junio de 2000.

Muchos factores determinaron la actual situación de apoteosis y de complejidad (complexus, que es tejido enmadejado, también enmarañado e interrelacionado) de la Judicatura, que sitúa al Juez o jueza como valladar básico o límite fiable frente al desvarío de las rapaces élites y trapacerías financieras, surgiendo, por doquier, Gomorras. De ahí que lo que hacen y dejan de hacer los jueces y juezas sea un referente del tiempo presente; un espejo de la sociedad misma y de la experiencia democrática.


Sigue creciendo imparable la demanda social en dirección a los jueces, aumentada por una más que crisis, crisis plurales, desbaratadoras de todo, destapando la gran verdad: la víctima de la corrupción, la pública y la privada, es la sociedad. Una corrupción calificada por Vidal Beneyto (el 6 de septiembre de 2008 en El País) como una “dimensión fundamental de la contemporaneidad última”. Y lo que otros no hicieron a tiempo, han de hacerlo ahora los jueces   

Marc Trévidic, Juez de Instrucción, del llamado “pôle” antiterrorista del Tribunal de Grande Instance de Paris, acaba de publicar un libro titulado Le petit méchant juge, que podríamos traducir El pequeño malvado juez; un homenaje al juez de instrucción. Cuenta el autor que tan peyorativa expresión se aplicó a un “pequeño juez de instrucción”, que, no obstante adquirir su estatuto de independencia por Ley de 22 de diciembre de 1958, continuaba dedicado a lo suyo, que era no meterse en políticas ni perturbar a los notables, aunque delinquieran. Y, poco a poco, los “pequeños jueces” fueron tomando conciencia de su poder y obligaciones; en el año 1978, tuvieron el “atrevimiento” de inculpar (mise en examen) a uno del establishment. Los jueces fueron calificados de méchants por los de la “excelencia”; incluso de la muerte por suicidio –apareció “suicidado” en un estanque- del ex ministro Robert Boulin, se culpó a un magistrado (Renaud Van Ruymbeke), con sospechas cada vez mas claras y nunca aclaradas del todo de haberse producido un asesinato político –nada que ver con los jueces-.


Dice Trévidic que en lo anterior está el despertar de la Judicatura, independiente, continuando con actuaciones de “pequeños jueces”, con mucho incordio e incomodidad, contra la delincuencia política y la de las élites francesas. En la  prensa de aquel tiempo, sale de apaga fuegos y de advertidor el prestigioso Robert Badinter, que, en un artículo publicado en Le Nouvel Observateur el 10 de septiembre de 1998 (nº 1766, página 39) con el significativo titulo de ¡Independientes y también responsables!, recordó a los jueces que “una condición para la buena justicia es su responsabilidad en el ejercicio de sus funciones”, no debiendo olvidar que la responsabilidad es el reverso de su  independencia. Pocos años después, el 11 de marzo de 2001 (página 13), Le Monde publica un largo y escatológico artículo, de Dominique Le Guilledoux, titulado Un poder (el judicial) que mete miedo, poniendo en la diana a los jueces que, paso a paso, fueron eliminando su auto-censura frente a los poderosos.

También en la historia judicial española empezaron a aparecer “pequeños jueces”, facilitada ahora su tarea, más o menos, por el ambiente contrario a toda forma de impunidad. También unos “pequeños jueces” incómodos, que, desde sus modestos despachos se han enfrentado y enfrentan, con escasez de medios, a la criminalidad, tanto a la organizada como a la desorganizada. Eso no excluye que en la institución judicial -llamada L´instituzione difficile por la socióloga italiana Maria Rosaria Ferrarese, sean muy visibles los comportamientos no adecuados, que, en otros colectivos, se disimulan o esconden con más facilidad.

Lo de juzgar es difícil, tanto que hasta Yavhé mismo, en la Biblia, lo hace con extrañeza, casi arbitrariedad (El Libro de Job). Nos queda la esperanza de una mejor Justicia divina, en el previsible y multitudinario Juicio Final –el cristiano Dostoievski recomendaba, para ese macro-proceso o Juicio Final, llevar consigo el libro de Don Quijote de la Mancha-. Y sale a la palestra, en relación a los macro-procesos, un nuevo tipo de juez, el macro-juez, popular y aplaudido; un mixto de cow-boy y vedette, que instruye procedimientos engorrosos, con un número elevado de imputados y por unos hechos que se enredan como cerezas (grandes estafas y delitos de corrupción); y que, para investigarlos ni hay medios materiales ni a esos procedimientos se adaptan los principios que rigen las leyes procesales. Sin duda que la instrucción de procesos penales es el quehacer jurídico más difícil, el más difícil entre todos los posibles, y dudo que esto, fundamental, la sociedad lo conozca (quien esto escribe, lo sabe bien, por haber realizado, en su vida profesional, diferentes y cualificados trabajos jurídicos; ahora el de Magistrado).   

 A quienes prefieren las tallas normales, disgustará la nano-judicatura y la macro-judicatura, el macro-proceso o el mega-juez. Los sabios de la Medicina, a lo corporal que crece en demasía, llaman hiperplasia y que, por ser dañina, aplican drásticos remedios: la cirugía extirpadora, o las pastillas para reducir tamaños, o la colocación de sondas que desatascan. Alguno de esos remedios, con urgencia, ha de aplicarse a la hiperplasia de los macroprocesos. Hemos sabido el miércoles último (29 de julio), al hacerse pública la sentencia del “caso Malaya” (más de tres mil folios), que el Tribunal Supremo dice: “A la larga (los macro-procesos) generan más efectos perversos o contrarios a lo que se pretende evitar”.

No es gobernable un macro-proceso con decenas y decenas de imputados (95 acusados en el “caso Malaya) en un único sumario que investigue numerosos delitos porque lo conexo ha de investigarse junto. Resulta increíble que una sentencia penal llegue a tener miles de folios (5.500 tiene la de la Audiencia Provincial en el “caso Malaya”. Es laberíntico rastrear dineros de muchos, escondidos en intrincados paraísos fiscales, hurgando como hurones. Es difícil controlar, cuando son centenares los imputados, las delicadas medidas cautelares que afectan a derechos fundamentales (libertades constitucionalmente protegidas).

Esos macro-procesos, por su propia naturaleza, son interminables, con una importante consecuencia: las llamadas dilaciones indebidas acechan, que  obligan al juzgador a imponer una rebaja o atenuación importante de las penas, lo que destruye la proporcionalidad que ha de haber entre el hecho delictivo y su sanción. Y el macro-juez, entre cow boy y vedette, tendrá que vigilar su propia sanidad mental, puesta en riesgo por la locura intrínseca de la macro-causa y la extrínseca del aplauso o jaleo del público espectador, que, a veces, “juzga” y “sentencia” precipitadamente, con mangas muy anchas cuando los enjuiciados son los otros, los de enfrente, los demás.

Así surge la posibilidad de un nuevo prodigio: que macro-jueces lleguen levitar sentados, lo cual ni lo pudo imaginar el sabio Jacques Rigaud. La levitación sentada es elegante, es como estar de pié, sin los glúteos de alfombrilla, aunque tiene inconvenientes graves, muy graves. El aplauso de la afición, del forofo, siempre es grato, pero lo justo y lo legal puede estar en afirmar lo contrario, lo que disgusta.


Todo lo cual hace lógica la preocupación existente para cambiar lo que no funciona, aquí y en el resto de Europa: una realidad social complicada y un marco normativo y procedimental penal no adaptado a esa realidad. Y las soluciones son plurales, aunque todas plantean problemas. Y si lo esencial es el mejoramiento, rapidez y eficacia de la Justicia, no es accesorio preguntarse, cuál de los sistemas nuevos a elegir es el menos gravoso para el sometido a una investigación penal. Hay que preguntarse: ¿Cuánto cuesta hoy la inocencia y cuánto costará mañana? No es buen ejemplo la no igualitaria justicia norteamericana, tan inclinada a los ricos y menos débiles, que son los que la pueden pagar y defenderse.


 Las fotos fueron realizadas por el autor en Cármenes (León), Sicilia (2) y Teherán (2)

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