Ni el síndrome de pueblo escogido
ni el síndrome de víctima inocente son propicios para escribir buena historia.
Los artefactos que el hombre
fabrica pueden servir para nada o para mucho, para el bien o para el mal, para
lo sublime o lo abyecto. Así, los libros, unos sirven para formar montones de
papel o amontonarse, mugrientos, en los rastros dominicales o mercadillos de
viejo; otros, por el contrario, son joyas, cuyo resplandor, por muchos kilates
(quilates), pueden hasta modificar las mismas vidas: “Toda mi vida modifica el
libro que estoy leyendo”, escribió Borges. Quede esto escrito, con reto y
desafío para el ahora mismo y ante tanto libro de escritor con ensoñaciones y
fantasías infantiles de inmortalidad o de lo que sea. ¡El infantilismo en las personas
mayores se nota tanto!
El libro “Haciendo Historia”
(Taurus 2012) es un libro bueno. Su autor es John H. Elliott, hispanista
británico, estudioso de la España Moderna ,
en particular del siglo XVII. El libro es de interés para los profesionales de la Historia por el repaso de
métodos y maneras para la historiografía. También es útil, especialmente, al
permitir comparar tiempos pasados con problemas -los del “válido” y “privado”
de Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares-, semejantes a los nuestros, muy
actuales, y entre los que se pueden citar los siguientes: pesimismo y de decadencia
en la sociedad española, la crisis de la Monarquía por crisis del Monarca, y las tensiones
continuas entre uniformidad y diversidad o entre el centro (Gobierno de Felipe
IV) y la periferia (Principado de Cataluña).
Al ser personaje central en esta historia el Conde-Duque de Olivares, ha
de recordarse, desde Asturias, a un profesor asturiano, don Ignacio de la Concha , catedrático que fue
de Historia del Derecho de la
Universidad de Oviedo, de personalidad compleja y
sorprendente a veces. Don Ignacio “inventó” los denominados “Itinerarios
históricos”, que fueron unas tutorías didácticas, magistrales y viajeras de muy
alto espíritu universitario; unas “tutorías” comparables a las mejores de las
universidades inglesas. Cada “Itinerario” tenía su hilo conductor e histórico,
y por él transitábamos subidos a un modesto microbús en tiempos de carros, carretas
y carromatos.
Si el Conde Duque estuvo
desterrado en Toro (Zamora), si sus restos están en Loeches (Madrid), si fue
estudiante y rector de la
Universidad de Salamanca, pues, a Toro, a Loeches y a
Salamanca íbamos y llegábamos leyendo “ in situ” o “in itinere” el único libro destacado
sobre él publicado: “El Conde Duque de Olivares” de don Gregorio Marañón, en la
edición de Austral (portada naranja), la número decimotercera (año 1969), de 234
páginas –en 1986 y en inglés, se publicaría el gran libro, sobre el mismo
personaje, de Elliott (en castellano, en 1990, por la editorial Península). Señalo
que el interés del profesor De la
Concha por Olivares tuvo causa, no en su condición de
“valido” del Rey ni por ser personaje central del genial Barroco español, sino por
sus investigaciones sobre el complejo “Régimen señorial” español, habiendo
nacido Olivares en la “casa de los Guzmanes”. Y junto a la Colegiata de Toro, en el
Convento Monasterio de La Inmaculada Concepción de Loeches, y delante de las cadenas de privilegio
de la Universidad
de Salamanca, se leían las ponencias históricas.
Bien deberían escribirse “crónicas” de aquellos viajes, en las que se
tendrían que contar episodios apoteósicos, como la lectura de ponencias en el
Monasterio de Santo Tomás de Ávila, delante del sepulcro del Príncipe don Juan,
hijo de los Reyes Católicos, “que murió de amor”; lecturas en el Convento de La Inmaculada de Agreda
(Soria) ante el cuerpo incorrupto de la loca Sor María, que “correspondía al
Rey por correspondencia”, o bajando hacia la frailuna ciudad Guadalupe
(Cáceres) leyendo lo escrito por don Miguel (Unamuno) en su libro “Por tierras
de Portugal y de España”. Podrían contarse igualmente episodios para la risa y
el cachondeo, como el de los orinales (con pises) aparecidos debajo de una cama
en una pensión pobretona de Córdoba, o el de las “yemitas” de Almazán (Soria),
ofrecidas a los itinerantes por unas condesitas repolludas y muy señoritas,
amigas de don Ignacio, en el interior de su palacio condal.
Lo del Conde-Duque es muy serio, dramático y normal, pues recibió el
mismo trato que los Reyes, primero Austrias, luego Borbones, dan a sus más
fieles colaboradores: la patada en lo delantero o trasero. Olivares no dejó de
dar consejos –repásese el “Gran Memorial” (1624) destinado a su imbécil Rey,
llamado Felipe, dedicado a la caza, si bien y para bien, no de elefantes en
tierras remotas. Y es que el Rey nada entendía, ni lo más sencillo, ni lo más
complicado: la decadencia española y de la propia Monarquía. El Conde-Duque se
desgañitaba en balde y el Rey en el balde, con esa manía o costumbre, tan de
reyes, que consiste en hacer siempre lo que les da la gana, aunque sea delito;
y con olvido del que si ahí están “entronados”, además de por la gracia de Dios
o de Francisco, lo están por imperativo de cromosomas o, dicho de manera más
vulgar, por el “ovulito” cazado por el espermatozoide corredor y con
movimientos de renacuajo. Con esto, los del “principio monárquico” elucubran
con trastornos.
Fue inteligente el Conde Duque en vincular los comportamientos del Rey
con el concepto de decadencia, y fueron inteligentes los “barrocos” que
encontraron la clave en la palabra “reputación”, pues sin reputación una
Monarquía no es nada, absolutamente nada. Es explicable que al que está
acostumbrado a hacer lo que le apetece, lo de la reputación le suene a ronquido
-la sordera total, no el ronquido- es más enfermedad de músicos que de reyes-. La
decadencia o declinación (“declinatio” o “inclinatio”) de España, ahora y
antes, no admite duda; la desgracia es que siempre fue así; nuestro problema es
de proverbio chino:” Las sociedades como los peces, se corrompen por la
cabeza”, culpa de unas élites corruptas y ladronas, de sus cabezas y de la más
alta, coronada.
Los últimos treinta y cinco años de la Historia de España (desde
1978) pudieron ser la excepción a la decadencia permanente; pero nada, no fue
posible. He ahí la gran estafa y el enfado de españoles muy defraudados. La
pena es aún mayor, si cabe, pues no se sabe dónde situar el período (en la de la Historia de España) “de
éxito” o de Edad Dorada; desde luego no en el siglo XX; es que tenemos pocas referencias,
acaso Isabel y Fernando, acaso Carlos V, acaso Don Pelayo, “monarca” astur, acaso
el moro Muza o Munuza. Se podría ahora también escribir lo que Olivares escribió
en su “Gran Memorial: ”El presente estado en que se hallan estos reinos, por
nuestros pecados, es por ventura el peor en que se han visto jamás”. No podemos,
por supuesto, compartir el autoritarismo del Conde-Duque, en su pretensión de
una “monarquía fuerte” (Elliott); mas sólo pedimos –pido- un poco de orden y no
corrupción en todo, todo, también en lo de la Monarquía.
Fue siempre valiente Elliott en su crítica a los historiadores
“nacionalistas” catalanes que presentaban y presentan a Cataluña “como víctima
de la continua opresión de Castilla” (el llamado victimismo), seguido de otros
mitos. Lo cierto es que las relaciones entre Castilla y Cataluña siempre fueron
muy complejas desde el matrimonio de Isabel y Fernando (1469): unión de las
Coronas de Castilla y Aragón, y que los acontecimientos revolucionarios de la
primavera de 1640 en Cataluña fueron en verdad contra el Gobierno de Felipe IV,
pero también contra las élites corruptas (diputats) de la “Diputació” catalana.
Jamás, hasta ahora, Cataluña pretendió ser un Estado-nación, desgajado de
España.
Sentados (1ª fila) izquierda a derecha: G.Pumarino, P.Folgueras, el chofer, C.Prieto, Alfredo(agachado).
Sentados (2º) fila: S. Coronas, Segura M. y Tejerina.
De pié: J. Juesas, A. Aznárez, L.Arias, Dancausa, Ignacio de la Concha y Suarez Pertierra.
Las fotos han sido facilitada por el autor del artículo.