DOMINGOS POR EL RASTRO
Aquí, en el Rastro, parece que terminan por caer todas las verdades de la vida. Verdades o mentiras a las que les van saliendo los guaños de la vejez, el pelo de lo rancio y lo ardido.
Me paro ante una cama de hierro, casi desmontada, tétrica en su color negro funeral, igual que si fuera una barca que hubiera pasado su vida llevando de la vida a la muerte a mucha gente. Cama dura, fría, desnuda y despojada de todo; sólo su armazón de hierros mal armados por el chamarilero; toda barrotes, flejerías, arandelas., donde parece habitar, en su centro, el profundo abismo de la muerte o el otro revés del mundo. En medio de la explanada del Rastro, ¡cuánta soledad desprende este esqueleto de cama con sus hierros desprendidos y mal casados, sus angulares flojos y esparcidos, todo como oliendo a hojas secas de jergón de maíz de casa pobre y abandonada, casa de aldea, con balcón al ocaso, vigas ahumadas y el llar de las viejas historias apagado, oscuro y ceniciento! Cama de hierro que, tal vez, fuera un día lecho arropado donde soñara una mujer con la mar. O cama de un viejo labrador. O tálamo lleno de la sensualidad suspirante de unos jóvenes amantes. Cama, alguna vez, de colcha blanca, donde un enfermo esperara el sol de la salud, o cuna donde, sobre sus adentros de lana, naciera, de un madre joven, un niño de cabeza tierna y ojos grandes. Cama, ahora, de desolación máxima bajo este cielo abierto del Rastro, lecho de hierro ausente de toda vida, de todo hombre o mujer, de todo niño o joven, de todo padre o madre, de todo cuerpo caliente, desnudo o frío, sano o muriendo de la vida.
Ahí está esa cama de hierro de tantas noches y rinconadas, ante la que uno evoca todo eso del tiempo pasado: el fuego, la fiebre, el hijo, los miedos y los silencios: las magnitudes íntimas de la vida, el lugar desde donde sonaban mares de ilusión o se rezaba a los ángeles. Cama que, en los días de lluvia fuerte, se rodearía de calderos y palanganas para recoger el agua. Cuentagotas de sonidos agudos, graves, lentos, tristes, cayendo desde un techo cuarteado, en medio de la soledad y el silencio de la noche.
Aquí, en el Rastro, parece que terminan por caer todas las verdades de la vida. Verdades o mentiras a las que les van saliendo los guaños de la vejez, el pelo de lo rancio y lo ardido.
Me paro ante una cama de hierro, casi desmontada, tétrica en su color negro funeral, igual que si fuera una barca que hubiera pasado su vida llevando de la vida a la muerte a mucha gente. Cama dura, fría, desnuda y despojada de todo; sólo su armazón de hierros mal armados por el chamarilero; toda barrotes, flejerías, arandelas., donde parece habitar, en su centro, el profundo abismo de la muerte o el otro revés del mundo. En medio de la explanada del Rastro, ¡cuánta soledad desprende este esqueleto de cama con sus hierros desprendidos y mal casados, sus angulares flojos y esparcidos, todo como oliendo a hojas secas de jergón de maíz de casa pobre y abandonada, casa de aldea, con balcón al ocaso, vigas ahumadas y el llar de las viejas historias apagado, oscuro y ceniciento! Cama de hierro que, tal vez, fuera un día lecho arropado donde soñara una mujer con la mar. O cama de un viejo labrador. O tálamo lleno de la sensualidad suspirante de unos jóvenes amantes. Cama, alguna vez, de colcha blanca, donde un enfermo esperara el sol de la salud, o cuna donde, sobre sus adentros de lana, naciera, de un madre joven, un niño de cabeza tierna y ojos grandes. Cama, ahora, de desolación máxima bajo este cielo abierto del Rastro, lecho de hierro ausente de toda vida, de todo hombre o mujer, de todo niño o joven, de todo padre o madre, de todo cuerpo caliente, desnudo o frío, sano o muriendo de la vida.
Ahí está esa cama de hierro de tantas noches y rinconadas, ante la que uno evoca todo eso del tiempo pasado: el fuego, la fiebre, el hijo, los miedos y los silencios: las magnitudes íntimas de la vida, el lugar desde donde sonaban mares de ilusión o se rezaba a los ángeles. Cama que, en los días de lluvia fuerte, se rodearía de calderos y palanganas para recoger el agua. Cuentagotas de sonidos agudos, graves, lentos, tristes, cayendo desde un techo cuarteado, en medio de la soledad y el silencio de la noche.
(Publicado en el diario El Comercio, 12/10/2011)
¡Qué curioso! Mi hora feliz es precisamente la de ir a la cama, es en ese momento cuando entierro jornadas duras, estupideces propias y ajenas; y ahora que ya soy mayor siempre me espera alguien en mi cama: un libro, que nunca guarda silencio, que no me reprocha nada, que reposa sobre mi regazo cuando me duermo mientras conversamos. El cuenta, yo escucho, y no importa si no estamos de acuerdo. Luego adopto una posición fetal, por si esa fuera mi última noche, para sentirme protegida como antes de nacer e imaginarme que regresaré al mismo lugar del que mis padres me rescataron con muy buena voluntad, pero seguro que sin saber muy bien a dónde me traían. No les guardo rencor, que conste. Por que yo también traje un hijo al mundo.
ResponderEliminar¡Qué curioso! La hora más feliz del día es para mí la de ir a la cama. Es en ese momento cuando me desprendo de los sinsabores de la jornada, de las estupideces propias y ajenas y de cuanta negatividad haya podido absorber, para reencontarme con el mejor de los amantes que hasta el momento nunca me ha fallado: un libro. Me cuenta historias, me abre la mente, me acerca a quienes lo han escrito, nunca diacutimos, aunque nos quedan muchas preguntas en el aire. Luego , cuando me duermo, se desmorona tranquilamente sobre mi regazo. Yo adopto una posición fetal, por si esa fuera mi última noche, para sentirme arropada, cerrada sobre mi misma, posiblemente tratando de recordar aquél lugar cálido en el que se formó mi cuerpo, con la esperanza de que el después nunca podrá ser la nada. Y empiezan las preguntas. Esas que nunca tienen respuesta, pero que me sirven para fabular, para soñar en un duermevela que me coloca de nuevo en el día siguiente. Y otra vez a esperar la noche.
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