EN UN PRINCIPIO FUE LA CALLE CAMPOMANES (XXIV)
MIRANDO DESDE LA GALERÍACrónica de excentricidadesPor Ángel Aznárez
La casa en que nací y viví, la número 34 de la calle Campomanes, lindante con la plazuela de San Miguel, tenía en la trasera la galería que, por su largura y altura, permitía correr, brincar, jugar a los bolos y saltar a la comba –en la parte delantera estaba el balconaje, mirador a Campomanes-. La galería empezaba junto a la máquina de coser de pedal y manivela, con dos cajoncitos repletos de carretes con hilos enmarañados, y terminaba a lo lejos, muy lejos, donde el retrete, retirado y discreto, salvo cuando se tiraba de la cadena, que causaba un ruido como de terremoto, con estremecimiento de tuberías y cañerías.
Entre retrete y máquina, primero la Singer, luego la Alfa, en suelo de madera crujiente, que olía a cera de lata (se untaba el suelo, se cepillaba y se cubría con papel de periódico) estaban, a un lado, la pared blanca de la que colgaban espejitos de colores, un fraile con capucha y puntero pronosticando el tiempo, el calendario grande de la Imprenta Grossi (la de Santa Susana junto a La Boalesa), el escapulario de la Virgen del Carmen para salir del Purgatorio “lo antes posible”, la estampa del Niño Jesús de Praga, divino y milagroso y la bolsa de tela con las pinzas del tendal. Enfrente de la pared estaban los ventanales, que daban a la galería o y corredor el aspecto de una loggia de palacio apostólico o de obispazo.
Las ventanas, muy pesadas, eran como patíbulos de guillotina, que se abrían subiéndolas y se cerraban bajándolas; las agarraderas eran de hierro muy macizo; alzarlas era como subir pesas de gimnasio o hacer ejercicios de halterofilia, tensándose los bíceps de los brazos y formando bolas ¡qué bolas! de mucho alarde. Contemplar con orgullo esa musculatura coincidió en el tiempo con otras contemplaciones más furtivas e íntimas, de mucho gusto corporal por tiesuras propias de kikirikí de gallo o gluglú de pavo, de pecado mortal al tocamiento –menstruaciones varoniles diría un atolondrado o confuso de género-. Ya alzada la ventana, había que darse prisa para correr, con habilidad y rapidez, las manillas de los pestillos o sujetadores, que sostenían las moles en evitación de muerte súbita por guillotinazo.
Suspendida en el vacío, ya en el exterior y pegada a los ventanales, estaba la balaustrada de muchos balaustres. Uno sujetaba macetas con inodoros geranios; otro sostenía latas en rectángulo y “furruñosas”, también con geranios y algún perejil. Allí apoyada estaba la fresquera, de madera oscura y de tela metálica, para enfriar los huevos de la huevera, la pota de leche ya hervida y la tartera con albóndigas (no albondigones ni albondiguillas). Y de lado a lado, tensas estaban las cuerdas del tendedero con muchas pinzas, de las que colgaban calzones, calcetines grises, sábanas blancas y colchas amarillas, que, azotadas y volteadas por el viento, figuraban fantasmas despatarrados.
Amarrada por cuerda, allí estaba la jaula o grillera de plástico, de un amarillo canario, con un grillo negro enrejado y comprada por dos pesetas en la ferretería Lacazette, la de la calle Rosal esquina al Fontán. En la jaula, el grillo estéril ni cantaba. Fue “cazado” con mucho arte, en la pradera de Los Catalanes, en Muñoz Degraín, bajando hacia San Lázaro. Grandes cazadores de grillos fueron Tino Morán, el hijo de Morán, el de la Caja, y Cesar, el hijo del tapicero, también ciclista, Cesar, con taller de tapizados de mucho muelle y cojín en sótano vecino a la bombardeada iglesia de las enclaustradas Madres Carmelitas. Tino y Cesar subían escalando los altos tapiales que cerraban el prado con facilidad de lagartijas, no escuchando los gritos amenazadores del ama del cura, de don Gonzalo, capellán de Adoratrices -en verdad, era eso, ama y hermana, que no mancebita de curato al uso o usufructo-. Luego, Tino y Cesar encontraban con rapidez en prado o sebes los agujeros a penetrar introduciendo en el furaco, hasta el fondo, la larga y delgada paja, que hacían vibrar por frotación entre las yemas de los dedos (el gordo y el índice) de la mano. Esperaban con suspense ¡misterio ante los agujeros, siempre misteriosos! lo que podría salir, bien un grillo, grande como una cucaracha grande, mal una babosa gorda, tripuda y pegajosa, o lo peor, una bicha rastrera con amenazas de lenguatera.
Desde uno de los ventanales de la galería se veía un Oviedo, que seguía parecido a la Vetusta de ese novelón antiguo de pareja de neuróticos, el Magistral, que espiaba con catalejo, y la Regente, que bailaba rigodones. También se veía una Vetusta diferente, pues dormía menos la siesta, ya no hacía la digestión de la olla podrida (si del cocido), no se oía el zumbido de la campana de coro de la Santa Basílica, y seguía negruzca, pero menos. Mirando de costado y a la derecha, se veía la torre de la iglesia de San Isidoro El Real -torre que es UNA debiendo ser dos- e Iglesia en la que mucho entré y salí. Inicié en ella el cursus sacramentorum por inmersión en la pila bautismal y escuché en ella (en la iglesia, no en la pila) los mejores tantum ergo sacramentum cantados por un sacristán, siempre al atardecer, después del Santo Rosario. También allí rompí la crisma, con descalabros, al bajar corriendo, por juego de apuesta, desde el coro por la espiral o caracolada escalera. El cura don Robus (Robustiano), que desde el confesionario lo vio todo, daba gritos levantando las manos como el Moisés de Los Diez mandamientos, y el cura don Luís (Legazpi), que desde el púlpito lo oyó todo, descendió precipitado con bonete negro y el roquete blanco interrumpiendo las prédicas. Y es que en esa Iglesia recibí dos “hostias” memorables: la primera, por exceso de curiosidad y escapándome del banco, antes de recibir la de la “Primera Comunión”, y la segunda, que acabamos de contar.
Desde la galería se veía la muy gallarda torre de la Santa Basílica -torre que también es UNA debiendo ser dos-. Contemplada la iglesia de San Isidoro desde la plaza del Ayuntamiento y la Catedral desde su plaza o del Colegio de Notarios, hoy más aprobados que notables, siempre pensé que son dos templos mancos, pues tienen ambos la falta de una extremidad, no sabiendo si la extremidad que falta es de brazo o pierna. Esa duda nunca la tuve mirando a otro tullido célebre: el limpiabotas del Escorialín, al que le faltaba una pierna, lo cual era de mucha comodidad para su oficio de sentado en taburetito bajito, que hasta le sobraba la que tenía. ¡Oviedo, la ciudad de las iglesias mancas! podría ser eslogan a unir a eso, tan discutible, redundante y belicoso de ser Oviedo u Oviéu “Muy Noble, Muy Leal, Benemérita, Invicta, Heroica y Buena”.
Las dos iglesias, además de mancas, eran mudas, pues los badajeos de sus campanas, esquilones y timbales, hacía tiempo que no golpeaban haciendo músicas. En la calle Campomanes sólo se oían los tin-tin tin-tin y tin-tin del convento de las monjitas, Hermanitas de los Pobres en la calle González Besada, las muy maximalistas de lo mínimo, convocando a la misa de siete (de la tarde). Jamás oí la campanada, el tolón-tolón o el wam-wam, de la Wamba catedralicia, joya campanuda y medieval, de la que supimos por Clarín “que era la gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos, cabildo catedral de preeminentes calidades” (¡Cómo hoy, cómo hoy, y sin dudarlo!). En tiempos venideros que ya se anuncian, de mucho mirar atrás, de rezos de vísperas, de humaredas de incienso de místicos olores, de más y más procesiones, habrá que reivindicar sin retintín tin-tin las músicas de campanas, campanadas, campanazos, campaneos y campaniles.
Más a la izquierda, estaba lo más alto de esa mole alta que el humor ovetense llamó La Jirafa, edificio que nunca tuvo alma, que fue y es como una torre de Babel propia de mudos y con algún pícaro o “Buscón” como el de Quevedo comprando y vendiendo. Por culpa de La Jirafa, el Palacio de las Medias, de enfrente, dejó de ser palacio y sólo “tiendina”; los que salían de La Perla, cueva y tugurio, inflados de vino por muchas pintas, al mirar al rascacielos, se ponían tuertos más que bizcos. Los que entraban en el Teatro Campoamor en tarde de Temporada, para ver y ser vistos y alguno escuchar, al mirar el altísimo edificio, estilizaban sus papos, papadas, papadillas o papitos, y escondían por estiramiento los bocios como bolas. Y los de Correos, siempre a lo suyo, que era lo de siempre.
Desde la galería del caserón de Campomanes y ya a la izquierda, se veía el palacio o palacete del Marqués de Aledo, al que los vecinos, acaso por envidia, siempre llamaban el chalet, rodeado de un jardín tan pulcro como pulcro era su jardinero, de pelo blanco con onda marcada y muy de aupa como galán de convento, del barrio de San Lázaro, cerca de la Malatería, lúgubre por ser de asilo. El señor Marqués lo era por consorte, apellidaba Herrero de primero y Collantes de segundo; era hijo de Policarpo -¡Que nombre, qué palabra esa de policarpo! ¡Qué bonito sería llamarse hoy Policarpo! El Marqués –que era el IV, padre del V y abuelo del actual VI (ninguno de estos últimos hizo historia)- salía de su recinto por la calle de Santa Susana, muy de negro, bajito, gordito (más peonza que espárrago) y calvito, siempre cubierto con sombrero de pluma. Subía y bajaba los peldaños de la escalinata palaciega muy en sí metidito, con corte y recorte de perito relojero o afinador (no afilador) de pianos.
El chofer –tenía dos- con casquete de gorra azul, abría la pesada puerta del enrejado forjado o cercado del chalete, sentando a Herrero en el cochazo, que era grande como un haiga –tenía dos-, ambos guardados en un bajo de la casa con jardín encima en la que vivía Alcibiades, tan guerrero como el del Peloponeso, y que hoy es, en la calle Quintana, la Cámara del comercio grande de don Severino de Vigón (el recuerdo a este Severino viene emparejado con el del otro Severino, éste del comercio pequeño y muy de aquí, no de Zaragoza; ambos rubios como trigales y amigos muy severinos). El Marqués y su cochero desaparecían y aparecían junto al Banco de la calle Fruela, enfrente de Ceñal y Zaloña y cerca de La Panoya.
Cerca del portón principal del “chalet”, en la calle Santa Susana, visto desde la galería de la calle Campomanes, había una garita, geométrica y coqueta, que la imaginación desatada la rodeaba de guardias y centinelas lindos haciendo honores al ricachón, adornados con plumeros de penachos o con penachos de plumeros, y con uniformes de colores de exóticos papagayos, igual que esos suizos que en Roma guardan a los papas. Más no; la realidad era otra: en aquella garita se almacenaban rústicos aperos de jardín o paraíso, rastrillos, guadañas, tridentes, hoces, fesorias y la cortadora de césped a empujones.
Y aquí, por hoy, hacemos punto envainándola, la pluma, la pluma.