2ª parte
De Pepe y de Mari, los Pérez
y Montero, se puede escribir lo que don Quijote dijo de si mismo: “Mis intenciones siempre las enderezo a
buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno”.
La
chavalería de Muñoz Degraín, Sacramento y San Miguel (plazuela), andante y
rodante en “bicis” Orbea o en patines con ruedas de madera, se reunía, a veces,
en concilium a contemplar. A
contemplar a las Madres Carmelitas, de clausura rigurosa, convento con portón,
inmenso, de acceso desde Muñoz D., que sólo se abría para que entrara in claustro un fontanero a desatascar
atascos. En ese momento se veían al fondo, cual siluetas y duendes, a dos Madres-monjas,
con hábito marrón, tapadas sus caras con negros velos, que tocaban campanillas,
con urgencia de bomberos. A nadie, ni a mí --intrépido de nacimiento, tal vez
por culpa de la comadrona Amparito, esposa de músico en la orquestina del Café
Suizo-- se ocurría acercarse y, mucho menos, tocar a las monjitas, que eran inasibles
como los fantasmas, aunque con rellenitos
en el pompis.
Y también a
contemplar, en el Prado Picón, la casa rosa de los Pérez; contemplación interrumpida
al circular con frecuencia un Mercedes-Benz,
que salía veloz del Seminario de la Metrópoli, dejándose ver, entre las cortinillas
de las ventanillas del cochazo, un gerifalte con pinta de capitoste. Los
mayores de la chavalería sabíamos que dentro del Mercedes iba el Arzobispo, vitoriano y “vitorino” (vitoriano por
ser natural de Vitoria y “vitorino” por ser furia de toro), llamado Francisco y Javier de Lauzurica y Torralba
(nombres y apellidos de mucho polisíndeton, por acumulación de “Y-es”, que no
“yes”. Los más pequeños (de la chavalería) se asustaban exclamando el ¡Jo macho! Por su colorido (el del
capitoste), el natural, y el artificial de los ropajes y del gorrito con pompón
púrpura, unos decían que era un paje de los Reyes Magos y otros que el
mismísimo Príncipe Aliatar, camino del campamento real, instalado en un lugar secreto
del Naranco.
Ese Arzobispo fue
para mí el más importante, doliéndome que in
illo tempore se le calificara de atropellador, por no auxiliar a los que
atropellaba –fue una leyenda de las entonces “buenas familias”, molestas al ser
desdeñadas por el aristócrata prelado (si no fue esto último, me da igual, pues
lo parecía). Lo del desdeño, dejó de ocurrir cuando llegaron a Oviedo, a partir
de la década 2000, arzobispos “middel class” o de clase media, que
tomaron y toman chocolate con churros con los “middel class” de ahora, en una supertienda de la calle Uría.
A mi confesor,
el Padre Viñayo, luego abad en Colegiata de León (sin derecho a mitra), para
resolver aquella incógnita, que tanto me preocupaba (lo del atropello), pedí
consejo: si debería, en el momento de mi inminente y confirmación cristiana, en
San Isidoro, a su Excelencia preguntarlo. El P. Viñayo me lo desaconsejó, argumentando
que el prelado confirmador, aunque iba a estar allí, tenía perdida la cabeza; a
eso añadí: “y perdido, por lo tanto, el gorrito con el pompón”. Por todo, una
vez al año, cuando la capilla de la
Virgen de Covadonga de la Catedral ovetense no está cerrada por obras, como
ahora mismo, deposito una flor colorada, como un pompón, en la sepultura del que
fue mi Metropolita, vecina la sepultura a la del Santo Melchor, Obispo de la
lejana Tricomia. Por cierto, que me contó uno
de Villaviciosa que, al actual y leonés Deán catedralicio, le gusta la Obra y las obras).
Pero regresemos
a la casa de los Pérez, que es lo importante --esta mente mía propende a
desbocarse como el caballo tordo de Quique Ríu Mora, llamado Cartago, que murió
despatarrado en la calle Magdalena adonde llegó loco y desbocado desde su
cuadra en San Lázaro--. La casa de los Pérez
fascinaba por ella misma, “esdrújula, barroca, neogótica y mesopotámica” (léase
lo del domingo15 de julio, 1ª parte). También fascinaba por lo que la rodeaba;
por dos palmeras, altas y espigadas, que hacía el milagro, pues sólo dos palmeras
hacían un inmenso palmeral; por unos sauces que se inclinaban llorando; y, más
abajo, por una fuente en miniatura, con pitorro tieso y desafiante a los
cielos, fuente que también era como una pila
berberisca o andalusí, para abluciones. Por allí pasaban y
sesteaban Pepe y Mari.
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Mari, el autor, su perro "Mingo" enseñando los dientes al fotógrafo, que fue José Pérez Montero
(Quintueles verano de 1994) |
Hoy, la mente,
imaginativa y razonable, ve a Pepe friolero, con cobertor o bisoñé, en batín gris
marengo a cuadros, con olor a bolita de alcanfor; barroco y de la Contra-reforma leyendo
poesías de Gustavo Adolfo (Becquer) sobre asunto de golondrinas. Y hoy, la
misma mente, ve a Mari, siempre de mucho humor, sentada junto al surtidor, con
mantilla, polvos de colorete en el rostro, escapulario del Carmelo, dándole al
abanico y mirando a la torre de los Carmelitas Descalzos, en Santa Susana. Una
torre esa, sin balaustre, que es a Oviedo lo que el minarete de la Kutubia
es a Marrakech o la Giralda a Sevilla.
Y es que desde
lo alto del alto de la casa de los Pérez, se ven, además de la “Kutubia” o
Giralda, cosas muy de Oviedo y muy internacionales. Oviedo tiene un Rialto como
Venecia, un Campanile, que mira a la Escandalera, como el
de Florencia. Claro que esto se ve así con euforia carbayona o en día de “bollu
preñao” de la Balesquida;
en momentos de mucha melancolía, resulta la verdad: que el Rialto, el de aquí,
es un obrador pastelero, que il Campanile
es un reloj de Liberbank o de los
baturros, antes de la Virgen
de Covadonga y luego, tal vez, de la “Pilarica”, y que la torre de los
Carmelitas es un adefesio inacabado. No hay, a pesar de ello, motivos para que
los del “Oviedín del alma” desesperemos. Tenemos a Caunedo Alcalde, discreto campeón en el difícil arte de barajar, y de
mucha luz en lo más alto de su cabeza, más arriba de la sesera, que es una gran
claraboya, de brillos cegadores. Y que decir de de Lorenzo, la otra Autoridad, Delegado del Registrador Rajoy, del
mismo apellido que doña Aldonza (o Dulcinea), que, como ella, según Cervantes, “está presente siempre aún estando ausente
siempre”. Y, más aún, “extremo de toda hermosura, archivo del mejor donaire
y depósito de toda honestidad”, según palabreó el hidalgo-amante a de Lorenzo.
Llegó la gran
tarde del 19 de marzo de 1979. Entré por primera vez, ya siendo muy amigos, en
la casa rosa de los Pérez, también templo de muchas sabidurías, jurídicas y
literarias, para celebrar el Santo de Pepe, habiendo sido invitado, aceptada la
invitación con emoción, al recordar peripecias en sus inmediaciones bastantes
años atrás. Conseguí ver lo que tanto desee, por motivo de mi innata y precoz curiositas,
como la de Cicerón. Y ahora invito a mis respetados lectores y lectoras a que
entren conmigo; si bien, antes, en la puerta misma, han de conocer lo siguiente:
Tuve que desplazarme de mi oficial residencia gallega por “notariazo” en las
Rías Altas –evito la palabra fedatario por el descrédito de esa palabra, visto y
leído lo que se dice y calla en este mismo periódico-. Dejé Cedeira, la de los
percebes gigantes; Ortigueira y Cariño, las de la mejor merluza al pincho, y la
ría del Barqueiro, la de almejas como ostras. Lugares todos ellos de la Diócesis de Mondoñedo,
antes célebre por su Catedral y por sus canónigos muy rezadores y hoy por tener
allí su trono “O Rei das tartas”.
Pasé antes por
Gijón, yendo a la confitería La Playa, de mi amigo Juan Castaño, a comprar princesitas,
pareciéndome asombroso que Gijón, ciudad de agudos terminados en “on” y de
muchos superlativos, llame “princesitas” a lo que debería llamar “princesonas”
-en gijonés “playu”, naturalmente-. Lo mío, de nunca regalar “moscovitas” del Rialto, fue y es por mi
rechazo, primero a Stalin y ahora a Putin ¡Qué barbaridad, llamarse Rialto y
especializarse en “moscovitas”! Y con una caja de princesitas, más ricas que las “yemitas” de Almazán, me presenté y
entré, o me presento y entro en la casa de los Pérez.
(En tercera y última
parte, se contaran las maravillosas cosas vistas y oídas, algunas, algunas, que
no todas).
CON
AGRADECIMIENTO a doña Etelvina Cuesta
Valle, que me envió una seductora carta, escrita en tres folios, el primero
a máquina con letra azul, el segundo a máquina con letra roja y el tercero,
manuscrito ¡fascinante! Me cuenta doña Etelvina muchas cosas, entre ellas, que
tiene muchos años –ocho veces diez y una vez cinco- y que su difunto padre está
en el origen de la urbanización del Prado Picón. Desde aquí, a mi admirada doña
Etelvina, hago pública promesa que el jueves próximo, 9 de agosto, a las 18
horas, si Dios quiere y ella lo tiene a bien, la visitaré.
ANUNCIO para
comunicar a mi amigo don Oscar Cuervo
San Román, de la razón social “Casa Lito”, que al anochecer de ese mismo
día, también si Dios quiere, a las 21,15 horas, pasaré por su Casa y me quedaré
a disfrutar uno de los manjares gastronómicos que hace su esposa, de ojos
azules, la cual cocina los pescados y las carnes, y no los “trabaja”, como
dicen ahora los llamados cocineros de mucho postín y de más “pastón”.