José Luis
Campal Fernández
(Real
Insituto de Estudios Asturianos)
El
descubrimiento de medio centenar de poemas inéditos de Antonio Machado, así como la reciente publicación
de una biografía –Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado,
por Ian Gibson (Madrid, Aguilar, 2006)–
sobre el viejo poeta andaluz del 98 que patrimonializó la II República , me
trajo a la memoria un famoso verso alejandrino garabateado en un trozo de papel
y hallado, junto a otras dos notas, en los bolsillos de su gabán; una escueta
línea que ha sido considerada como el presumible broche final de la producción
machadiana: «Estos días azules y este sol de la
infancia».
A
propósito de este verso, Gibson escribe
en su voluminoso y documentado libro que, «intuyendo
que llegaba el final, se sintió una vez más transportado a la Sevilla de sus años
primaverales, aquella Sevilla preñada de oro y azul que fue eterno presente en
su corazón de poeta caminante» (página 629). Sin embargo, este
mediático hispanista no hace referencia alguna –me parece que tampoco otros
estudiosos versados en Machado– a los
olores ajenos que este famoso verso desprende y que a mí me remiten con fuerza
a otro verso de un poeta no menos carismático como fue León Felipe.
No hay más que comparar
ese verso-islote de 14 sílabas caligrafiado por Antonio
Machado con otro de 16 sílabas y firmado por el zamorano León Felipe que puede leerse en su obra Versos y oraciones del caminante (Madrid,
1920). En ella nos topamos, en su tercera sección, titulada «Descanso», con el poema «¡Qué lástima!», en una de cuyas estrofas hay un
verso, el vigésimo primero, que es casi gemelo del de Machado, aunque cabría mejor decirlo al revés:
que el de Machado pudiera ser un
préstamo ¿involuntario? del escrito por León Felipe,
y que reza así: «Pasé los días azules de mi
infancia en Salamanca».
La única diferencia es
que esta imagen (salvo ese vocablo «sol», que no aparece en el zamorano y sí en
el sevillano) de León Felipe está
fermentada casi veinte años antes de que se hallara ese verso sobre el que se
han vertido ríos de tinta. De todo se ha hablado menos, que uno sepa, sobre la,
para mí, probable filiación que ahora le asigno.
Podríamos igualmente
tener presente, aunque poco importe más allá de una cierta afinidad ideológica,
que León Felipe visitó con cierta
frecuencia a un Machado cansado y
evacuado en Valencia durante la etapa final de la guerra civil, antes de que el
autor de Campos de Castilla
abandonase España entre la riada de defensores del Frente Popular que, con
razón, temían por su integridad física con la victoria de Franco. Como no es menos cierto que ambos, Machado y León Felipe,
compartieran tribuna en mítines de propaganda republicana, y que este último
llegara a escribir de don Antonio que «era un gran hombre y un poeta muy grande».
Y no deja de resultarme
menos curioso que en otro lugar de su obra, facturada ya en el exilio mexicano,
León Felipe diera forma literaria, según
yo lo veo, al hallazgo póstumo de Machado,
porque en su libro Ganarás la luz
(1943) León Felipe incluye el poema «Parábola», donde están los siguientes versos: «Había un hombre que tenía una doctrina (...) / una
doctrina escrita que guardaba en el bolsillo interno del chaleco».
¿Sería acaso esa «doctrina» –me pregunto más como diversión que por
convencimiento– la nota que el hermano de Machado
encontró en su abrigo tras expirar el poeta en una Francia que muy pronto
dejaría de ser la patria de la fraternidad, la igualdad y la libertad para
convertirse en la nación colaboracionista del mariscal Philippe Pétain?
(Artículo publicado en La Opinión
de Zamora el martes 18 de julio de 2006, página 3)