domingo, 29 de mayo de 2022

EN GIJÓN, DESDE EL MUSEL A LOS JARDINES DE LA REINA artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en LA VOZ DE ASTURIAS DIGITAL, 1 de mayo 2022)


                      (Vivencias de anteriores tiempos)




El buque, construido en uno de aquellos viejos astilleros de Gijón, matriculado en la Comandancia de Marina en el libro de la navegación de cabotaje, continuó ruta hasta ponerse en línea con el par de gigantes mojones, casi pegollos, situados en el prado de la casona de Rosario Acuña, dejando atrás las horribles vistas del feo Muro, los merenderos fashion y la escultórica “Madre del emigrante”. Allí, donde la Rosario, concluyó la “prueba de la milla náutica”. El capitán del buque, perito y funcionario, recibió la orden de la autoridad marítima y militar de girar y contragirar, poniendo la proa mirando al Musel para el atraque con cuerdas, nudos y maromas.                                                                                       

 

Los bandazos por las anteriores operaciones fueron tales que las autoridades e invitados, ya con el flotador de los naufragios a sus cuellos, muy congestionados por susto, se amontonaron en el puente de navegación, y tuvieron que ser tranquilizadas por el capitán. Éste salió al alerón, y en travesía de un lado a otro del  puente, por entre los humos de la chimenea del buque, aseguraba a voces, pidiendo tranquilidad, que tenía la garantía de la Virgen del Carmen, la bien llamada Nuestra Señora Náutica. El capitán, para más tranquilizar, mirando al cielo y con los brazos en cruz, cantaba: “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen del Carmen y el Espíritu Santo”. 



         El viaje de vuelta, viéndose abajo lanchas de remos, fue como el de ida, tranquilo, sin la compañía de las gigantes serpientes marinas que todo lo tragan, distraídas, en los lejanos Mares del Sur, por el ruido de los alcatraces y de sus amoríos. Aquí, la fauna marina era la cantábrica, de pequeños tamaños, a base de sardinillas y mirlotos. Por el cielo nuboso volaban gaviotas de picos amarillos para tragar, gritonas y cagonas, enloquecidas y chifladas. En el barco, el canto del subalterno “serviola” inquietó, de nuevo, a los invitados, por gritar: ¡Barco por la amura de estribor! pero sólo, gracias a Dios, fue un susto, pues era la lancha que acercaba a los llamados “prácticos” y también a los “teóricos”, y portuarios. 

 

 Ya fondeado y bien amarrado la cóncava nave en puerto, con los cabos tensos y anudados, descendieron a tierra las autoridades e invitados por una escalera estrecha. Abajo fueron recibidos por una pareja, con tricornios de la Guardia Civil, que vigilaba los cachondeos de contrabandistas de tabacos en los muelles portuarios de carga y descarga. 

 

Allí fueron vistos, además del Comandante de Marina, el Alcalde don Ignacio, luego descendido a Gobernador de Soria, la ciudad aburrida de los poetas aburridos; estaban el reverendo jesuita rector de la Laboral de Girón; el Director de lo de los Peritos, casi universidad; el Juez municipal, el Cónsul de siempre, el de la República bananera de América del Sur; y,  naturalmente, el policía municipal, Cortina, que hacía fotografías. También estaban en tierra Riestra, que así se apellidaba el conductor del coche militar del Comandante, y Paco, que conducía el vehículo municipal de don Ignacio, fumador de puros, que, por haber dejado en la sombra a la playa de San Lorenzo por edificios de alturas indebidas, Gijón a punto estuvo de perder la capitalidad de lo de la Costa Verde.

 

Y no podemos omitir al Juez de la Comandancia, al que los auditores de Ferrol metieron preso por ser incompetente manifiesto. Y de los armadores propietarios de Algorta, también llamados shipmanagers, allí presentes, ya escribimos en el anterior, número 14.  Los “sin coche”, para regresar a Gijón, tuvimos que subir al tranvía que estaba en la parada de El Muselín, caminando hasta allí llegar por entre pedruscos de mineral de hierro y polvos. En un periquete, al poco de iniciarse la marcha tranviaria, casi en Jove,  un coche fúnebre cargado de coronas iba en dirección al cementerio de esa parroquia, lo cual, lo de las coronas, era señal para los vivos de que el muerto no era un cualquiera, y ondeando al aire las muchas cintas de las coronas, que, con letreritos, parecían banderines como de fiesta. Era, en suma y nada menos, que un entierro con comitiva.

 


El tranvía dejó atrás La Calzada, la estación del Carreño y la del Norte, enfilando la torcida calle de Marqués de San Esteban. Junto al conductor del tranvía estaba el cartel de “Queda prohibido hablar con el conductor”, y el cobrador, con cartera vieja al hombro, hacia alarde de una potente y blanca dentadura, limpiada con perborato de sodio, no con Colgate. A un lado y otro del pasillo tranviario, se veían anuncios de máquinas de coser, de mercerías y de tiendas de botones, como La más barata de Oviedo, la de la calle de los comerciantes catalanes, la calle Cimadevilla. Casi al final de esa calle, a la derecha, se oían, al pasar, los ruidos infernales de las rotativas trepidantes del periódico de Falange llamado Voluntad, que era alusión directa a una de las tres potencias del alma, siendo las otras dos la Memoria y el Entendimiento. El periódico hermano, el falangista de Oviedo, hace décadas que dejo ser tal, empeñado, luego, en dejar de ser la referencia del periodismo regional. 

 


Y al fín, el tranvía, con los muelles del pantógrafo flojos, lo que causaba paradas no previstas y retrasos por falta de suministro o conexión eléctrica con los cables de arriba, llegó finalmente a la denominada Plaza de los Jardines de la Reina, junto al Muelle, de la que también partía otra línea tranviaria muy importante, con jardinera de paquete, cuya parada última estaba en la Plaza de Villamanín, en Somió, línea a la que nos subiremos más adelante, pues en número posterior, iremos hasta el Jay Alai de La Guía, pasando por Corrida, Plazuela de San Miguel, el cine Los Campos, las cocheras y el convento de las monjas de La Asunción. Los Jardines de la Reina eran, para los tranvías, como era la estación Termini  para los ferrocarriles de Roma. Había allí, mirando a los Jardines, el imponente edificio de un Banco, que llevaba por nombre el de un marqués que terminó siendo asesinado años después, lo cual fue normal con ese trabajo tan peligroso, el de banquero, igual que los bandidos, casados con tontas del bote.


JARDINES DE LA REINA

Los Jardines de la Reina, con su inmenso palmeral, a lo oriental y de los Reyes Magos, eran como un oasis en pleno desierto, antes y ahora. No teniendo antes ni ahora, como en buen oasis desértico, un estanque con nenúfares y aguas grises en las que nadasen patos, ocas o cisnes y no habiendo cabezones, ranas y renacuajos. Y para agua la que había en el cercano Muelle, el llamado, precisamente, de Oriente, junto a la Dársena, llamada la de Cañamina, pues estaba llena de barcos y otros artefactos para la navegación, ya en desguace.  

 


En tal plaza había, entre otros muchos carritos para bebés, dos muy importantes, que eran de dos franquicias heladeras, el de Los Valencianos y el de Los Dos Hermanos, que compartían los dos sitios a ellos reservados, el del centro y el de una esquina, más cerca éste del monumento a Pelayo, victorioso y milagrero, ganador contra los moros en la divina Covadonga. Eran los Jardines de la Reina una plaza de mucha música; por una parte estaba la música de los pájaros subidos al inmenso palmeral, la de los grillos en el cesped, pero, además y por encima de todo, se oían los ruidos del teclado de las imponentes máquinas de escribir, cuyo manejo se enseñaba en el local de Librería Sanchis, subiendo unas escaleras, en la vecina calle de San Antonio. Músicas de teclas de números y de letras, impactando en los rodillos y desplazando los carros, no de los bueyes, sino de las máquinas. 

 


 

 

 

 

 

         

 

domingo, 15 de mayo de 2022

LOURDES DE NOMBRE Y DE APELLIDO FANO (15), artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en LA VOZ DE ASTURIAS digital (22 de abril 2022)

Vivencias de anteriores tiempos

 

               


                            

         Concluimos el anterior, el número 14, recordando a Palmeirim de Inglaterra, inspiración del Quijote. En verdad, Palmeirim fue portugués como lo fue don Luis de Camoes, autor de Os Luisiadas, epopeya que pudo ser española, como el oloroso queso manchego, por ser de “cosas”  tan castizas como la fe y el imperio. Y entre autoridades militares y civiles de mucha fe y con añoranzas imperiales, que creían en lo de Covadonga y en lo del godo Pelayo, el barco en pruebas, “Corriendo la milla”, se acercaba al cerro de Rosario Acuña, viéndose desde la Bahía navegable el Bella Vista y el Sanatorio Marítimo, pero antes estaba La Florida, ya entonces esquelética de ladrillos, y teniendo detrás campos de berzas, de berceros o de verduleros. 

 

La Florida era merendero de mucha sidra, con asientos y mesas de cemento, de tapias o muretes viejos, como de cementerios abandonados, que helaban las tortillas, las empanadas y los dados del parchís. Siempre creí que para apreciar la belleza de lo que sea, no debe uno acercarse mucho; por ello, el Bella Vista, desde lejos, recordaba a lugares de glamour, y de cerca La Floridaera probe;  de lejos parecía tener lujosos mármoles como los de la Villa de Adriano, el Emperador. Lo que  de lejos puede ser una atractiva mancha o peca graciosa, de cerca puede ser un lunar peludo.  




Siempre recordaré allí, en La Florida, a María Lourdes Molina Fano, jefa y señora, repartiendo instrucciones, y prima de otra Lourdes, la profesora, también apellidaba Fano (Lourdes Fano López), siendo ambas, como contaré después, muy importantes: Fano se apellidaba, de segundo, la primera María Lourdes y Fano se apellidaba, de primero, la segunda María Lourdes. Señalo con mucha pena que ambas ya fallecieron y que la memoria, que es lo que queda, también llamada “la recordadora”, puede ser y es una palabra (Mnemósine), cálida como un bebé rosa, si se la guarda con caricias y cuidados. 

 

         En aquel tiempo, María Lourdes Molina Fano vivía en Oviedo, en la calle Muñoz Degraín, aunque nacida en Gijón y casada con José Ramón Fernández Cuevas, y teniendo, en condición de empleada del hogar, a una burgalesa, llamada Adela, que preparaba insuperables “cola/caos” con rosquillas de monjas a chavales con pantalones cortos. María Lourdes era mujer de letras y de números, reinando sentada junto a su mueble secreter, recordaba la homérica diosa Circe ante el telar, ayudando a su esposo, don José Ramón F.C. Y fue ella la que un verano tuvo la ocurrencia de que fuera su prima, mi profesora implacable, Lourdes Amelia, en Gijón, que daba clases en la calle Magnus Blikstad, la que me espantara las musarañas, asombros y despistes que tanto me asediaban, y que los frailes, rezadores al Beato Marcelino Champagnat, ni podían ni sabían.  




         La “academia” de Lourdes Amelia Fano estaba en el segundo piso de aquella calle (Magnus Blikstad) números 25 y 27, con una placa en el portal en la que se podía leer: “Instituto Nacional de la Vivienda”. Los alumnos y alumnas esperábamos, junto al portal, la llegada de la temida hora de comenzar la clase. En aquellos grupos había de todo: unas, que ya tenían novio formal, que lo más que tocaban era la cola de los pianos y llevaban como “misalitos” con tapas de nácar; otros hablaban de la actuación de Mari Trini, la de boca torcida, en El Jardín, el fin de semana; las restantes, como Elisa y su hermana, beldades siempre, junto a otras, de tobillos muy finos, presumían del propósito de su papá de llevarlas a la Opera, en el Teatro Jovellanos de Gijón, que entonces era casi como El Campoamor de Oviedo, sin necesidad de Divertia. ¡Qué importantes son los tobillos finos!



 La profesora Fano vivió siempre en aquella “casa-escuela”, no habiendo constancia de su voluntad de querer ir a vivir a Somió como tantas, de cementerio horroroso y encajonado, ni de haber adquirido derechos para el enterramiento en Deva, en su húmedo cementerio, cercano al merendero El Cruce, de tortillas excelentes. La Academia, en Magnus Blikstad, sin tarima o pizarra, era un salón enorme que miraba al patio de luces y a la cocina del otro piso en la misma planta; el domicilio de doña Lourdes era el otro segundo, el izquierda, viéndose aparecer de vez en cuando, en la cocina, a sus padres y al marido, el siempre bueno, paciente  e ingeniero Pepe Campomanes. 

 


Dado que las musarañas me continuaban asediando, me colocó, preferentemente, la profesora a su lado; pero nada, no había manera, y entonces la nueva distracción, acompañada de fascinación, fue el ruido, como de serpiente sibilina, de la estilográfica de oro, una Parker, que rasgaba o arañaba,  como garabateando, el folio en blanco en el que Doña Lourdes dibujaba y explicaba la hipotenusa y los dos catetos del teorema célebre de Pitágoras. Y la fascinación y atrofia debieron ser tantas e intensas, que desperté al ser abroncado por ella muy enfadada, que hasta las tontas, muy tontas, allí presentes se rieron, y los espejos de mi Narciso hicieron trizas.





El caso fue que desperté, escapando en estampida las musarañas tan entretenidas, que parecidos debieron ser los cantos de las Sirenas tentadoras del Ulises. Y si a éste tuvieron que atar a un mástil para salvarlo, a mí aquella estrepitosa riña, fue la salvación, pues, a partir de entonces, aprendí y no paré hasta hoy. Bajaba diariamente desde El Coto, de casa de la primera Lourdes y de su hermano Roberto, esposo de Marina, donde estaba acogido, a recibir lecciones de la otra Lourdes, en la calle Magnus Blisktad. Siempre, al pasar por la calle Dindurra, cerca de Santa Doradía, junto a la Panadería Perales, de un entresuelo salían a la vía pública humaredas, con olor a fritura de sardinas que, al preguntar cuál era el otro plato de comida, una señora allí asomada, entre humos como nubes y con un mandil gris, respondía orgullosa: ¡”Fréjoles, fréjoles, unos blancos y otros verdes”, que son de temporada”! 

 

Siempre me sorprendió la preocupación en vida de muchos buscando nicho o sepultura para el descanso eterno. ¡Qué obsesión en vida con lo inmobliario y que obsesión en muerte con lo mismo! No me extraña que personas propensas a la claustrofobia, se congestionen al comprar o arrendar estrechos nichos para colocar cajas de madera barata con ellos o ellas dentro; unas cajas mortuorias que en Oviedo eran muy visibles en las funerarias de la Corrada del Obispo, de las calles Rúa y Cabo Noval. Viendo eso, comprendí lo de “fúnebres”, pero nunca lo de “pompas”. Y en estas conocí en Gijón, muchos años después de lo de las Lourdes, tan queridas, a otro Fano, a Tino, primo de las anteriores, muy diferente, pero también muy Fano. 


Tino Fano, con apariencia de melancólico y elegíaco, y bueno en verdad, al igual que sus primas, siempre fue y es persona amable, casi dulce, aunque muy exigente y sin cachondeos en lo importante. La enseñanza de las dos Lourdes me dejó huella, y el conocimiento muchos años después de Tino Fano, tan parecido, me ayudó a que nunca, jamás, las olvidara, lo cual es motivo de agradecimiento. Y que así conste. 

 

FOTOS DEL AUTOR

 

El próximo artículo, el 16, se publicará aquí, el 28 de mayo, titulado “En Gijón, desde El Muselín a los Jardines de la Reina”.  

 

lunes, 9 de mayo de 2022

VIVENCIAS DE TIEMPOS ANTERIORES, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en LA VOZ DE ASTURIAS 17 de abril 2022)



                        ENTRE EL NÚMERO 13 Y EL NÚMERO 15 

                                               



El número 13 es el del de “mal fario”, el de los males de ojo y los malos agüeros; ante el 13 los pobres de espíritu tiemblan o reculan. Ese nocivo número correspondió a mi artículo, titulado Corriendo la milla, último publicado en el acreditado periódico que lleva el femenino de  “La Nueva”. Y la cosa sorprendió, pues en el siguiente, no publicado, seguíamos haciendo un plácido recorrido por la bahía gijonesa, de cerro a cerro, de santa religiosa a santa laica, desde Santa Catalina a Rosario Acuña. Y concluimos en el 13 con la vista del Bella Vista, lugar propicio para el recuerdo del “glamour” francés por lo del Belle Vue. Nada me hizo pensar en tan abrupta ruptura de un único lado…Por cierto que Umbral, el del anís Machaquito, en Las señoritas de Aviñon, escribe lo siguiente, que tanto me recuerda a lo del Bella Vista:

-“Las señoritas de Aviñón.

-¿Por qué?

-No lo sé.

-Pero esto no es Aviñón.

-Mejor, qué más da. Hay que jugar, hay que confusionar, hay que putrefaccionar”.

 



Después de ese introito, sólo queda rezar, por otros, el penitencial Confiteor. 

 

Ya los clásicos y los clásicos jesuitas aragoneses, como el P. Baltasar Gracián, habían advertido de que la Literatura da para sorpresas, siendo a veces como esos conejos salvajes que, ante la presencia del cazador, salen de estampida del matojo o de la guarida en los páramos grises. No se debe olvidar que la “novelística negra”, gracias a Paco Taibo II es, más que gijonesa, regional de Asturias. Por cierto, escribiendo de Literatura, he de confesar mi atasco con el granadino Julio Casares, pues tan pronto pasa de la palabra a la idea, como de la idea a la palabra.  Lo de Casares es parecido a lo que escribió Goya, no precisamente de manera caprichosa, él que tanto supo de barbaridades: “La fantasía unida a la razón es madre de las artes y origen de sus maravillas”. ¡Qué mala leche!  

 

         


En los siguientes, números 15 y 16 seguiremos navegando en el buque en pruebas, recién fondeado desde un astillero gijonés, con las buenas compañías del Comandante de Marina y del Alcalde de Gijón, don Ignacio B.,  que, por estar tan interesado en eso tan fascinante que es lo de la “Monarquía asturiana”, no se enteró del destrozo, durante su mandato, del Muro y de la Playa San Lorenzo. También la compañía era con los nuevos copropietarios-armadores del nuevo buque, que eran vascos de “casa bien”, de Algorta (Vizcaya), pertrechados de utensilios de cocina, fabricados con esmero en la Cooperativa de Mondragón (Guipúzcoa), y que por ser ellos del Athletic de Bilbao eran más de bota que de porrón. Y si en el número 15 nos acordaremos de dos damas ilustres gijonesas, las Lourdes, partiendo del merendero de La Florida, visto desde el barco, en el número 16 ya descenderemos, pisando tierra y polvo, en el entonces Muselin, hasta llegar, por fin, a los “Jardines de la Reina”, el gran palmeral, que tantas sorpresas deparará.

 


         Y entre uno y otro, escribí lo siguiente:  

 

         “Ignoro las ganas de las lectoras y lectores después de haber leído mi artículo, Corriendo la milla, aquí publicado hace días: si  ganas de sonreír, de sollozar, o ni “fú” ni “fa” (lo más probable). Cuando escribo, no suelo sermonear o hacer recomendaciones a los lectores, para que se tomen en serio las consejas, que es propio de vanidosos y de principiantes. Y dejémonos ya de pistos o compotas, que estamos en tiempo de frixuelos,  de Carnaval. Esta vez, de manera excepcional, recomiendo, para después de la lectura de la Milla, la continuación con el capítulo XXIX de la 2ª parte del Quijote, titulado De la famosa aventura del barco encantado, que es uno de los episodios quijotescos de más risa; no fue casualidad que haya sido ocurrencia de Palmeirim de Inglaterra, antes que de Cervantes…”.

 


         (I).- El próximo artículo, titulado Lourdes de nombre y de apellido Fanose publicará, aquí, en Las mil caras de mi ciudad, el 15 de este mismo mes de mayo.

 

         (II).- Más artículos de este autor se pueden leer escribiendo en Google “Angel Aznárez”, añadiendo La Voz de Asturias o La Voz de Galicia. Los artículos de materia religiosa o teológica se pueden leer en Religión Digital.com. Y siempre gratis. 


FOTOS DEL AUTOR