EL PARAGUAS
Hace unos días, regresaba de dar mi paseo por el camino que sigue los acantilados, por la orilla del mar, cuando se puso a llover a torrentes. En un momento me puse como una sopa. Me apresuré todo lo que pude para guarecerme bajo la última de las pérgolas que jalonan el sendero, aun cuando estaba segura de que no iba a servirme de mucho.
Poco antes de llegar, me encontré con él: era el hombre que todas las tardes se paraba sobre las rocas, como si estuviera clavado en ellas, como si fuera el mismo espíritu del aire, mirando al mar con la mirada más triste que vi nunca en ningunos ojos. No importaba qué tiempo hiciera, acudía puntual a aquella especie de cita misteriosa y miraba el horizonte como si esperase a alguien.
Aquel día diluviaba, pero él parecía no inmutarse. Tampoco abrió el paraguas que llevaba siempre, y que nunca le había visto usar, lloviera o no. Él miraba al horizonte como perdido mucho más allá de si mismo, como dentro de un mundo ajeno a todo lo que le rodeaba.
Cuando llegué a su lado, yo estaba empapada. Tenía frío y tuve la sensación de que iba a coger una de aquellas otitis que tanto dolor me producían. Entonces tuve la idea de pedirle el paraguas; al menos me protegería algo la cabeza.
Él me miró como si no me viera y me lo entregó sin decirme una palabra. A continuación dio la vuelta y se alejó camino de la cuidad cuidando de no resbalar en los barrizales que la lluvia había dejado entre la hierba. Yo me quedé con el paraguas en la mano más sorprendida que si me hubiera dicho que no.
Al verlo marcharse, con paso decidido, probé a abrir el paraguas levantándolo por encima de mi cabeza y, de repente, me envolvió una sombra: me cayó encima toda la tela que se había soltado de las varillas y vi cientos de agujeros por los que entraba la luz cenicienta de la tarde. Me liberé como pude de aquel desbarajuste de óxido y polillas y empecé a correr tras el hombre para devolverle aquella inutilidad, pero ya no pude alcanzarlo. Había desaparecido entre la lluvia como un encantamiento.
Ya en casa intenté arreglarlo; lo enrosqué, probando a disimular tantos agujeros y tantos rotos como tenía, y me puse a meditar sobre el misterio del paraguas, siempre en la mano del hombre y siempre cerrado. Supuse que tendría sus razones. Qué sabía yo de su alma. Y me pareció, no sé por qué, que, aun sin haber hablado nunca con él, ya éramos amigos. O, al menos, que había entre nosotros un especial entendimiento.
Al día siguiente volví a dar mi paseo y llevé el paraguas a su dueño. Lo encontré en el sitio acostumbrado, en las mismas rocas que bajan como un filo de espada hasta el rompiente. Estaba inmóvil, de pie, como atrapado por una parálisis, con vida sólo en los ojos que, estampados por todos los azules del cielo del anochecer, miraban al horizonte más allá de lo visible. Lo saludé con un susurro para no asustarlo y él se volvió hacia mí y me dirigió una mirada que parecía venir del mismo fin del tiempo. Por primera vez advertí en su cara un gesto como de sonreír, con una sonrisa tan serena como las alas de una mariposa que se había detenido para siempre en un rosal.
— Tome —le dije devolviéndole el paraguas—, muchas gracias.
— De nada —me contestó con una voz profunda, envuelta en un hondo pesar—, pídamelo cuando quiera, yo jamás lo uso.
Desde entonces, llueva o no, yo también llevo un paraguas cuando paseo por la orilla del mar. No quiero que mi amigo piense que, si llueve, no le pido el suyo porque no me atrevo, o él me lo ofrezca y no sepa cómo decirle que no sirve para nada.
Aurora García Rivas.