sábado, 30 de mayo de 2009

Leer entre líneas

(A propósito de un comentario al texto “Un loco anda suelto por la calle Corrida”)

Leer entre líneas es una práctica cada vez más en desuso. No veo yo, tal vez por mi ignorancia, demasiada ciencia en interpretar cada palabra literalmente. Por eso, cuando escribo procuro –no es que lo consiga- jugar un poco con el lector, obligándole a darle un sentido al texto, que algunas veces quiere decir lo contrario de lo que aparenta a primera vista. Y esa fue mi pretensión al redactar “Un loco anda suelto por la calle Corrida”. Lamento mucho, que algún lector “anónimo” se haya sentido molesto por el trato que le doy a la persona –nunca me atrevería a llamarle mendigo- a la que me refiero. Intencionadamente he rozado límites muy próximos a la crueldad, con el propósito de suscitar determinados sentimientos en el lector. Nunca para menospreciar a Miguel, que así se llama, sino apuntando más bien hacia mi misma, hacia quienes pasamos a su lado para seguir de largo sin inmutarnos, aunque “generosamente” dejemos en su caja unas monedas y con ello nos quedemos muy tranquilos. Finalmente, me permito adelantarle al opinante anónimo que mi deseo no es la de tintar de rosa lo que de suyo es negro, ni erigirme en defensa de la falsa moral que tan bien se nos da practicar a todos; sólo intento –otra cosa es que lo logre- mostrar esas realidades de la ciudad que nos resultan molestas. No va a encontrar el lector demasiadas cosas agradables en el blog. Aunque algunas serán hermosas, como lo es el cuento de Aurora que sigue. Que también tiene mucho de mensaje.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Gracias, Aurora


El cuento que inserto a continuación, ha sido una gentileza de la escritora y poeta Aurora García Rivas. Es para mi motivo de alegría poder publicarlo en este blog, que con escasas pretensiones he osado colgar en la red. Desde este momento, ya no lo considero tan poquita cosa; porque, "El paraguas", le da una categoría literaria que pronto comprobaréis. Aunque Aurora, mi amiga, no opine de igual manera. Y hasta es posible que me recrimine por lo que digo. Pero como en mi blog -de momento- mando yo, digo lo que pienso, siento; y repito: gracias.

EL PARAGUAS

Hace unos días, regresaba de dar mi paseo por el camino que sigue los acantilados, por la orilla del mar, cuando se puso a llover a torrentes. En un momento me puse como una sopa. Me apresuré todo lo que pude para guarecerme bajo la última de las pérgolas que jalonan el sendero, aun cuando estaba segura de que no iba a servirme de mucho.

Poco antes de llegar, me encontré con él: era el hombre que todas las tardes se paraba sobre las rocas, como si estuviera clavado en ellas, como si fuera el mismo espíritu del aire, mirando al mar con la mirada más triste que vi nunca en ningunos ojos. No importaba qué tiempo hiciera, acudía puntual a aquella especie de cita misteriosa y miraba el horizonte como si esperase a alguien.

Aquel día diluviaba, pero él parecía no inmutarse. Tampoco abrió el paraguas que llevaba siempre, y que nunca le había visto usar, lloviera o no. Él miraba al horizonte como perdido mucho más allá de si mismo, como dentro de un mundo ajeno a todo lo que le rodeaba.

Cuando llegué a su lado, yo estaba empapada. Tenía frío y tuve la sensación de que iba a coger una de aquellas otitis que tanto dolor me producían. Entonces tuve la idea de pedirle el paraguas; al menos me protegería algo la cabeza.

Él me miró como si no me viera y me lo entregó sin decirme una palabra. A continuación dio la vuelta y se alejó camino de la cuidad cuidando de no resbalar en los barrizales que la lluvia había dejado entre la hierba. Yo me quedé con el paraguas en la mano más sorprendida que si me hubiera dicho que no.

Al verlo marcharse, con paso decidido, probé a abrir el paraguas levantándolo por encima de mi cabeza y, de repente, me envolvió una sombra: me cayó encima toda la tela que se había soltado de las varillas y vi cientos de agujeros por los que entraba la luz cenicienta de la tarde. Me liberé como pude de aquel desbarajuste de óxido y polillas y empecé a correr tras el hombre para devolverle aquella inutilidad, pero ya no pude alcanzarlo. Había desaparecido entre la lluvia como un encantamiento.

Ya en casa intenté arreglarlo; lo enrosqué, probando a disimular tantos agujeros y tantos rotos como tenía, y me puse a meditar sobre el misterio del paraguas, siempre en la mano del hombre y siempre cerrado. Supuse que tendría sus razones. Qué sabía yo de su alma. Y me pareció, no sé por qué, que, aun sin haber hablado nunca con él, ya éramos amigos. O, al menos, que había entre nosotros un especial entendimiento.

Al día siguiente volví a dar mi paseo y llevé el paraguas a su dueño. Lo encontré en el sitio acostumbrado, en las mismas rocas que bajan como un filo de espada hasta el rompiente. Estaba inmóvil, de pie, como atrapado por una parálisis, con vida sólo en los ojos que, estampados por todos los azules del cielo del anochecer, miraban al horizonte más allá de lo visible. Lo saludé con un susurro para no asustarlo y él se volvió hacia mí y me dirigió una mirada que parecía venir del mismo fin del tiempo. Por primera vez advertí en su cara un gesto como de sonreír, con una sonrisa tan serena como las alas de una mariposa que se había detenido para siempre en un rosal.

— Tome —le dije devolviéndole el paraguas—, muchas gracias.

— De nada —me contestó con una voz profunda, envuelta en un hondo pesar—, pídamelo cuando quiera, yo jamás lo uso.

Desde entonces, llueva o no, yo también llevo un paraguas cuando paseo por la orilla del mar. No quiero que mi amigo piense que, si llueve, no le pido el suyo porque no me atrevo, o él me lo ofrezca y no sepa cómo decirle que no sirve para nada.

Aurora García Rivas.

domingo, 24 de mayo de 2009

Un loco anda suelto por la Calle Corrida

Sí, han leído bien: un loco anda suelto por la calle Corrida. Aunque, a decir verdad, no anda: no tiene piernas, ni brazos. Así que rectifico: un loco arrastra su cuerpo por la calle Corrida. Ahora sí, ahora no falto a la verdad. ¡Qué engorro!, topárselo todos los días en la misma esquina. Además, tiene la osadía de colocar justo en medio, cortando el paso, una mugrienta caja de zapatos –precisamente de zapatos, ¡poca vergüenza!-, que arrastra con los muñones de sus inexistentes piernas de un lado a otro, pronunciando unas palabras que nadie entiende. ¿O será que nadie escucha? Ese punto no podría aclararlo. Tampoco importa demasiado. Lo verdaderamente grave, es el incordio que supone para los ciudadanos de bien que pasean tranquilamente por la calle más gijonesa, tener que hacerse a un lado y desviar la mirada. Ya tiene uno bastante con enfrentarse a la "crisis", lo único que faltaba era tener que soportar las desventuras del tullido. Uno no puede salir a la calle y sentirse tranquilo, porque seguro, que además de no tener piernas ni brazos, está loco: es, sin lugar a duda, un peligro público. Los mayores miramos para otro lado, tirando de nuestro hijos pequeños que gritan, “mamá, mamá, ese señor no tiene piernas” y del perro, que trata de olfatear ese extraño personaje que también vive a ras de suelo. Mientras tanto él, simulando estar ajeno a tanto rechazo, con una maestría inmejorable, casi cuan saltimbanqui de circo, cambia nervioso su caja de zapatos de posición continuamente, en busca de unos céntimos que le llegan escasamente porque, señores, estamos en crisis.

Y ahora, queridos amigos/as, que ya me quedan muy pocos y puede que después de enviaros esto alguno más se me descuelgue, porque siempre me sucede. Y no me parece mal, me parece muy justo que dediquéis vuestro tiempo a cosas más provechosas. Pues a lo que iba, esta mañana me levanté en "crisis"; cuando esto me sucede, con demasiada frecuencia últimamente, suelo dar un paseo antes de incorporarme a mi trabajo. Como al sentirme triste camino mirando al suelo, se me cruzó la vieja caja de zapatos. Y allí estaba él, sorteando mi paso. Al verlo, sentí vergüenza, y tuve la imperiosa necesidad de escribir lo anterior, de reflejar de alguna manera la gran crueldad hacia quienes, como en este caso, carecen -no de medio de vida, que también- sino de piernas y brazos. ¿Qué sería de mi sin mis piernas y sin mis brazos? ¿Y arrastrar esa cruz toda la vida? Hoy pensé, no sé muy bien por qué razón, pues me lo encuentro casi todos los días, cómo podría vivir yo en su lugar; cómo se puede sobrevivir con el desprecio de los demás encima de tu cabeza. Si ya sé, muchas veces les "tiramos" (dar es otra cosa) unas monedas y seguimos tan tranquilos; pero muchas más veces tenemos prisa y aceleramos el paso. Nadie se para a preguntarle su nombre, ni si tiene familia, ni mucho menos qué piensa. Y lo único que no tiene son piernas y brazos.