Mi nuevo domicilio me obliga a atravesar cada mañana el Paseo de Begoña y en él me topo con personajes de lo más variopinto y opuesto. Algunos días me encuentro con Miguel, un chicarrón de edad indefinida –tal vez 30, tal vez 40-, con mentalidad de niño. A Miguel lo conocí en mi época de voluntariado en la Cocina Económica, de la que era usuario. De esto hace ya seis o siete años. Miguel es grande, por una enfermedad creció desgarbado, sin proporción. O, en todo caso, el cuerpo creció desmesuradamente a lo alto en detrimento de un cerebro que quedó estancado en la infancia: Miguel es retrasado. Camina, no sé si para disimular sus desproporciones o sencillamente para no descoyuntar su extraño cuerpo, encorvado. Tiene unos pies grandes, también grandes son sus manos. Y le faltan la mayor parte de los dientes, los que le quedan, cuando se ríe, le dan un aire de conejo. No controla muy bien las babas que con frecuencia resbalan por la comisura de los labios –ya diré por qué eso es importante señalarlo- y su nariz no suele estar limpia. Pero Miguel es tremendamente cariñoso, agradecido. Miedo me da cuando me ve desde la otra acera, porque entonces cruza a toda velocidad por la calle que da al Paseo -entre los coches- con una única finalidad: darme un beso. Ni que decir tiene que muestra una gran alegría al verme y que el beso va acompañado de babas que me dan cierto repelús, pero que aguanto estoicamente, porque será sin duda la muestra de cariño más sincera que recibiré en todo el día. Algunas veces me mira fijamente y me pregunta: ¿Puedo tocarte la cara? Ante mi afirmación me pasa su mano áspera reiteradas veces, a la vez que me dice: Guapa, guapa, que guapa eres. Luego sonríe con agradecimiento y sigue a toda velocidad con grandes zancadas y un balanceo de brazos que hace que los transeúntes le abran paso. Tardo un poco en reponerme, principalmente en secarme la humedad que dejan sus babas en mi cara.
Otro personaje que me cruzo con frecuencia -no le epondré nombre, aunque lo tiene- va enfundado en un traje impecable y pasa estirado junto a mí simulando que no me ve. Se trata de un ex amigo que en su día intentó establecer una relación conmigo y ante mi más absoluta negativa, con probabilidad herido en su orgullo de macho conquistador, finge no conocerme. Es uno de esos tipos que piensan que porque son fulano de tal, visten traje y corbata y van de guapitos, piensan que todas las féminas tienen que doblegarse ante sus encantos. Que para mí no los tiene y me temo que para su mujer ya tampoco. La verdad es que la compadezco, porque no ha de ser nada fácil convivir con un hombrecillo que está a ver a quién pilla para contarle lo infeliz que es en su matrimonio, lo especial que tú eres y bla, bla, bla.
Y ya cuando estoy a punto de abandonar el Paseo me encuentro con Valentín, el vendedor de cupón. Está sentado en su banqueta, siempre alegre. Me recibe con un cantarín buenos días, que tal. Unas veces hablamos del tiempo, otras aprovecha para contarme algún problema familiar o los planes para el fin de semana. Luego me obliga a elegir un cupón y se lamenta de que no me toque nunca. Traté de explicarle sin éxito–difícil de comprender, lo sé- que si compro es porque considero que con ello estoy poniendo mi granito de arena en esa cadena de trabajadores que somos los currantes. Los dos lo somos. ¡Oye, y si me toca! Pues mejor que mejor, pero ciertamente ese no es mi primordial objetivo. Con la poca fe que le pongo no me tocará nunca, así que dejo la puerta abierta a eso de desafortunada en el juego... ¡Ale, a esperar el amor! Ya me considero de todas formas afortunada al poder compartir con él esos dos o tres minutos de charla. De Valentín hecho mano cuando tengo que tengo que levantar el ánimo, en esos días grises que me dirijo a mi trabajo sin ganas. Él está siempre alegre, se siente afortunado, no se queja aunque tenga que pasar el día al aire libre, bajo un soportal, sentado en una humilde banqueta, aguantando el frío y el calor. ¿De qué me puedo quejar yo? La vida siempre me ha dado las más sabias lecciones a través de personas como Miguel y como Valentín. Y, por qué no, también de quien un día fue mi amigo y ahora ni me conoce he aprendido algo: lo que no quiero ser, a quién no quiero parecerme nunca.