Hubo un tiempo en el que los colonizadores se imponían a los colonizados sometiéndolos por la fuerza. Todavía persisten esas formas violentas de dominación, todavía existen colonizaciones. En los países más desarrollados, y con democracias consolidadas, también se sigue intentando conquistar las mentes. Pero en vez de la imposición, los poderes que tratan de subyugar, sean éstos políticos, económicos o religiosos, utilizan la seducción. Los sojuzgadores hace ya tiempo que han descubierto que la sutil persuasión es la mejor manera de colonizar, pues reduce la resistencia del sometido de forma más efectiva y duradera que la que se consigue a través de la brutalidad de las armas.
Una de estas nuevas formas de colonización, a la que nadie parece dar importancia, es la que insiste en inculcar a las niñas la creencia de que deben ser personas reducidas al hogar, al cuidado de sus hijos y a la atención de su belleza. Pretenden que las niñas vuelvan a ser lo que eran antes de que las mujeres empezaran a reivindicar su emancipación. Se está intentando perpetrar un retroceso histórico. ¿Cómo se realiza esta inculcación? De una manera muy sencilla y muy eficaz al mismo tiempo: a través de esos objetos que se destinan al entretenimiento de los más pequeños que llamamos juguetes.
Lo que se había conquistado con un inmenso esfuerzo y sufrimiento, y no sólo para las mujeres, sino para toda la humanidad, está experimentando un preocupante desmoronamiento. Para comprobar esta afirmación, no hay más que contemplar los catálogos de juguetes de los grandes centros comerciales. Mírenlos con atención. Obsérvenlos con detenimiento. Analícenlos con cuidado. Fíjense bien, pues no ofertan juguetes, ofertan concepciones del mundo.
En ellos está muy claro lo que quieren que sean las mujeres. Todo aquello con lo que tientan a las niñas es rosa. Son de ese color las cocinitas, las lavadoras, los patinetes, los teléfonos, las bicicletas, las cámaras de fotos, las cafeteras, los castillos, las aspiradoras, los disfraces y hasta el globo terráqueo. El mundo que prefiguran para ellas esos juguetes es el del hogar y el del cuidado de los bebés como ocupación predominante, y el de la belleza como cualidad relevante. Los «inocentes» juguetes quieren diseñar para el futuro de las niñas una nueva cárcel rosa. El rosa se ha convertido en el color dominante de la nueva dominación.
Una mayoría apabullante de estos juguetes condicionantes les asegura a las niñas que su imagen física va a ser decisiva para triunfar en la vida y que deben, por lo tanto, dedicar una parte importante de su tiempo a cuidar su atractivo. Aparte de condicionar las opciones de las niñas, de reducir su potencial como seres humanos, esta obsesión inculcada por los modelos de belleza va a tener un enorme coste de insatisfacción y sufrimiento.
Pero hay mucho más que los juguetes: un gran número de editoriales infantiles se han sumado con entusiasmo a la colonización rosa. Lo podemos comprobar recorriendo librerías. Hay una auténtica saturación de libros de ese color pastel en los que predominan los dedicados a las princesas. Centenares de textos se esfuerzan en convencer a las niñas de que es fundamental que cultiven su coquetería como auténticas princesas, que deben esmerarse en la dedicación a su pelo, a su rostro, a sus uñas o a sus modales para ser dignas de un príncipe.
Y no es casualidad que el adoctrinamiento rosa de los juguetes, libros y películas venga acompañado de un reforzamiento de las teorías que tratan de justificar esta reducción de las mujeres, porque, como afirman sus defensores, «está probado» que las predilecciones de las niñas vienen dictadas por su biología, que están inscritas en sus genes, vamos. Llegan a asegurar que escogen el rosa por naturaleza; que son más incapaces para las ciencias y las matemáticas por naturaleza; que son, por naturaleza, cuidadoras de niños y amas de casa, y, en fin, que por naturaleza deben someterse a los designios masculinos. Esto da respaldo a una de las mayores lacras de nuestra sociedad: la violencia contra las mujeres. Y no sólo les da respaldo, sino que en esas concepciones se encuentra la raíz de ese mal.
Un portavoz de la compañía Disney aseguraba sin abochornarse: «Creemos que para la gran mayoría de las niñas pequeñas poner en práctica la fantasía de ser una princesa es un deseo innato. Les gusta disfrazarse, representar ese papel. Es un deseo genético el que les guste el rosa». Poner en duda estas teorías sobre las diferencias innatas entre mujeres y hombres puede resultar peligroso, dada la vehemencia y la agresividad creciente de sus defensores.
En el libro titulado «Muñecas vivientes, el regreso del sexismo», Natasha Walter realiza un análisis sereno y razonado -lo que se agradece de veras- sobre la situación de la mujer en la actualidad. En este libro sin desperdicio, escrito en excelente estilo periodístico, su autora detalla las características del nuevo sexismo y revisa, una a una, las teorías científicas que establecen esas diferencias contraponiéndolas a las investigaciones que las refutan. El resultado comparativo de estos estudios es que no hay evidencias concluyentes que avalen esas «probadas» preferencias innatas ni en las niñas ni en los niños. Es un necesario libro contra la ignorancia, contra esos prejuicios y mitos tan difíciles de erradicar.
El futuro rosa que se desea imponer a nuestras niñas, con todo lo que supone, responde a visiones muy pobres y reducidas de lo que deben ser las mujeres y los hombres. Nadie pide que ellas no puedan escoger el rosa, sino que no se convierta en su única opción. Lo que queremos hombres y mujeres que trabajamos por la igualdad es que las niñas puedan elegir, igual que deberían poder hacerlo los niños, entre toda la amplia gama de los colores. Que puedan ser, sin necias limitaciones sexistas, seres humanos autónomos. Es decir, que puedan convertirse no en lo que el colonialismo rosa quiere que sean, sino en lo que ellas y ellos quieran ser.
Una de estas nuevas formas de colonización, a la que nadie parece dar importancia, es la que insiste en inculcar a las niñas la creencia de que deben ser personas reducidas al hogar, al cuidado de sus hijos y a la atención de su belleza. Pretenden que las niñas vuelvan a ser lo que eran antes de que las mujeres empezaran a reivindicar su emancipación. Se está intentando perpetrar un retroceso histórico. ¿Cómo se realiza esta inculcación? De una manera muy sencilla y muy eficaz al mismo tiempo: a través de esos objetos que se destinan al entretenimiento de los más pequeños que llamamos juguetes.
Lo que se había conquistado con un inmenso esfuerzo y sufrimiento, y no sólo para las mujeres, sino para toda la humanidad, está experimentando un preocupante desmoronamiento. Para comprobar esta afirmación, no hay más que contemplar los catálogos de juguetes de los grandes centros comerciales. Mírenlos con atención. Obsérvenlos con detenimiento. Analícenlos con cuidado. Fíjense bien, pues no ofertan juguetes, ofertan concepciones del mundo.
En ellos está muy claro lo que quieren que sean las mujeres. Todo aquello con lo que tientan a las niñas es rosa. Son de ese color las cocinitas, las lavadoras, los patinetes, los teléfonos, las bicicletas, las cámaras de fotos, las cafeteras, los castillos, las aspiradoras, los disfraces y hasta el globo terráqueo. El mundo que prefiguran para ellas esos juguetes es el del hogar y el del cuidado de los bebés como ocupación predominante, y el de la belleza como cualidad relevante. Los «inocentes» juguetes quieren diseñar para el futuro de las niñas una nueva cárcel rosa. El rosa se ha convertido en el color dominante de la nueva dominación.
Una mayoría apabullante de estos juguetes condicionantes les asegura a las niñas que su imagen física va a ser decisiva para triunfar en la vida y que deben, por lo tanto, dedicar una parte importante de su tiempo a cuidar su atractivo. Aparte de condicionar las opciones de las niñas, de reducir su potencial como seres humanos, esta obsesión inculcada por los modelos de belleza va a tener un enorme coste de insatisfacción y sufrimiento.
Pero hay mucho más que los juguetes: un gran número de editoriales infantiles se han sumado con entusiasmo a la colonización rosa. Lo podemos comprobar recorriendo librerías. Hay una auténtica saturación de libros de ese color pastel en los que predominan los dedicados a las princesas. Centenares de textos se esfuerzan en convencer a las niñas de que es fundamental que cultiven su coquetería como auténticas princesas, que deben esmerarse en la dedicación a su pelo, a su rostro, a sus uñas o a sus modales para ser dignas de un príncipe.
Y no es casualidad que el adoctrinamiento rosa de los juguetes, libros y películas venga acompañado de un reforzamiento de las teorías que tratan de justificar esta reducción de las mujeres, porque, como afirman sus defensores, «está probado» que las predilecciones de las niñas vienen dictadas por su biología, que están inscritas en sus genes, vamos. Llegan a asegurar que escogen el rosa por naturaleza; que son más incapaces para las ciencias y las matemáticas por naturaleza; que son, por naturaleza, cuidadoras de niños y amas de casa, y, en fin, que por naturaleza deben someterse a los designios masculinos. Esto da respaldo a una de las mayores lacras de nuestra sociedad: la violencia contra las mujeres. Y no sólo les da respaldo, sino que en esas concepciones se encuentra la raíz de ese mal.
Un portavoz de la compañía Disney aseguraba sin abochornarse: «Creemos que para la gran mayoría de las niñas pequeñas poner en práctica la fantasía de ser una princesa es un deseo innato. Les gusta disfrazarse, representar ese papel. Es un deseo genético el que les guste el rosa». Poner en duda estas teorías sobre las diferencias innatas entre mujeres y hombres puede resultar peligroso, dada la vehemencia y la agresividad creciente de sus defensores.
En el libro titulado «Muñecas vivientes, el regreso del sexismo», Natasha Walter realiza un análisis sereno y razonado -lo que se agradece de veras- sobre la situación de la mujer en la actualidad. En este libro sin desperdicio, escrito en excelente estilo periodístico, su autora detalla las características del nuevo sexismo y revisa, una a una, las teorías científicas que establecen esas diferencias contraponiéndolas a las investigaciones que las refutan. El resultado comparativo de estos estudios es que no hay evidencias concluyentes que avalen esas «probadas» preferencias innatas ni en las niñas ni en los niños. Es un necesario libro contra la ignorancia, contra esos prejuicios y mitos tan difíciles de erradicar.
El futuro rosa que se desea imponer a nuestras niñas, con todo lo que supone, responde a visiones muy pobres y reducidas de lo que deben ser las mujeres y los hombres. Nadie pide que ellas no puedan escoger el rosa, sino que no se convierta en su única opción. Lo que queremos hombres y mujeres que trabajamos por la igualdad es que las niñas puedan elegir, igual que deberían poder hacerlo los niños, entre toda la amplia gama de los colores. Que puedan ser, sin necias limitaciones sexistas, seres humanos autónomos. Es decir, que puedan convertirse no en lo que el colonialismo rosa quiere que sean, sino en lo que ellas y ellos quieran ser.
(Artículo publicado en el diario La Nueva España)
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