El farmacéutico, a gritos desde la rebotica, ante mucha gente que allí
esperaba, le dijo: “Caballero, caballero,
no tenemos los supositorios que usted ha pedido, los de su talla, y hay que
hacérselos a la medida”.
(Lo contó el ovetense Sebastián
Miranda, escultor)
Terminó la
feria taurina de Gijón y, como siempre, el éxito de “de público y de taquillas”
fue total. Se vio la Monumental de “El Bibio” a rebosar de mantillas españolas,
de mantones de Manila, y de manolas y manolos del mismo color que el estofado de rabo de toro. Lo del “se vio” es
referencial y no presencial (por fotos de prensa) pues quien esto escribe no va
ni ve espectáculos bárbaros, conformándose con la Tauromaquia de salón, también
de muchos cornúpetos y de zafarranchos
de mamoneos.
Lo de
Monumental es natural en una villa, Gijón, de tantos monumentos y de gigantes
monumentales. Y si la Plaza de Toros es la Monumental por excelencia, hay otras
muchas “monumentales”, como la de la sidra: el gran botellón, instalado en el
Muelle. A ese botellón voy y de ese botellón vengo, desde siempre; más ahora
por lo que acabo de saber: que la palabra
“sidra” procede del hebreo “shejar”, que significa “bebida fuerte” (página
163 del libro Los judíos y las palabras”
de Amos Oz, Editorial Siruela, 2014). Siempre se supo que la manzana (por lo de
Eva) era fruto del Paraíso, bíblico y mesopotámico, y ahora se sabe que la
sidra también lo es, lo que explica misterios, misterios de Gijón. ¡Viva la Fiesta Nacional y la de la sidra!
¡Letizia, Letizia, que es alegría en latín (laetitia)!
Que la villa
de Gijón y la ciudad de Oviedo son complementarias es repetido por los abundantes polígrafos e ilustrados, los de
antes y de ahora, separados o en caterva, con residencia en ambos poblados;
y complementarias, naturalmente, en lo taurino. Es indiscutible que hoy la Villa
(Gijón) es la reina, la reina en el arte de lidiar o lancear acémilas, con
astas o sin ellas, pues en la Villa sigue habiendo toros –que en alguna corrida
de las del abono falten toros es de despiste circunstancial-.
Oviedo, que es
ciudad gustosa del diminutivo en “in” –excepción de los carbayones que termina
en “ones”- se fue quedando sin toros acémilas, poco a poco. El “Coso” de
Buenavista fue de tarde taurinas con gloria y triunfos; tardes aquellas en las
que a la Plaza de Toros se subía, o en tranvía (línea de Colloto al Alto de Buenavista,
escalando por la Vega y paseándose por Uría, antes de trepar por Toreno), o en
autobús telonero (con techo de lona), que salía del Paseo de Los Alamos, resoplando
como arrastrado por Santa Cruz. Hoy, aquel “Coso” es una “cosina”, nada. ¡Pensar
que allí hasta toreó un Mondeño II, el “colgate”, que, por tribulaciones vocacionales,
colgó primero las taleguillas de torero por las faldas albinas de los hijos Santo
Domingo, colgando después éstas.
Y Gijón no
tuvo lo que tuvo Oviedo: un torero muy torero, un autentico torerazo. Es verdad
que en Gijón nacieron toreros, pero nada comparables al ovetense, que se
llamó don Julián Cañedo Longoria. La excepcionalidad de don Julián
resulta de un cúmulo de portentos o maravillas.
Nació en
Campomanes, calle, sin duda, muy principal, y de cunas muy ilustres; nacieron
casi enfrente don Julián, a la derecha (bajando), y don Ramón Pérez de Ayala, a
la izquierda, que tan amigos fueron, y a los que se unió otro ovetense, célebre
y muy gamberro: don Sebastian Miranda. Fue don Julián de familia noble y
linajuda “¡Cuánto me gustaría tocar sus linajes!” – dijo el varón enamorado a
la condesa de Vía Manual y del Palancar-. El
ovetense torero se hizo cañí, se puso una corbata colorá y aprendió caló para casarse con una gran dama, una
princesa: una noble y bella gitana.
Fue todo junto,
marido y amante; algo que ocurre muy pocas veces (ser marido y amante). Aún,
todavía, se cuenta en la calle Campomanes, habiendo trascurrido muchas decenas
de años, que, cuando don Julián trajo a presentar a su esposa gitana –la llevó
incluso a Luanco de veraneo-, los hombres se maravillaban del pompis o trasero despampanante de la caló,
tieso y empinado como dos pechugas de pichones. Lo que pensaron las mujeres
del contoneo de la gitana, levantando tormentas con su abanico, no es para
dicho ahora, aquí irrepetible; y las mismas que no hacían otra cosa que rezar el
oremus y comprar botones en La más barata”. Años atrás se vivió otro
amor apasionado: el de Anita Delgado y
el maharajá de Kapurtala.
El torerismo
de don Julián dividió a la crítica y doctrina especializada, pues unos decían
que su toreo era de estilo clásico y otros que era de estilo gitano; que si era
de Belmonte o de Joselito, de Bombita o de Machaquito, o de Rafael el Gallo. Y
de su toreo tenemos la crónica de don Gregorio Corrochano, fedatario taurino, publicada
en el ABC de 17 de mayo de 1917: “Lo verdaderamente extraordinario y asombroso fue la manera de matar de
Cañedo. No conozco a ningún torero que domine esta suerte como él. Es un
matador estupendo, de los que matan con la mano izquierda, o sea, con la
muleta. A su primero le dio con la muleta en el hocico y metió el estoque algo
trasero; salió limpiamente por el costillar; cruzó muy bien”.
Y más aún: Don
Julián Cañedo escribió un libro, que, en aquel tiempo, era algo (escribir un
libro) muy selectivo; no como ahora, que es tan abundante como la “mocosidad”
de los pavos, unos pavos que sólo repiten: ¡Glú, glú y glú! Por frecuentar el carbayón
el Café Fornos de Madrid, de pájaros
bohemios y de damas “horizontales”, conoció
al manco y capeador, don Ramón María de Valle Inclán y Montenegro, de melena merovingia
y barbas no de chivo, sino de Santo.
Don Ramón
repetía a gritos:
--Para
escribir libros, don Julián, hay que ser manco, como Cervantes y como yo;
entérese, entérese.
--Y ¿cómo
puedo escribir un libro –preguntó el torero- si no soy manco?
--Pues,
póngase una capa, sea capeador, que es el abrigo de los mancos, y aunque no sea
manco, lo parecerá –le contestó el Valle.
Don Julián se
puso la capa, cogió el estoque y escribió el libro. Fue hombre de espadas y de letras.
Se continuará
con lo del libro.
FOTOS TORERAS DEL AUTOR
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