Estoy jodido, completamente jodido, y
perdona lo impuro de este participio pasivo en gracia a su poder gráfico.
Oviedo está sumido en una apacibilidad de
sepulcro que es una delicia. Aquí no pasa nada.
Don
Ramón Pérez de Ayala (en 1905).
Don Ramón
Pérez de Ayala, don Sebastián Miranda y don Julián Cañedo Longoria fueron ovetenses,
muy amigos y estudiosos de Leyes, aquí, en la Universidad del inquisidor
Valdés. Los tres fueron dandis, unos arbiter
elegantiarum, del estilo de un Wilde o de un Beaudelaire, con mucho señorío,
bastante de bohemia y golfería, sólo la necesaria. Don Ramón, don Sebastián y don Julián no fueron pisaverdes ni lechuguinos ni gilis ni lilas ni lindos ni
tarugos ni neo-nobles, con amores arrebatados por la Tauromaquia torera, la de la
danza y el movimiento entre los “cuernazos” de la acémila; ese es el peligro del torerismo.
Y eso nada tiene
que ver con la otra Tauromaquia (también con mayúscula), la de permanecer quieto,
ser estatua, no hacer nada ni siquiera moverse, y de esa imperturbable manera,
como don Tancredo López, albañil, aguantar las
tarascadas de la bestia cornúpeta; ese es el peligro del tancredismo. Torerismo y tancredismo, que trascienden
lo taurino y con importantes significaciones. Pudiera ser que el quid de la
vida –uno de ellos, importante- esté en saber cuándo hay que ser torero, cuándo
Tancredo, y cuándo, acaso, ser los dos a la vez. Muchas veces me pregunto qué
soy, si torero o tancredo; y usted, lector mío, ¿se lo preguntó alguna vez? ¡Quién
será preferible, un político torero o un político tancredo?
Don Ramón, don
Sebastián y don Julián, payos, paillos o busnés, fueron embrujados por la buenaventura y
el fario de los “calós”, los gitanos
y la gitanería. Su torerismo, más que el clásico, fue el de los gitanos como Cagancho,
“El Gallo”, “Gitanillo” y el “Pasmo de Triana” (Belmonte) –este último no fue
gitano, aunque estuvo muy cerca de serlo-. Don Ramón Pérez de Ayala llegó a
escribir dos pequeños ensayos: “Los Gitanos” y “Prácticas de los gitanos”, en
los que recuerda que, para la Inquisición española, los gitanos eran “gente
barata y despreciable” (éste, don Ramón,
siempre fue anticlerical y republicano).
Don Sebastián Miranda
fue siempre un lambión y, entre dulce y dolce
far niente, esculpió gitanas, sólo
gitanas. Y don Julián, que fue aristócrata de cepa, más o menos pura, llevó el
arte a su vida, casándose con una sultana, una cuchichi gitana, una ninfa de lindas trenzas, cual diosa de Homero ¡Cuál
poeta o teólogo, loco y sandío, escribió que las ninfas, como los angelitos, sólo
son rubias! Don Julián hasta escribió un libro taurino, que es un tomo con
lomos de azul intenso, placenteros y “gozosos” al tocamiento, estando los
bordes de las hojas bañados en oro, todo lo cual recuerda a los misales de
antes, los mismos que mi amigo don Jesús
Peláez, caballero cervantino como del siglo XVI e ilustrado jovellanista
como del siglo XVIII, compra en el Rastro dominical a precio barato. Mi amigo
es coleccionista de misales y yo de dramas litúrgicos del siglo XVII.
El libro de
un dandi tiene que ser original y no convencional, y ello de cabo a rabo, rabo de
toro o de cochino. Sólo un dandi puede titular su libro así: ”… De
toros”, que es de ingeniosidad gramatical, pues colocar los puntos suspensivos
delante y no detrás, no sabiendo lo que suspenden, es la pera y la repera
juntas. También sólo un dandi puede comenzar el libro así: “Voy a permitirme
una divagación sobre motivos
taurinos”, y ello porque los dandis sólo pueden vagar, han de ser vagos,
vagarosos, vagabundos y vaporosos, vagando siempre por fuera (extravagantes). El
afán por lo concreto, por el grano y el meollo, es cosa de snobs y de
trincones; por eso don Julián divaga y divaga, desde el principio al fin, en
asunto tan serio como es el taurino, que es de vida y muerte.
El “delantal” del libro –tal como llamó
don Francisco de Quevedo a los prólogos o prologuillos- lo puso don Valentín
Andrés Álvarez, economista, astrónomo y poeta, que resume muy bien: “Este libro
de Julián Cañedo es una larga lamentación, una elegía a la fiesta en trance de
desaparecer, en su autenticidad al menos…”. Y don Julián, en un arranque de
barbaridad, bruto y alborotado, desabrochándose, se lamenta a gritos: “ Entregamos
la fiesta a la menopáusica sensibilidad de unas cuantas forzosas vírgenes de
pelo panocha, que militan en la sociedad protectora de animales” (página 105).
¡Hombre, señor
conde don Julián, pasose de extravagancia, enloqueció! Las venerandas de las “Peñas Taurinas” de Gijón no se lo perdonarán
por lo importante que es lo femenino en el toreo, en el de plaza o el de salón.
Que, en la lucha entre el toro y el torero, resulta que el toro es el macho y el
torero la hembra, la que lancea con capotes, hace quites y faenas, menea la
franela o gamuza, gusta de los cascabeles, precisa de mozo de espadas, de peones
y subalternos, lleva moño y los únicos “machos”, oficialmente reconocidos al
torero, son unos cordones de atar, rematados en borlas, que cuelgan de la parte
baja de la taleguilla. Y el pobre toro es al que engañan, todo es un engaño, y
ello nada más que ve la luz, al salir de la tenebrosidad de los chiqueros.
No es casual
que los nombres de los toros sean muy machos y el de los toreros, muchas veces,
ambiguos: “Lagartijo”, “Gallito”, “El Salchicha”,”Talle de avispa” y muchos
“Conejitos”, incluso hubo hasta un “Conejito Chico”, que toreó en Oviedo, y se
llamó Rafael de Dios. Que un banderillero se apodara “El Pito”, fue algo
excepcional.
Y en el libro de don Julián hay poesía,
mucha poesía. Es poético lo del león y el tigre, que son “flechas vigilantes
que disparan el dardo de sus poderosas garras y mandíbulas sobre la
desprevenida víctima”; y lo de la araña es sublime:”Arquitecto sutil, atento y
terrible, que se aureola de perfidia para devorar a su víctima…” (de arácnidos
debía saber mucho don Julián Cañedo, pues el palacio del Marqués de la Rodriga,
el de la calle Campomanes, estaba lleno de ellos, así como de gallos y de
fantasmas). Frente a esas fieras, el toro resulta “que es fiero, pero que no es
una fiera, y que hace el son al que el lidiador se ha de doblegar”.
A partir del
capítulo IV, el escritor torista sigue divagando acerca de las tres partes o
tercios de la lidia, las llamadas suertes: la de varas, la de
banderillas y la muerte o la “suprema”. Y por lo de las suertes, recuerdo ahora a otro que también colocó al mundo en su
montera, el gran escrito José Bergamín, autor de “Mangas y capirotes”, que
escribió: “El arte de birlibirloque de torear, como todo arte verdadero,
tiene su verdad y su mentira, su trampa. Las verdades del arte de torear se
llaman suertes y en toda suerte hay la burla verdadera de un peligro”. Don José, castellano
barroco y más español que Góngora y Calderón, llevó su extravagancia hasta la
sepultura, pues fue enterrado en Fuenterrabía una mañana de septiembre de 1983,
arropado su féretro en la ikurriña y
acompañado de independentistas vascos (su fallecimiento ocurrió dos años y
siete meses después, en fecha trascendente, de haber cenado con él en casa del
escritor don Marcial Suárez.
Mis hermanos adoptivos de Gijón, por
eso más queridos, me recuerdan, reiterativos, los nombres de ilustres toreros
gijoneses. Les repito que me da igual; que si el ovetense don Julián sólo
hubiese sido torero, ni caso le hubiese hecho, ya que de toros, de toros,
apenas escribo.
FOTOS DEL AUTOR
EL
LIBRO DE UN TORERO
Estoy jodido, completamente jodido, y
perdona lo impuro de este participio pasivo en gracia a su poder gráfico.
Oviedo está sumido en una apacibilidad de
sepulcro que es una delicia. Aquí no pasa nada.
Don
Ramón Pérez de Ayala (en 1905).
Don Ramón
Pérez de Ayala, don Sebastián Miranda y don Julián Cañedo Longoria fueron ovetenses,
muy amigos y estudiosos de Leyes, aquí, en la Universidad del inquisidor
Valdés. Los tres fueron dandis, unos arbiter
elegantiarum, del estilo de un Wilde o de un Beaudelaire, con mucho señorío,
bastante de bohemia y golfería, sólo la necesaria. Don Ramón, don Sebastián y don Julián no fueron pisaverdes ni lechuguinos ni gilis ni lilas ni lindos ni
tarugos ni neo-nobles, con amores arrebatados por la Tauromaquia torera, la de la
danza y el movimiento entre los “cuernazos” de la acémila; ese es el peligro del torerismo.
Y eso nada tiene
que ver con la otra Tauromaquia (también con mayúscula), la de permanecer quieto,
ser estatua, no hacer nada ni siquiera moverse, y de esa imperturbable manera,
como don Tancredo López, albañil, aguantar las
tarascadas de la bestia cornúpeta; ese es el peligro del tancredismo. Torerismo y tancredismo, que trascienden
lo taurino y con importantes significaciones. Pudiera ser que el quid de la
vida –uno de ellos, importante- esté en saber cuándo hay que ser torero, cuándo
Tancredo, y cuándo, acaso, ser los dos a la vez. Muchas veces me pregunto qué
soy, si torero o tancredo; y usted, lector mío, ¿se lo preguntó alguna vez? ¡Quién
será preferible, un político torero o un político tancredo?
Don Ramón, don
Sebastián y don Julián, payos, paillos o busnés, fueron embrujados por la buenaventura y
el fario de los “calós”, los gitanos
y la gitanería. Su torerismo, más que el clásico, fue el de los gitanos como Cagancho,
“El Gallo”, “Gitanillo” y el “Pasmo de Triana” (Belmonte) –este último no fue
gitano, aunque estuvo muy cerca de serlo-. Don Ramón Pérez de Ayala llegó a
escribir dos pequeños ensayos: “Los Gitanos” y “Prácticas de los gitanos”, en
los que recuerda que, para la Inquisición española, los gitanos eran “gente
barata y despreciable” (éste, don Ramón,
siempre fue anticlerical y republicano).
Don Sebastián Miranda
fue siempre un lambión y, entre dulce y dolce
far niente, esculpió gitanas, sólo
gitanas. Y don Julián, que fue aristócrata de cepa, más o menos pura, llevó el
arte a su vida, casándose con una sultana, una cuchichi gitana, una ninfa de lindas trenzas, cual diosa de Homero ¡Cuál
poeta o teólogo, loco y sandío, escribió que las ninfas, como los angelitos, sólo
son rubias! Don Julián hasta escribió un libro taurino, que es un tomo con
lomos de azul intenso, placenteros y “gozosos” al tocamiento, estando los
bordes de las hojas bañados en oro, todo lo cual recuerda a los misales de
antes, los mismos que mi amigo don Jesús
Peláez, caballero cervantino como del siglo XVI e ilustrado jovellanista
como del siglo XVIII, compra en el Rastro dominical a precio barato. Mi amigo
es coleccionista de misales y yo de dramas litúrgicos del siglo XVII.
El libro de
un dandi tiene que ser original y no convencional, y ello de cabo a rabo, rabo de
toro o de cochino. Sólo un dandi puede titular su libro así: ”… De
toros”, que es de ingeniosidad gramatical, pues colocar los puntos suspensivos
delante y no detrás, no sabiendo lo que suspenden, es la pera y la repera
juntas. También sólo un dandi puede comenzar el libro así: “Voy a permitirme
una divagación sobre motivos
taurinos”, y ello porque los dandis sólo pueden vagar, han de ser vagos,
vagarosos, vagabundos y vaporosos, vagando siempre por fuera (extravagantes). El
afán por lo concreto, por el grano y el meollo, es cosa de snobs y de
trincones; por eso don Julián divaga y divaga, desde el principio al fin, en
asunto tan serio como es el taurino, que es de vida y muerte.
El “delantal” del libro –tal como llamó
don Francisco de Quevedo a los prólogos o prologuillos- lo puso don Valentín
Andrés Álvarez, economista, astrónomo y poeta, que resume muy bien: “Este libro
de Julián Cañedo es una larga lamentación, una elegía a la fiesta en trance de
desaparecer, en su autenticidad al menos…”. Y don Julián, en un arranque de
barbaridad, bruto y alborotado, desabrochándose, se lamenta a gritos: “ Entregamos
la fiesta a la menopáusica sensibilidad de unas cuantas forzosas vírgenes de
pelo panocha, que militan en la sociedad protectora de animales” (página 105).
¡Hombre, señor
conde don Julián, pasose de extravagancia, enloqueció! Las venerandas de las “Peñas Taurinas” de Gijón no se lo perdonarán
por lo importante que es lo femenino en el toreo, en el de plaza o el de salón.
Que, en la lucha entre el toro y el torero, resulta que el toro es el macho y el
torero la hembra, la que lancea con capotes, hace quites y faenas, menea la
franela o gamuza, gusta de los cascabeles, precisa de mozo de espadas, de peones
y subalternos, lleva moño y los únicos “machos”, oficialmente reconocidos al
torero, son unos cordones de atar, rematados en borlas, que cuelgan de la parte
baja de la taleguilla. Y el pobre toro es al que engañan, todo es un engaño, y
ello nada más que ve la luz, al salir de la tenebrosidad de los chiqueros.
No es casual
que los nombres de los toros sean muy machos y el de los toreros, muchas veces,
ambiguos: “Lagartijo”, “Gallito”, “El Salchicha”,”Talle de avispa” y muchos
“Conejitos”, incluso hubo hasta un “Conejito Chico”, que toreó en Oviedo, y se
llamó Rafael de Dios. Que un banderillero se apodara “El Pito”, fue algo
excepcional.
Y en el libro de don Julián hay poesía,
mucha poesía. Es poético lo del león y el tigre, que son “flechas vigilantes
que disparan el dardo de sus poderosas garras y mandíbulas sobre la
desprevenida víctima”; y lo de la araña es sublime:”Arquitecto sutil, atento y
terrible, que se aureola de perfidia para devorar a su víctima…” (de arácnidos
debía saber mucho don Julián Cañedo, pues el palacio del Marqués de la Rodriga,
el de la calle Campomanes, estaba lleno de ellos, así como de gallos y de
fantasmas). Frente a esas fieras, el toro resulta “que es fiero, pero que no es
una fiera, y que hace el son al que el lidiador se ha de doblegar”.
A partir del
capítulo IV, el escritor torista sigue divagando acerca de las tres partes o
tercios de la lidia, las llamadas suertes: la de varas, la de
banderillas y la muerte o la “suprema”. Y por lo de las suertes, recuerdo ahora a otro que también colocó al mundo en su
montera, el gran escrito José Bergamín, autor de “Mangas y capirotes”, que
escribió: “El arte de birlibirloque de torear, como todo arte verdadero,
tiene su verdad y su mentira, su trampa. Las verdades del arte de torear se
llaman suertes y en toda suerte hay la burla verdadera de un peligro”. Don José, castellano
barroco y más español que Góngora y Calderón, llevó su extravagancia hasta la
sepultura, pues fue enterrado en Fuenterrabía una mañana de septiembre de 1983,
arropado su féretro en la ikurriña y
acompañado de independentistas vascos (su fallecimiento ocurrió dos años y
siete meses después, en fecha trascendente, de haber cenado con él en casa del
escritor don Marcial Suárez.
Mis hermanos adoptivos de Gijón, por
eso más queridos, me recuerdan, reiterativos, los nombres de ilustres toreros
gijoneses. Les repito que me da igual; que si el ovetense don Julián sólo
hubiese sido torero, ni caso le hubiese hecho, ya que de toros, de toros,
apenas escribo.
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