jueves, 3 de abril de 2014

"LOS POBRES DE MI CIUDAD", publicado en el diario "EL COMERCIO" (1/04/2014)

Muchas veces me pregunto si ser pobre será exclusivamente no tener recursos. Creo que esa es una manera de serlo, probablemente la más dura. Pero uno puede ser pobre de muchas formas, porque como reza el dicho popular, no sólo de pan vive el hombre. Esta última es una cuestión en la que no voy a entrar: doctores –o filósofos- tiene la iglesia. En este caso me voy a referir a aquellos que encuentro en el trayecto que va desde mi casa hasta el trabajo: los que llamo  de solemnidad, porque no tienen nada. Los tengo contabilizados hasta tal punto que  cuando me falta alguno lo hecho de menos.
En la calle 17 de agosto, en la puerta de un supermercado, sentada en cartones y tapada con mil mantas viejas y raídas, una mujer anciana –por no llamarla vieja que pude sonar despectivo-, coloca su puesto de recaudación. Llega acompañada por el que se supone es su marido, cargada de bolsas, poco después de que se abra el supermercado. Me consta que tiene donantes fijos, que le dan una barra de pan, algo de fruta, aceite… de ahí que venga con bolsas: para poder llevárselo después. Ni que decir tiene que es rumana.
Sigo por  Begoña, al lado de los Carmelitas. Ahí suele haber dos, algunas veces tres. A pie de escalera está Juan, esperando la beneficencia de quienes a primera hora acuden a rezar. A cambio de unas monedas les da los buenos días y les abre la puerta. Es un sitio bueno para pedir, me confesó un día bajando la cabeza y sin mirarme. No me extraña pues si algo nos enseñó Jesucristo es la práctica de la caridad. Estaría mal acercarse al templo y no dejar unas monedas en la mano que nos las pide…
 En el banco de enfrente –el primero del paseo-  está casi siempre que no llueve Joaquina, ella lo tiene más difícil, es alcohólica y se le nota. Fundamentalmente porque siempre está pegada a un cartón de vino perronero. Yo creo que no es un buen sitio para mendigar en esas condiciones, me consta que para algunos feligreses es una perdida. En cierta manera dan en el clavo: fue prostituta en el Llano. Pero ya no sirve para el oficio, es vieja, fea y le faltan los dientes. Personalmente considero que es la que más  lo necesita, pero se trata únicamente una apreciación mía.
A pocos metros una casi niña aún de ojos muy azules  estira la mano vestida de princesa, de princesa repudiada más bien. En un español apenas entendible se dirige a los viandantes pidiendo caridad. Es rumana y cada mañana su padre, o lo que sea, la lleva a ese “puesto de trabajo” en el que pasa casi todo el día. Supongo que el lugar le será rentable. Nunca he conseguido cruzar una palabra con ella, y lo intenté. Posiblemente una de las órdenes de quienes la explotan sea la de no hablar con nadie: lo cumple al pie de la letra.
A medio paseo un hombre de unos cincuenta años pide sentado en las escalerillas de una entidad bancaria, de ese lugar donde se supone está el dinero. Tiene como reclamo un letrero que dice que es español y que no tiene trabajo. Está claro que la mayor competencia está en los extranjeros. Utiliza para recaudar una caja de zapatos de cartón, no estira la mano como los otros. También debe de compensarle, porque lleva muchos meses en el mismo sitio.
Al final del paseo Alberto toca la guitarra y… por supuesto también pide. No importa que llueva, ni que haga un día de perros, él ahí está con su guitarra; ahora eléctrica, la ilusión de su vida me dijo. Le pagaron los atrasos de la ayuda social y se compró un instrumento de trabajo mejor –eso considera él que es-. Quería ser músico, lo intentó, pero terminó en la calle, como empezó Sabina, me apostilla cuando le expongo mis dudas de que pueda ser un buen oficio para su futuro.
En la cuesta de Begoña curiosamente no hay nadie implorando caridad. Pero apenas torcemos hacia la calle de los Moros, frente al kiosco de la ONCE, un señor bien vestido, de unos sesenta años solicita ayuda; se acompaña de un cartel  que dice que mejor es pedir que robar. Tiene razón. Y allí está un día tras otro, y de cuando en cuando pega la hebra con el vendedor del cupón. Es como de la familia, familia de la  calle, claro.
A cuatro pasos, en la misma calle de los Moros, a la puerta de un supermercado, idéntica escena a la primera que mencioné: una rumana muy mayor, entre harapos y bolsas estira la mano y, curiosamente, da los buenos días a todo el que pasa por su lado. No encuentro en el camino  más supermercados, pero la impresión que tengo  es que se trata de un grupo organizado de señoras mayores colocadas estratégicamente a las puertas de los puntos de venta de alimentación. Todas responden al mismo perfil: ancianas, rumanas, sentadas en cartones y cargadas de bolsas.
Concluyo mi periplo de pobres en el café del Instituto, donde tomo el café que me ayudará a sobrellevar la mañana. Por allí pasa siempre Luis, que no pide limosna, trabaja: intenta vender pañuelos de papel, balletas, bolígrafos, lo que cuadre. Y a este es al único que socorro, si así se puede llamar a mi exigua limosna. Le invito a un café con leche que él agradece más que unas monedas, porque entre sorbo y sorbo aprovecha para contarme sus pequeñas cosas, sus dificultades y alguna alegría que también tiene. De él sé que vive en Somió “con las hermanitas” –que dice-, que le tratan muy bien, pero considera que tiene que ganar algo y por eso después de desayunar se lanza a la calle a vender aquello que pueda comprar muy barato.  El último día que coincidimos me contó que estaba triste, porque antes tenía una habitación para él sólo y que ahora le habían puesto un compañero y que, claro, había perdido su intimidad. Y es que todos, hasta los más pobres tienen su dignidad. Cuesta dársela, lo reconozco, porque no siempre despiertan lástima, muchas veces –y a muchas personas que se dicen de bien- les repele tanta miseria. Todo forma parte de esta ciudad que es Gijón, y que, además, es la mía. Reconozco que soy bastante rara, y que más entretenido es pasar mirando escaparates que contando pobres. Pero, qué quieren que les diga, no puedo ser indiferente a nada de lo que sucede en la villa de Jovellanos.


                                                                           ISABEL MORO

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