domingo, 16 de diciembre de 2012

"LO ANTIGUO QUE MUERE Y LO NUEVO QUE NACE", artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ publicado en LA NUEVA ESPAÑA



                       
                                                          
 “Lo que el hombre hace, el hombre lo destruye
                                                                                   (San Agustín)

           
            Dos hechos diferentes, uno en octubre de 2008 y otro en octubre de 2012, provocaron un mismo efecto político: la suspensión, durante días, de la campaña electoral para la elección de Presidente de los Estados Unidos. El hecho de octubre de 2008 fue artificial u obra del hombre: el cataclismo y espanto financieros a partir de la quiebra de Lehman Brothers y la estafa del calavera Madoff, --Bernie, para los amigos, incluidos banqueros codiciosos y atolondrados--. Por el contrario, el hecho de octubre de 2012 fue natural (o sobrenatural), por ser obra de la naturaleza (o de Dios): el huracán Sandy.

            Es contradictorio que en los tiempos presentes, conocidos como los de la “Edad de Oro de la Ciencia”, con la seguridad de conocer casi todo y poder descubrir el resto, asombrados quedemos ante los hechos naturales y humanos que ocurren, al igual que Thalès, el de la Escuela de Mileto (Asia Menor), que, por los años seiscientos antes de Cristo, se asombró ante lo que veía o creía ver –en eso estuvo el origen de la Filosofía-. Y si los hechos y las ciencias naturales son de silencioso laboratorio, los hechos humanos y las llamadas ciencias humanas (y sociales), por ser de pensamiento y de letras, son de mucho ruido, cháchara (o “chachachá”) y palique.


            No es lo ocurrido en el año 2008 -más un derrumbe que una crisis- la causa inmediata por la que ahora, hoy y aquí, se traen a colación, tanto las comparaciones entre el Imperio romano y el americano, cuanto el papel desempeñado por el cristianismo y San Agustín en la caída de Roma (es muy interesante, por cierto, la etimología de la palabra “crisis”, procedente del lenguaje de la medicina griega, que es momento crucial, breve y nunca prolongado, a partir del cual se produce la muerte o su contrario, la curación del enfermo). La causa, pues, es otra: la reciente publicación de dos libros, aún calientes de imprenta; uno, de octubre último, del prestigioso economista francés Daniel Cohen, titulado Homo economicus (212 páginas), editado por Albin Michel; el otro, ganador del premio Goncourt, fallado el 7 de noviembre último, que es una novela del escritor tambien frances Jèrôme Ferrari, titulado El sermón sobre la caída de Roma (202 páginas), editado por Actes Sud.

Vayamos por partes: primera (1ª), con lo del Homo economicus. Los norteamericanos, fascinados al ver tantas películas hollywoodienses “de romanos”, y tal vez por ello, llevan décadas tratando de emparentar su realidad imperial -el ascenso y la caída- con las del extinto Imperio romano. A esa cuestión han vuelto los EE.UU con fuerza, en plena crisis de las subprime, un año antes de la debacle financiera de 2008. El Financial Times, el 18 de agosto de 2007, llegó a preguntarse: Are we Rome? (¿Somos romanos?). Esto, que es muy interesante y complicado, requiere muchos saberes, no bastando haber leído el clásico libro de Edward Gibbon. Y con ello surge, inevitablemente, el asunto del cristianismo (siglos IV y V), así como un personaje central: Agustín, obispo de Hipona (hoy la ciudad de Annaba, en Argelia).

Cohen, sin quemarse, revolotea en el capítulo III de su libro sobre el declive de los valores morales en Roma y en USA, sobre el providencialismo trasnochado de las respectivas élites, que pasaron por igual de una edad de freno y equilibrio a otra de ambición y codicia económicas. Si interesante es la comparación y semejanza sobre la importancia de la religión, el derecho de propiedad y el pasado esclavista romano y norteamericano, se refiere Cohen, sin profundizar, a dos hechos fundamentales de los declives imperiales o talones de Aquiles: una expansión militar en tierras extrañas y lejanas y, consiguientemente, unos déficits presupuestarios desmesurados. Y en esto surge ahora China, cuyos dardos dan en la diana imperial de Norteamérica.

Es sorprendente que China, hoy, sea para los EE.UU, tanto el amigo como el enemigo; la que, a la vez, los sostiene y amenaza. En lo referente a la amistad: que sea el Estado chino el que esté financiando, a través de su banca y por la compra de títulos de deuda (bonos), más de la tercera parte del gigantesco deficit norteamericano (decenas de billones de dólares), es prodigioso. Como recientemente se ha escrito (libro de Frachou y Vernet China contra Estados Unidos), es China, la China del Partido Comunista, la que permitió financiar las guerras de Irak y Afghanistan, “pagadas con la tarjeta de crédito china”. Que sean comunistas, chinos, los que en gran parte financiaron y financian las campañas bélicas de Norteamérica, no lo quieren oír los del Tea Party ni los europeos de la progresía “caviar”, antes muy de Mao.
           
            En lo referente a la enemistad: se dice que China no tiene pretensiones de hegemonía mundial; sí que las tiene respecto de Asia-Pacífico; por eso hacia allí ya “miran” los americanos. Se calcula que, en pocos años, 20.000 soldados (hay 30.000) americanos dejen Europa para desplazarse al Sudeste asiático, estando en construcción, en Australia, la que será su base militar mas importante en el exterior. Del hasta ahora euro-centrismo vamos, aceleradamente, hacia el “Asia-centrismo”: esa es la nueva geoestrategia y geopolítica. Por ello, es normal que Obama, nada más ser reelegido, haya viajado a Asia; por ello, es normal que Obama quiera reducir la dependencia financiera de EE.UU. respecto a China, de ahí el importante asunto del Fiscal Cliff y del llamado “precipicio presupuestario” (no es, descartable también una explosión económica y política en China).

Vayamos ahora, con la segunda parte (2ª), con lo del cristianismo. La novela de Jérôme Ferrari El sermón sobre la caída de Roma (los personajes principales son dos amigos corsos) es un recordatorio de la decadencia en el pensamiento de San Agustín. Primer gran filósofo y teólogo de la Historia, que, con ocasión del saqueo de Roma por Alarico y sus visigodos en el año 410, recordó, para consolación de sus fieles, la fragilidad de los reinos terrestres, y predicó su colosal Ciudad de Dios, de la que fue el arquitecto. Es controvertido y convulso el papel desempeñado por el cristianismo en la caída del viejo Imperio romano (oficialmente cristiano a partir del Emperador Teodosio en el año 380) y también en lo que nació después de aquél. Los paganos, entonces, y algunos historiadores (incluido Gibbon) culpan de ello a los cristianos -rechazarlo es el objeto de la primera parte de la Ciudad de Dios, que se identifica con la Iglesia de Cristo y de la caritas. Otros opinan lo contrario (también yo lo pienso y lo deseo), viendo en el cristianismo, no el derrumbe del Imperio, sino su contención y apoyo ante el vacío; puente entre lo que está muriendo y lo que va a nacer.

Ante el derrumbe actual, surgen, inevitablemente, complicadas preguntas, de difíciles y polémicas (guerreras) respuestas: ¿el cristianismo hoy, qué puede aportar? ¿Está en condiciones de ofrecer soluciones y apoyos, más allá de palabrerías y escrituras más o menos literarias? Los horizontes están borrosos y las nubes de tormentas aún sin despejar (ya avisamos, con mucha, mucha antelación, en el artículo Y la tormenta se desató sobre el Vaticano, publicado el 4 de abril de 2010). Ello debido a múltiples razones, unas externas y otras internas; entre éstas últimas están los comportamientos lamentables de una parte de la alta clerecía y una estructura gubernativo-eclesiástica, que data de la Antigüedad tardía y que propicia los escándalos, financieros y no financieros. Cuando dentro de unos días se felicite, con ocasión de la Navidad, a Benedicto XVI -mi bendito y Benedicto- en las majestuosas salas del Palacio Apostólico, algunos, algunos curiales, deberían ir vestidos, no con ropas de rojo martirial (cardenales), sino con hábitos de penitentes.

En el libro de Ferrari (página 20) se lee: “Para que un mundo nuevo surja, es preciso que previamente muera el antiguo y sabemos que el intervalo que los separa puede ser infinitamente corto o, por el contrario, tan largo que los hombres  han de aprender durante decenas de años  a vivir en la desolación”. En esto leemos y recordamos a San Agustín, echándole muy en falta. El sustancioso y reiterado magisterio de Benedicto XVI sobre San Agustín (su tesis doctoral, en 1954, sobre él versó), no es suficiente.

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