No me gusta hablar de política. En realidad, creo que nunca lo he hecho en ese medio. No me gustan los debates que de ella hablan en televisión, ni en la radio tampoco. Soy casi un ser apolítico, y digo “casi” porque todo pasa por, lo dicho, por la política. Entenderán que si no me ocupo del tema, pocas o nulas veces hablo de Zapatero. Lo que me convierte en una rareza como ciudadana. Pero esto no quiere decir que no tenga mi “política”, y no piense que estoy incrustada en un engranaje organizado por esa clase que nos gobierna y se ampara en unas ideologías. Todas muy dignas, aunque también cuestionables dependiendo del crisol bajo el que se las contemple. Dicho esto, que creo es no decir apenas nada. Sí me gustaría hablar de la corrupción: ni del caso Malaya, ni de la trama Gürtel, ni de los bolsos de Rita Barberá. Nada de eso afecta a la cotidianidad de mi vida, y tampoco de quien me pueda leer, de eso esto casi segura. Voy a hablar de las pequeñas corrupciones, de aquellas que se producen prácticamente a la puerta de casa. Son nimias insignificantes me dirán los avezados que son pequeñas corruptelas sin ningún valor. Empiezo: ¿quién no se ha aprovechado de unos cuantos folios de la oficina para uso personal?, ¿qué limpiadora no ha llevado del trabajo una botellita de lejía para limpiar en casa? ¿Y qué pasa con el tendero, que si puede te mete una fruta medio podrida? ¿Quién no ha escamoteado unos ingresillos en la Declaración de la Renta? ¿Tenemos asegurada a la chica que nos hace la limpieza? Y un largo etcétera de pequeñas trapisondas que, ciertamente, de suyo son bagatelas casi sin valor. Pero, ¿qué subyace tras esto? Mi abuela –que me enseño tantas cosas buenas- solía decirme que quien es capaz de robar un alfiler, si tiene ocasión se lleva la caja entera. Lo que traducido a la situación actual significa, ni más ni menos, que el pequeño estafador a medida que va teniendo más cosas a su alcance va incrementando sus hurtos, porque eso son, pese a su insignificancia. Todo ha sido quitado a otro, o a la colectividad. Pienso yo que los padres tenemos una gran labor que realizar en ese sentido, deberíamos de enseñar a nuestros hijos, o nietos, el valor de las cosas ajenas, el respeto que por ellas debemos tener. Son cuestiones que si no mamamos, ni no nos las inculcan en la más tierna infancia no seremos capaces de practicarlas en la edad adulta. Y la bola de la corrupción crece y crece sin detenerse jamás. A nada le damos importancia, nos creemos con derecho a todo. Y criticamos, criticamos sin piedad –con justicia, no tengo duda- las grandes corruptelas de nuestros políticos, sin pararnos a analizar las nuestras, que a lado de las suyas son ridículas, ciertamente. Pero es que toda nuestra vida es ridícula si miramos sus privilegios. Pero es la nuestra. Y a nuestro nivel también hay que ponerle honradez. Tal vez si la sociedad empieza a cambiar desde abajo un día nuestros tataranietos consigan un mundo mejor.
Voy a contar una historia familiar -aprovechando que mi madre no entra en el blog- que puede servir de ejemplo, tal vez la anécdota tiene tintes propios de un cuento infantil. Pero así sucedió. Fue una historia real que le hacía repetir una y mil veces a mi abuela y que incomodaba mucho a mi madre.
Era mi abuela una mujer alegre, sociable, simpática que visitaba con cierta frecuencia a una amiga, para más detalles modista. Y con asiduidad llevaba a la niña – a mi madre- que tendría 4 ó 5 años. Maribel se entretenía jugando con hilos, agujas, tijeras, lo propio de un taller de costura de la época. Una de esas tardes al volver a casa mi abuela observó que su niña llevaba algo en la mano que trataba de ocultar. La obligó a enseñárselo y, ¡sorpresa!: un dedal . Pero el dedal había sido robado. Cuenta mi madre que no la riño, simplemente le puso de nuevo el abrigo y volvieron a casa de la amiga. Maribel –mi madre- devolvió la pieza sustraída y pidió disculpas muy azorada. Desde entonces, ya tiene cerca de 80 años, nunca más hizo suyo nada que no le perteneciera. Cuenta que no la riñeron (en su época sería lo más normal), pero que la vergüenza que pasó fue tan grande que jamás osó llevarse nada de ningún sitio. Y de esa manera tan sencilla, con menos de cinco años, mi madre aprendió una lección de vida honrada que luego transmitió a sus hijas. Nosotras nunca olvidamos la historia del dedal. Porque la honradez empieza en las pequeñeces, incluso en las que no tienen valor. Por eso siempre digo a quien tiene niños pequeños que es en la infancia más tierna cuando las cosas importantes se aprenden para toda la vida.
Y todo lo anterior, que no deja de ser tremendo rollo, no tenía otra misión que tratar de explicar lo que pienso respecto a la corrupción de la que tanto se habla, creo que no estaría mal que empezásemos por ser honrados en las pequeñas cosas que nos rodean, ya que las grandes no están a nuestro alcance y lo único que podemos hacer es protestar. Cosa que no sirve de nada y nos pone de mal humor. Pero nuestra propia honradez nos hará felices. Tendremos la felicidad que proporcionan las cosas bien hechas.
Y ahora mi amigo dirá que vaya lección de moralina. Yo le diría que no es ese mi objetivo, que lo único que hago es plasmar aquí lo que siento y pienso.
Voy a contar una historia familiar -aprovechando que mi madre no entra en el blog- que puede servir de ejemplo, tal vez la anécdota tiene tintes propios de un cuento infantil. Pero así sucedió. Fue una historia real que le hacía repetir una y mil veces a mi abuela y que incomodaba mucho a mi madre.
Era mi abuela una mujer alegre, sociable, simpática que visitaba con cierta frecuencia a una amiga, para más detalles modista. Y con asiduidad llevaba a la niña – a mi madre- que tendría 4 ó 5 años. Maribel se entretenía jugando con hilos, agujas, tijeras, lo propio de un taller de costura de la época. Una de esas tardes al volver a casa mi abuela observó que su niña llevaba algo en la mano que trataba de ocultar. La obligó a enseñárselo y, ¡sorpresa!: un dedal . Pero el dedal había sido robado. Cuenta mi madre que no la riño, simplemente le puso de nuevo el abrigo y volvieron a casa de la amiga. Maribel –mi madre- devolvió la pieza sustraída y pidió disculpas muy azorada. Desde entonces, ya tiene cerca de 80 años, nunca más hizo suyo nada que no le perteneciera. Cuenta que no la riñeron (en su época sería lo más normal), pero que la vergüenza que pasó fue tan grande que jamás osó llevarse nada de ningún sitio. Y de esa manera tan sencilla, con menos de cinco años, mi madre aprendió una lección de vida honrada que luego transmitió a sus hijas. Nosotras nunca olvidamos la historia del dedal. Porque la honradez empieza en las pequeñeces, incluso en las que no tienen valor. Por eso siempre digo a quien tiene niños pequeños que es en la infancia más tierna cuando las cosas importantes se aprenden para toda la vida.
Y todo lo anterior, que no deja de ser tremendo rollo, no tenía otra misión que tratar de explicar lo que pienso respecto a la corrupción de la que tanto se habla, creo que no estaría mal que empezásemos por ser honrados en las pequeñas cosas que nos rodean, ya que las grandes no están a nuestro alcance y lo único que podemos hacer es protestar. Cosa que no sirve de nada y nos pone de mal humor. Pero nuestra propia honradez nos hará felices. Tendremos la felicidad que proporcionan las cosas bien hechas.
Y ahora mi amigo dirá que vaya lección de moralina. Yo le diría que no es ese mi objetivo, que lo único que hago es plasmar aquí lo que siento y pienso.
Caray Isabel ,vaya juego que da tu amigo,lo mandas a Benidorm, no es de "Gigia de toda la vida",llama moralinas a tus sabias reflexiones...
ResponderEliminarMe ha encantado la historia del dedal.A mi me paso algo muy similar pero con una galleta que la dueña me regalo con otras dos para que entendiera aun mejor la honradez y el premio que suponia hacer las cosas bien aunque supongo que lo que en realidad pasó fue que me vio tan colorado,tan apurado que...nunca olvido aquella leccion