Se llama Sara, tiene 88 años y hace cuatro perdió su libertad. Vive sentada en una silla. Se levanta muy pocas veces al día, y lo hace agarrada, con más voluntad que fuerza, a un taca taca. Los cinco escasos metros que separan la sala de estar de su habitación, pueden llevarle media mañana.
Siempre que la voy a ver, recuerdo el día que la llevé a la residencia. Para sacarla de su humilde casa, para convencerla de que debía abandonar aquellas cuatro paredes, le auguré toda suerte de beneficios: ya no estarás sola, te lo van a dar todo hecho, te iremos a ver muchas veces…Y ahora, cuando tengo fuerza para visitarla, veo en sus ojos una inmensa tristeza que me agita el alma. Durante los primeros meses me pidió volver a casa. Con alguien que me ayude será suficiente, me decía. En cada visita, me esgrimía una retahíla de convincentes razones para regresar. No era consciente de su inmovilidad, de que en su casa no había ascensor, de que no podía utilizar su bañera, ni hacer la comida, ni… No se daba cuenta que lo que me estaba pidiendo era un imposible. Pero entonces albergaba la esperanza del regreso. Poco a poco su mirada se fue entristeciendo, y los silencios fueron cada vez más largos. Ni ella tuvo ya argumentos, ni yo fuerza para convencerla de nada. Ahora, curiosamente, nos relacionamos sin apenas hablar: me mira, agacha la cabeza, y luego me pregunta: ¿Estáis todos bien? Pues bueno, eso es lo importe, añade. Y no sé qué decirle. Ya no soy su salvación: ya no tiene sitio para la esperanza. Y, sin embargo, lo único que hace es esperar. Esperar que den las diez para que la levanten, la una para comer, esperar que suene el timbre por si se trata de una visita… Esperar, sin esperanza. Y yo, sin saber qué decirle.
¡Inmensa tristeza, Sara! Lo sé.
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