Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, pero en el mismo instante en que aquel trago (cucharada de té) con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior.
Desde el ventanal del aula de Caligrafía (Colegio de Maristas de Oviedo (calle Santa Susana), se veía, enfrente, subir y bajar las escaleras del Instituto Casto (Alfonso II) a don Pedro Caravia, filósofo, con pantalones encogidos y muy justos, y con ostentación de calcetines. Don Pedro llevaba unos anteojos que eran –creo- como los del célebre Enopíto de Quiós, y siempre con la cazuela de su pipa colgada al “cazo”. También subía y bajaba por allí un cura, catedrático de Latín, con nombre de Papa emérito, exuberante en todo, a excepción de los pelos de la cabeza, de los que carecía por calvo; pertenecía a la sub-categoría de “los cuatro pelos”: los dos de atrás los ponía delante y los dos de la izquierda los pegaba a la derecha. En aquel tiempo, Ionesco, en Paris, terminaba de escribir La cantante calva.
La caligrafía –arte de chinos- la enseñaba el Hermano Hermilo, y los alumnos “caligrafiábamos” con plumines de tinta, naturalmente china. De aquellas clases, concentrado y pasmado -no obstante las maravillas que se veían por el ventanal-, me quedó un nosequé, acaso feeling, como dice Javi, que es mi asesor de banca privada, personalizada e integral. A propósito, se advierte que, según sentencia (Tribunal Supremo), hecha pública hace días, también es nulo, por usurario, el préstamo personal conocido, por unos, como el “Revolving Mediatis” y, por otros, como el “préstamo revolvín”…
Y es que, incluso ahora, cuando me armo con plumín o punta gruesa de BIC para escribir, es como si alucinase o levitase a lo místico: siento que el plumín o la punta del BIC, retorciendo su pescuezo, mira a mi cara, cara de pánico, ante el folio en blanco, como si me preguntase:
--Y esta vez de qué vas a escribir ¿de lo que sabes o de lo que ignoras? Y respondo: ¡Jolín que falta de misericordia!
Polvorones |
--Bueno, en cualquier caso –me aconseja el plumín-, sujétame bien y no me turbes más de lo justo; junta los dedos, muévelos con cuidado; tira sin brusquedades hacia arriba primero, y luego hacia abajo, no muevas la muñeca, y no te manches.
A Domingo, que así también se llamaba el quiosquero de la Estación del Norte (Oviedo), conocí un antes y un después. Era elegante y nada hortera, pues ni era rico ni ricachón; era simétrico (cosa difícil en aristócratas), pues sus dos ojos ( los de Domingo) miraban al mismo sitio y las orejas no eran de distinto tamaño, una más grande que otra.
Le conocí, primero, cuando me acercaba al quiosco, a meter una moneda de cincuenta céntimos de peseta en un artilugio, que parecía una batidora de las de entonces, lleno de bolas de anís y de colores atractivos, que, por grandes, parecían huevos. El proceso se desencadenaba con la introducción de la moneda y terminaba con el ruido de la bola caída, sonando seco y rotundo un “clock, clock”: loterías, bingos, las gotas en la vejiga.
"La caza de la perdiz, mal, muy mal" |
Conocí a Domingo también después, al comprar la revista Destino, en la que leía los artículos de viajes de Josép Plá, enterándome ahora que, cuando decía estar en Paris o Atenas, lo que estaba era encerrado en su Masía de Llofriú (Palafrugell). En Destino también escribía un tal Miguel Delibes, que lo hacía con ese estilo tan de profesor de Escuela de Comercio –eso era en aquel tiempo-, empeñado en enseñar a los lectores, por ejemplo, “Cómo cazar perdices” (desde entonces detesto las perdices, incluso las estofadas; prefiero las tórtolas).
También compraba La Gaceta Ilustrada, leyendo los artículos de don Pedro Laín, que escribió siempre lo mismo: los problemas del hombre y el humanismo. Cuando en 1999 escribió el libro ¡Qué es el hombre?, los “jovellanistas” de Gijón, le dieron un premio ¡normal! Y en la tal Gaceta don José María Pemán escribía poesías, que eran unas trolas inmensas, pasándole lo que a los célibes, que, al hacer lírica del amor, cantan que todas las muchachas están en flor.
Y también por el módico precio de tres duros, compraba la revista, con formato de periódico y letras grandes en verde, que se llamaba, inexplicablemente, El Ciervo, en la que se podían leer artículos nada sexudos y muy sesudos de un tal Ratzinger, luego “mi bendito Benedicto, sobre “Los sacramentos y otros signos de lo divino”.
"Eso es poderío y lo demás casi nada" |
Sacado el billete (al portador) en una máquina y ya casi en el andén, unas azafates --me recordaron las “azafatas de eventos” de la FADE en Convención sobre Innovación--, me dijeron que ese andén era sólo para los largos recorridos… Llegué, como de milagro, a Gijón y nada más salir de la Estación gijonesa (¡Zas!) topé con una carnicería arábiga, esquina a la Avenida de Portugal, de rótulo “Essadaca Hallal”, en la que entré y pregunté de dónde traen los corderos degollados: el matarife, arábigo, me dijo que no de Orán (Argelia), sino de la ribera del Pisuerga los pares y los impares de la del Bernesga (Ribera).
Y después de lo que antecede, más polvorín que polvorón, continúo. Nunca me gustó Marcel Proust; cuando leo al tal Marcelo siempre hace lo mismo: ponerse el pijama y meterse en la cama. Sus tacitas de té me dejan indiferente y los visillos de algodón de su dormitorio me acaloran. Pero el episodio de la magdalena –esto sí- me conmueve. Y es que me pasa algo parecido, pero con los polvorones, los mágicos polvorones.
Los desayuno en el Dólar, cuyo nombre es lo único americano de ese bar-restaurante -la barra es como de presbiterio-. Pero son unos polvorones que no están espachurrados, sin la envoltura con ese suave papel pastelero, con lazos en las extremidades, a rayas azules y rojas que al roce esponjan las yemitas de los dedazos. O sea, que no son de Estepa, pero también muy apropiados para combatir la sed en la aridez de los desiertos. Siento con los polvorones, lo que Proust con las magdalenas: cosas sublimes al inicio de mi jornada laboral.
La Balesquida (Oviedo |
Otro amigo es don Oscar Cuervo, del Restaurante “Casa Lito”, que me obsequia, sin parar, con empanadas, y que ya me tiene muy mosqueado. Es que con don Oscar tengo cosas en común: somos de carácter afable y asequibles al aliento y al desaliento, y ambos somos muy jesuíticos, pues estamos de continuo en la frontera, en la “misión”, aunque de manera distinta: él, siendo de Gijón, vive en Oviedo; yo, siendo de Oviedo, vivo en Gijón.
Y el tercero es el sacerdote don Luis Legazpi, de Castropol, al que conozco desde los lejanos tiempos de cura en San Isidoro, y al que debo que no se me hiciera una traqueotomía en la sacristía, por comulgar, en un momento de descuido de mis guardianes, antes de hacer la Primera Comunión (¡Cosas mías!). Don Luis me regaló hace mes y medio un gran libro de José Gómez Caffarena, jesuita que fue en vida, titulado El Enigma y el misterio, que tan útil y premonitorio me resultó, y que más va a resultar para descubrirlos.
A don Luís acompaño, a veces, a comprar avellanas y nueces.
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