Se empeñó don Alberto que el día 12 de diciembre presentara su musical historia insólita. Así lo hice en Gijón y el 15 en Oviedo.
Debo señalar que primero fui profesor de Derecho, hace veinticinco años, del hoy abogado, no ya promesa, y también historiador musical. Después fui un amigo, si bien nunca desapareció el natural desequilibrio como consecuencia de haber sido su profesor y él alumno mío. Por eso, precisamente, ni en el jolgorio o fiesta de una presentación de libros, he olvidado lo importante: a un alumno el profesor jamás debe adular o administrar indebidamente las lisonjas.
Nadie me enseñó la historia de la música –esto sólo se enseña en los llamados “conservatorios”- y no sé el porqué si es verdad lo que se dice: que la música es el arte de las artes y el lenguaje universal. Es bien sabido y padecido que muchas veces lo que se enseña en facultades e institutos es lo secundario y accidental ¡Magia de los llamados “planes de estudios”! Los libros serios de Historia de la Música suelen ser muy aburridos.
LOS PAVOS ALBINOS |
Héte aquí que en los años ochenta del pasado siglo se pusieron de moda los fascículos sobre música: primero fueron los de Salvat Ediciones Los grandes compositores y luego de Planeta Historia de la música clásica. Por ahí aún se ven muy bien encuadernados (los fascículos) en “bibliotecas” y estanterías de aglomerado, forradas con madera barata, casi plástico –el lector ya sabe a qué tipo de “nuevos”, no lectores, me estoy refiriendo-.
El libro de don Alberto, como libro interesante, hay que leerlo varias veces. Leer un buen libro una sola vez es apenas nada; una nada como haber escuchado una sola vez El carnaval de los animales de Saint-Saëns o Los nocturnos de Satie. Leer requiere releer y las melodías se valoran después de una repetición, lo cual es importante porque no hay tiempo para tanta novedad, especialmente, de libros; muchos libros nuevos que proliferan como las moscas, y que como las moscas son eso…
El autor, como muchos, al principio del libro se declara escritor –en este caso es en verdad escritor y no como muchos desvergonzados que no son tales-. De esto la señora editora de esta página Web por ser secretaria de Ateneo sabe mucho. Y el pijerío o la pérdida del oremus es mucho más que ponerse (los caballeros) unos pantalones colorados, alardear de pelos blancos y rizosos en la cerviz de cabezas calvas o cenar rosbifs.
AGUJEROS QUE SON OJOS |
¡Atch-chis! Perdón por el catarro mucoso y mocoso.
Se hacen en el libro dos afirmaciones que me gustaría matizar:
a).- “Aún siendo escritor, considero (la música) la más fascinante de las artes”. La palabra “fascinar” me sobrecoge. En la entraña léxica y semántica de esa palabra está el engaño, la trampa. La acción de fascinar y su resultado, la fascinación, suponen un engaño, un alucinar, un ofuscamiento. Así pues, declaro mi deseo y voluntad de no ser fascinado por nada y, sobre todo, por nadie.
b).- No obstante ser escritor, el autor declara su endeudamiento con la música. O sea, que una cosa son las letras (literatura) y otra son los números (la música). Y siempre me pregunté, desde mi lejano bachillerato: ¿Es que los números no son también letras y las letras números? ¿Por qué en los manuales de Lingüística al principio se estudia la Fonética y la Fonología? ¿Es que las palabras no suenan? En la poesía esto aparece muy claro y en la buena prosa también. Un buen escritor, además de escribir bien, ha de leer en alta voz sus escritos para ver si suenan o cantan, y esto desde los clásicos se sabe.
Es sabido que la drástica separación en España entre letras y números sólo sirvió para que los que se dicen “de letras” sean ignorantes en números (matemática) y los que se dicen “de números” sean ignorantes en letras (analfabetos). Y queda la última categoría, la más abundante: ignorantes en letras y en números.
Alberto Zurrón escribe sobre la extravagancia de los artistas: compositores, instrumentistas y directores de orquesta. La extravagancia, que es un vagar por fuera, es natural en los verdaderos artistas –los malos artistas los imitan-. La sociedad que es autoritaria y que quiere el imposible –oficio de sastres- de que todos estén cortados por el mismo patrón, no permite que unos vaguen por fuera, que desprecien el “intra-muros” y respiren el fresco aire más allá de los muros y murallas.
Y unos seres extravagantes, cuya sublimidad no está en su cuerpo –altos, bajos, gordos, flacos, guapos feos, hasta horrorosos, con padecimientos y defectos-, como todos nosotros. Tampoco la sublimidad está en su mente –maniáticos, neuróticos, fóbicos, hipocondríacos, miedosos, envidiosos, como todos nosotros.
Y pregunto: ¿Dónde está lo sublime del artista compositor, instrumentista y director de orquesta?
Y respondo: En el núcleo de su condición humana y sobre todo en su obra sublime e insólita; insólita de in (no) solere, tan cercano de esto tan importante: sine sole, sileo (sin sol, callo).
Como escribe el autor Alberto Zurrón: ”La cuerda floja no sólo se inventó para equilibristas”.
(Continuará con lo del día 15, sobre los artistas de la música y sus cuerpos)
Ángel Aznárez.
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