En La Voz de Ortigueira del 18 de diciembre último, mientras estábamos escribiendo de la morriña de mediterráneos -unos griegos y otros sicilianos mafiosos-, de judíos, de moriscos y de nosotros, los gallegos, de repente cayó la noche, como caen las techumbres, sobre los muebles o escritorios, ya oscuros de por sí por los cortinones de damascos rojos del amplio salón, del color de los calcetines de canónigos y obispos, antes del último Concilio. Tuve que dejar de escribir, asustándome por escuchar los gritos suaves y las congojas, propias de espíritus del Más Allá, no sabiendo si eran de fantasmas blancos o de almas negras en trance de purga, o sea, de almas en pena. A esto se llama “el poder sugestivo de lo tenebroso”.
Ahora, al despertarme, ya al amanecer e inmediatamente después del Fiat lux, he de continuar con el asunto de la morriña. Una luz que llega adonde estoy, en lo alto de la Villa Condal y con vistas al Cementerio Y siempre en compañía de las músicas de péndulos, por todo el corredor de la crujiente tarima al pisar; unos péndulos que señalan el tiempo, fábrica que fueron del cura de Ladrido. Veo también a los cercanos ventanales, con macetas coloradas de verde perejil, y más abajo, en el jardín, veo las hortensias violetas como las de mis amigas de Couzadoiro. Y a través de una puerta desencajada, veo asomar por el suelo un rabo negro, no sabiendo si es de Satanás o del gatazo de la casa.
¿Qué es la dulce morriña? me pregunto ahora, que son tiempos, los navideños, muy entrañables por comer muchas entrañas, y apropiados para todo lo dulce y de mucha glotonería, desde los postres de la morisca Jijona hasta ese deseo dulce de retornar, de volver a la misma tierra del lugar del parto y de la madre que nos parió. Los de la morriña, lejos, imaginan con re-volver a las chimeneas, “lareiras” y cociñas -siempre vascas las cocinas, pues primero fabricaron los vascos las de carbón con hierros de Eibar, y ahora hacen las de “Fagor”, lo cual es muy normal, ya que los vascos fueron siempre muy “cocinitas” y cocineros-. Los de la morriña, lejos, también imaginan re-volver para cortar las berzas en los ferraos junto a la casa y oler caldos.
Fue un esteta, llamado Schiffter, el que proclamó la esencia de la morriña de la siguiente manera: “Según el judeo portugués, que vivió en Holanda, llamado Spinoza, la imaginación, aguzada por el deseo, embellece su objeto”. El Diccionario Ideológico de don Julio Casares identifica a la morriña con la tristeza y la define como “melancolía causada por la ausencia”. Estoy de acuerdo con don Julio en que un morriñoso es el que tiene morriña, pero estoy en desacuerdo en que el morriñoso sea sinónimo de persona raquítica o enteca o enfermizo, pues conozco a muchos gallegos de Santa Marta de Ortigueira, que viven en La Habana, en Buenos Aires o en Australia, muy morriñosos, y que son también grandes y grandones, gordos y muy gordos, nada esmirriados. Los de Cariño acaso -que no lo sé- sean como dijo don Julio.
Hay gallegos, médicos y/o menciñeiros, que han estudiado ese fenómeno mental, de la melancolía, de la murria y de la nostalgia por la ausencia y la lejanía, que recuerda tanto a la querencia del toro por el burladero. Y otra vez, re-surge el Odiseo o Ulises, que, por tener tanta murria (la de Ítaca) fue insensible a los encantos femeninos de ninfas y diosas como Calypso, y que, por afán de ver a su ya anciana esposa, Penélope, renunció a ser inmortal. Que un Odiseo, tan hombre él, renunciara a tantas, tan bellas y tan buenas como las ninfas, no se puede entender sin el padecimiento de la melancolía, que es muchas cosas, también la depresión.
Lo dicen los libros que cuentan verdades y no historias: Ulises fue el primer gallego, llorón y morriñoso, que, para despistar, llamó Ítaca al lugar de retoño –debería haberse llamado Lagarea, Brandariz, del Cantón o de Las Tres Farolas. Homero cuenta, en el Capítulo V de la Odisea, lo de Ulises: que, cuando Calipso fue a buscar a Odiseo, para comunicarle la decisión de Zeus de liberarle “lo encontró sentado en la playa, con los ojos llenos de lágrimas y muriéndose de añoranza”. Y añade el vate ciego que “el día lo pasaba Odiseo en la orilla llorando y mirando al mar”. Realmente el llamado Ulises, el muy mañoso y artero, en realidad era de mucha añoranza y llorar, y que ya en Ítaca, sin nostalgia ni imaginación, se aburrió, sumiéndose, tal como se cuenta en el Canto XIII, en un sueño profundo, dulce y casi igual que la muerte. Es normal que ya en Ítaca, en Lagarea, en Brandariz, en el Cantón o en Las Tres Farolas, se aburriera.
Y es que la morriña, como categoría psicológica y mental, incluso psiquiátrica, pide lejanía y mucha distancia, pues con cercanía o proximidad la tal decae o desaparece. Cuanto más lejos, mayor es la morriña, y cuanto más viejo o vieja se sea, mayor es la nostalgia de la patria querida (la morriña es como la próstata, crece, naturalmente, en los paisanos año a año, hasta reventar). Por eso, para tener auténtica morriña, el gallego ha de residir en el Coño Sur, en La Habana o en Melburne, y por viejo o vieja creer en los Reyes Magos.
Moure-Mariño, fedatario de Auristela, la de los Juegos Florales de doña Emilia Pardo Bazán, recordó a un tal don Roberto Novoa Santos, que escribió sobre El dolor de la lejanía, del que dijo el fedatario: “Novoa Santos se sitúa ante el enfermo desterrado con la actitud científica del médico que estudia la enfermedad, sus causas, su curso y tratamiento”. Y Moure citó a un tal López Abente, que escribió los siguientes versos:
“Quiero volver de novo a vivir na paisaxe
De duros penedos e cabos tormentosos
Entre os santos terrons de nativa paraxe
Que desexo recollan os meus cansados osos…”
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