“Crujieron las tablas de la tarima con ese pavoroso prestigio que comunica la noche a todos los ruidos”.
(Ramón María del Valle)
Tal título recuerda a esas promociones en tiendas de comestibles y ultramarinos de aquí, como las siguientes: “para dulzuras, las de mis flores y mi miel, no las de doña Velutina; “para lo de las pollitas, los míos y a pares, huevos con claras y yema”; “como el mejor queso y merengues, tetilla y los de la casa, aquí”. Desde que leí, no sé si a doña Micaela la Galana o a doña Basilisa la Galinda, por medio de la pluma de Valle-Inclán, que unos hombres fieros y feroces, bajando de montañas, tan altas como las orteganas de Las Nieves o La Capelada, acariciaban, sin languidez y con ruido, a sus amadas mordiendo sus tetillas. Nunca más, por delicadeza, volví a comer el queso en tal formato de anatomía.
Al morado natural de los pezones, se sumaba el otro morado, del artificio y del bocado, resultando un conjunto carmesí. ¡Menos mal! –exclamé y traté de tranquilizarme- que en aquel tiempo, tan escaso de dentistas, los forzudos como bestias, descendiendo de montes, incluidos los de “la rapa das bestas”, estaban ya desdentados, cavernosos, con los duros dientes ya hechos polvos.
No, no, la morriña dulce, que es también cosa del espíritu, ni se compra o vende en confiterías o farmacias –a veces las cosas del espíritu son carísimas y amargas- y es difícil saber en qué consiste. Si preguntamos por la morriña a un gallego, éste, seguramente, nos responderá con otra pregunta, y así podemos llegar a marearnos. Durante un tiempo, ya pasado, se pensó que la morriña era oceánica, abisal y profunda como el Atlántico que empezaba en Finisterre y no tenía fin; por eso se creía que la padecían los habitantes de tierras que lindaban con ese océano y también algunos colindantes del Cantábrico, como los del Cabo Ortegal y los de Bares. Mas resultó que también los del lejano Mar Mediterráneo son morriñosos, aunque con menos dulzura y más trabuco.
Se cuenta que los mafiosos de Nueva York no tienen otro pensamiento de más morriña que regresar a su isla de Sicilia. Unos sólo piensan y sueñan en colocar flores y demás genitales en la tumba de Toto Riima, llamado, por unos, la “Bestia” por sus muchos crímenes y, por otros, el “Corto” por ser de baja estatura. Una tumba que está en el cementerio de la localidad llamada Corleone, habiendo muerto de cáncer el tal Riima en la cárcel de Parma –cuestión muy prosódica y de muchas palabras llamadas llanas o graves, pues la penúltima sílaba es tónica: cáncer y cárcel, cárcel y cáncer.
Para también morriñosos, los del Mediterráneo de la Hélade o Grecia, siendo Odiseo o Ulises, el de las muchas tretas y engaños, el supremo ejemplo, pues durante veinte años, diez con la guerra de Troya y otros diez de viaje, trató, obsesivamente, de regresar a su Ítaca natal. Una isla, la de Itaca, que, como dijo Telémaco, hijo de Ulises y de Penélope, en el Capítulo IV de La Odisea, “no tenemos (en Ítaca) prados ni caminos y la tierra es más apta para las cabras que los caballos” (por eso, el fiel hijo de Odiseo tuvo que rechazar el regalo de caballos que le ofreció el espartano Menelao, hijo de Atreo). La morriña de Ulises fue de tal intensidad y tan obsesiva que todo un libro, la Odisea, está dedicado al “regreso añorado”, y Odiseo, para regresar, tuvo que sobreponerse, increíblemente, a las seducciones de femeninas, tan atractivas, como Nausicá, Circe y Calipso. ¡Jolín, este Odiseo, el de morriñas mil, qué meritos, tío!
Otros, allá también por el Mediterráneo, y que también tuvieron mucha morriña fueron los judíos, que tan a palos los trataron en todas partes, llegando también a Galicia y aficionándose a los vinos. Sus morriñas fueron de allí, de Israel, y de aquí, de las juderías de Tuy, Ribadavia y Monforte de Lemos, con “sambenitos” por doquier, colgados por delante y por detrás. Un joven pontevedrés, Diego Moldes ha escrito un libro gordo, de 695 páginas, publicado el año pasado y editado por Galaxia Gutenberg, titulado Cuando Einstein encontró a Kafka (Contribuciones de los judíos al mundo moderno), escribe en la página 32 lo siguiente: “Siempre he creído que, con las diferencias socio-históricas inevitables, había concomitancias entre ambos pueblos, el judío y el gallego”.
También de mucha morriña, y para llorar, fueron los moros extendidos por todas las partes de España, también por el Cabo Ortegal; muchos quedaron en Cariño y en Sismundi, juntándose allí con catalanes, pues la invasión de bereberes y del califato de Damasco, como es sabido, fue de muchos siglos, a partir del año 711. El episodio de la mayor y desgarradora morriña, muy dulce a lo gallego, lo encontré en el capítulo LIIII de la segunda parte de El Quijote, titulado Sancho y Ricote, emocionándome. Ahí está la siguiente pregunta del morisco: “Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conozcas a tu vecino Ricote, el morisco, tendero de tu lugar? Luego, en un largo discurso, el morisco se explica: “Con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural, en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea…Dulce amor de la patria”.
Entre ruidos de tarimas crujientes en largos corredores, con algún pito y flauta, llegamos al anochecer, tiempo ya de fantasmas, que, por ser trasparentes, no tienen sexo en sombras u oscuras anatomías; se reproducen por arte de magia y les basta con mover las manos y pies. Ya no es tiempo, en este anochecer, de seguir con morriñas dulces que es cosa de vivos, no de ánimas y de muertos. Así, pues, de la morriña, la de los gallegos, de en qué consiste y de que si tiene cura tanta dulzura en sangre, escribiremos el próximo día, al amanecer.
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