(Con recuerdo a una peste anterior)
No han pasado tantos años para tener olvidada nuestra idea de que las pestes y epidemias, eran asunto de pobres; que pasaban de largo, sin rozar nuestras fronteras, haciendo de las suyas, lejos, muy lejos de nosotros, en lejanas y tierras de África o Asia, en el llamado Tercer Mundo o lugares del Domund. Nosotros ya éramos del Primer Mundo y de virus, nada. Pensábamos que con las divinidades de la ciencia y la tecnología, estando a nuestro servicio y con su dominio, nada deberíamos temer de enfermedades inmundas y contagiosas, propias de tiempos pobres, remotos y miserables; tiempos antiguos y medievales.
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Hace aún menos tiempo, en los años ochenta del siglo XX, se vio avanzar la peste del SIDA, matando a muchas personas, amigos incluidos, también en los países occidentales y aquí. Un pensamiento pacato contuvo los miedos y los espantó con la idea de que nada pasaba ni se contagiaba la enfermedad si se seguía la entonces llamada ortodoxia sexual -la llamada heterodoxia o copular con quien no era debido ni en debida forma podía causar “castigos y rabias divinas”. Nada que temer –se decía- con lo que se llamó el sexo seguro y de confesionario, sin extravagancias.
Ante el SIDA –lo recuerdo muy bien- los políticos pusieron, como ahora, cara de asombro y se declararon impotentes; los científicos de la biomedicina reconocieron, como ahora, nada saber; y los clérigos y teólogos, en aquel tiempo, aún no había descubierto eso tan de ahora y de moda que es la misericordia de Dios. ¡Gracias, Francisco, por quitarnos la losa del pecado!
Fue escandalosa la pasividad social en aquel tiempo ante la enfermedad contagiosa por el sexo –repito años ochenta-, en los que tanta gente murió, y es que la sensibilidad social ante tanta muerte, causada por el virus del Sida, fue muy escasa y vergonzosa. Las familias de aquellos fallecidos, desaparecidos en infames circunstancias, son ahora, en tiempos de pandemia universal, acreedoras del recuerdo y respeto.
Las infecciones mortales con resultado en el mundo de millones de muertos, además de formar parte del pasado o de la historia de la Humanidad, están presentes, hoy, en nuestras vidas; no son de ayer y de lejos, sino de hoy y de aquí; planetaria y de todos, no de categorías especiales de la población. El azote es total, de ricos y pobres.
Todo se provoca desde lo pequeño e ínfimo, desde lo defectuoso y lo desechable –prueba de la fragilidad humana-: el virus del COVID-19, como todos los virus, no son ni tan siquiera organismos vivos, sólo restos o pequeños segmentos de ADN; los virus son “nada” desde el punto de vista biológico; constituye un material genético desechable y defectuoso, pero que, asimilado por las cadenas de proteínas de los seres humanos, ya en los ADN, puede reproducirse y extenderse, hasta matar. Parece que el objetivo del COV-19 está en las células pulmonares y acaso en las cerebrales. Nada es seguro.
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De la inmundicia y de la miseria del origen viral, se pasa a una dinámica, también viral, especialmente difícil y compleja según dicen los especialistas científicos; de contagios, con resultados caóticos y grandiosos. De ahí lo difícil y costosas que resultan las medidas de hacer frente a la pandemia, destacando entre ellas el llamado confinamiento o aislamiento de las personas –mas eficaz cuanto más drástico sea- y ello para evitar la transmisión ciega del virus. No es casual que la medida más eficaz contra la peste sea la más costosa, una onerosidad que aumenta tratándose de un segundo confinamiento como el que ahora, noviembre 2020, se debate.
Uno de los grandes estudiosos de los confinamientos (y de la llamada “resiliencia”) es el neuropsiquiatra francés Boris Cyrulnik, que lo delimitó así: “el confinamiento es a un mismo tiempo una medida de protección física y medida de agresión psíquica”. Protección física mas importante cuanto más drástico sea, al eliminar la posibilidad de contagio o de extensión tan propiciadora del virus, y agresión psíquica, pues los encierros personales con sedentarismo, se contraponen a lo genuinamente humano, que es la alteridad y los contactos interpersonales. Es verdad que si muchas veces “los infiernos son los otros”, y que la vida social y comunitaria es fuente de conflictos, también es verdad que sin los demás lo individual se diluye y perece: las torres de marfil y los lugares sin voces humanas que dialoguen son lugares idóneos para la neurosis, las ansiedades, las depresiones y la locura. El goce egocéntrico tiene muy poco recorrido y acaba derrotado por la asfixia que ahoga.
El mismo Cyrulnik señala que frente a los confinamientos no todos somos iguales, pues unos salen de ellos psicológicamente igual que entraron, e incluso fortalecidos, y otros salen, por el contrario, con muchas dificultades, y mal, muy mal. Todo dependerá, añade Cyrulnik, de las circunstancias personales y sociales de cada cual, siempre antes del confinamiento: mientras que, por ejemplo, los que disponen de un bienestar mental, tienen una familia estable, disponen de buenos trabajos y lugares confortables de residencia, pueden ver aumentados sus ocios en los confinamientos, encontrando nuevos aprovechamientos y distracciones, aquellos otros, por el contrario, con factores previos de vulnerabilidad física y mental, con problemas de precarización social y de baja calidad del trabajo, sin familia estable, padecerán, con el confinamiento, un gran traumatismo. Las desigualdades sociales antes del confinamiento se verán aumentadas después: conclusión terrible.
Escribí en un artículo que titulé con ocasión del confinamiento de hace meses, titulado Culto y cultura: “La pasión de leer y los hábitos de lectura permiten pensar con la cabeza de geniales escritores. La pasión de escuchar músicas obliga a que la cabeza se “mueva” a los ritmos marcados en libretos y partituras. ¿Qué hacen, mientras tanto, los no educados, sin culto a la literatura y la música? ¿Cómo se entretienen o defienden sin horizontes? Gran diferencia, incluso en momentos apocalípticos entre los que disfrutan leyendo y escuchando música, y los demás. Otro gran motivo de desigualdad”.
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En homenaje al magnífico historiador, recientemente fallecido, Joseph Pérez, leí nuevamente su libro Historia, literatura, sociedad, publicado por la Universidad de Granada en 2010. En la página 167 figura lo siguiente: “Toda sociedad supone una cohesión interna en torno a un determinado sistema de valores comunes”. Esto debería plantear –acaso haya que abordarlo- el tema de las crisis políticas, como la actual española, en tiempos de pandemias, en los que la confianza al poder político ha de ser tan importante, y que ahora parece faltar en España, por culpa de unos y otros. Precisamente confianza en tiempos de pandemia, y de toma de decisiones importantes y muy difíciles.
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