(VOLVIENDO ATRÁS Y REVOLVIENDO)
“Petra dijo, sin rodeos, que había visto ella, con sus propios ojos,
lo que jamás hubiera creído. El mejor amigo del amo, aquel don Álvaro que de
día no se separaba de don Víctor… entraba de noche en el cuarto de la señora
por el balcón y no salía de allí hasta
el amanecer”.
CLARIN, La Regenta.
La calle
Campomanes de Oviedo, en la que nací, fue de Clarín, pues en ella, en el piso
3º del número 3, vivió el escritor -acaso el Marqués de la Rodriga fue el
arrendador- si bien esa calle está desaparecida en La Regenta. Allí, en esa calle, nació el escritor y exalumno de los
Jesuitas, don Ramón Pérez de Ayala, libro titulado A.M.D.G. muy escandaloso y que causaría escándalo un siglo después,
ahora mismo.
Campomanes dejó de ser una calleja
estrecha para ser calle ancha, con tranvía hasta San Lázaro desde La Argañosa,
y tránsito obligado para ir a Castilla bajando al Campillín y transito obligado
para ir a Galicia subiendo a la Plazuela del General San Miguel. Las primicias
de la Gramática me la enseñaron
monjas teresianas y frailes maristas en Oviedo o Vetusta, “pasión y presa” de
un canónigo pecador, llamado Fermín.
Para llegar a la
Plaza del Ayuntamiento desde Campomanes, don Leopoldo tenía que pasar por la
calle Magdalena, que fue triste paso de entierros y de viáticos. En La
Magdalena, ya en mi infancia, doña Pepita Guillaume, combada de piernas y
enseñando ligas negras sosteniendo medias de alivio, vendía en su librería estampas de la Virgen, recordatorios de
Primera Comunión y libritos piadosos, que parecían misales. Un poco más
allá, casi en la Plaza -junto a la Confitería Niza, de exquisitos piononos,
rollitos de crema y canela como los de La
Regenta- los hermanos Norniella, uno de ellos entrenador de Balonmano en los
Maristas, vendían lápices negros y cuadernos colorados. En La Regenta se lee lo que decía uno de los pillos que lamía el
cristal de una confitería: “¡Ay qué
farol! Si eso es un pionono; si sabré
yo…”.
En la Plaza
del Ayuntamiento está la Iglesia de San
Isidoro, llamada de San Isidro en La
Regenta, que era lugar de sermones del Magistral y de reunión del Obispo
con las señoras de Vetusta. En dicha Iglesia fui bautizado y confirmado, comulgué
antes de hacer la Primera Comunión y subí al coro por una empinada y peligrosa escalera
de caracol. Tal Iglesia se describe así en la novela: “Un templo severo, grande; el recinto estaba en tinieblas, tinieblas
como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares
columnas y paredes”.
San Isidoro fue
de jesuitas hasta una de las múltiples expulsiones, en 1767, que formó parte
del Colegio de San Matías, y donde escuché al cura natural de Castropol, don
Luis Legaspi Cortina, predicar subido al púlpito y cantar muchos “Tantum ergo sacramentum”, arrodillado
en el Altar Mayor (por cierto que, según
Martínez Cachero, otro ilustre de Castropol fue el padre del santanderino Menéndez
Pelayo). En esa Iglesia, en un pequeño altar a la izquierda, hay una importante
reliquia del jesuita San Francisco Javier, apellidado Aznárez ¡Cosas del azar! Y
cerca de ese relicario está la efigie yacente de Jesucristo en sepulcro, cuya
efigie el Viernes Santo sale en procesión presidida por el Obispo. Al Arzobispo
que siempre ví fue al purpurado y “maizón” apellidado Lauzurica; más tarde vería
al enchufado de doña Carmen Polo, llamado Segundo, arzobispo y segundo o
coadjutor. Clarín debió de ver desde su alto piso en Campomanes la procesión del
Santo Entierro con la Dolorosa.
La calle
Cimadevilla, que tuvo torre por ser “cima de villa”, acaso la calle del Águila
y del Comercio, y la calle Rúa, que unen el Ayuntamiento con la Plaza de la
Catedral, por ser principales y del primitivo recinto de Vetusta, están muy
presentes en La Regenta, en la que se
escribe del primitivo recinto de Vetusta
“que comprendía lo que se llamaba el barrio de la Encimada”. En la Cimadevilla estuvo la tienda de hilos y
puntillas “La más barata”, enfrente casi
de la Heladería Verdú; en el final de
la calle Rúa, cerca ya del Palacio de la Rúa o del Marqués de Santa Cruz,
recuerdo ver los féretros visibles y el anuncio radiofónico de “Funeraria Guerra, arcas para traslados,
carrozas de gran lujo, Rua 11, teléfono
Resultó que
por mi condición de Magistrado, durante años ocupé en el Palacio de
Camposagrado un despacho por el que transitó en su día don Víctor Quintanar.
Resolví con frecuencia asuntos judiciales en el despacho que fue del Regente de
la Audiencia, esposo de la protagonista Ana Ozores, de cuya escasa sabiduría
jurídica (la del Regente) se dice en La
Regenta que “Usaba en la
conversación familiar el tecnicismo jurídico, y esto era lo único que en él
quedaba del antiguo magistrado”. De
Ana Ozores se dice que “Culpaba al
universo entero del absurdo de estar unida para siempre con semejante hombre”
(el Regente). El Palacio del Marqués de Camposagrado, lugar de la Audiencia
entonces, fue adquirido en tiempos de Isabel II (1861); es de arquitectura
greco-romana, con dos puertas principales.
Desde la ventana de mi despacho veía,
enfrente, el Palacio de Valdecarzana, hoy sede judicial y que en tiempos de La Regenta fue el Casino de Vetusta, del
cual se escribe: “El Casino de
Vetusta ocupaba un caserón solitario, de
piedra ennegrecida por los ultrajes de la humedad, en una plazuela sucia y
triste cercana de San Pedro, la iglesia antigua vecina de la catedral” (hoy San Tirso). El Presidente del
Casino de Vetusta fue el amante adultero de Ana Ozores, llamado don Álvaro Mesía,
“gallo rubio, pálido, ojos pardos, fríos
casi siempre, pero candentes para dar hechizos a una mujer”.
Por otra
ventana también veía la torre de la catedral “poema romántico de piedra, delicado himno de dulces líneas de belleza
muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo
gótico”. Nunca sorprendí al Magistral, catalejo en mano, fisgoneando los
rincones de las casas y de las huertas de La Encimada. De canónigos, al que veía
con frecuencia fue a un tal Franco, en continuo tránsito desde la Catedral a su
casa, en la calle Jovellanos, ya vestido sin sotana y sin calcetines morados,
que dejaron de ponerse de ese color después del Concilio, que marcó un antes y
un después en la vida canóniga. Tampoco funcionó el viejo reloj catedralicio
que daba las horas “con golpes lentos,
primero cuatro agudos, después otros graves, roncos, vibrantes”; y desde
luego nunca escuché el golpe del
badajo a la campana Wamba. “Bismarck –se lee en la novela- era un pillo ilustre de Vetusta, empuñaba el
sobado cordel atado al badajo formidable de Wamba,
la gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos, cabildo
catedral de preeminentes calidades y privilegios”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario