En el trono más elevado del mundo, el que se sienta, lo hace como
cualquiera: con el trasero.
Jacques Rigaud. Le bénéfice de l´âge.
Acertaron los que pronosticaron, hace decenas de años, que el siglo XX
sería el del Poder Ejecutivo ¡y qué ejecutivos!, así como que el siglo XXI sería
el del Poder Judicial -a estos efectos, como a tantos otros, el siglo XXI
empezó en las últimas décadas del anterior-. Un Poder, el Judicial, que engorda
más y más cada día, y un Poder, el del Parlamento, cada vez más flaco en su
esencia representativa.
Quijote sentado |
Fueron pioneros los jueces italianos (los de Mani pulite) y franceses,
que señalaron a la Justicia penal nuevos caminos, sin remilgos y rigodones, frente
a los estamentos y clases privilegiadas de la sociedad. Desde Francia e Italia, a partir de los años
ochenta del siglo XX, se espoleó al resto de las judicaturas continentales, empapadas
de una cultura tradicional y multisecular, que no propiciaba enfangarse en asuntos
de delincuencia política y económica, y cuando los delincuentes eran los capitostes
del cotarro del Poder.
Es curioso que España dispusiera de una novedosa ventaja: la
Constitución de 1978, que elevó lo judicial al rango de Poder del Estado, a diferencia de la Constitución francesa de 1958,
que configuró a la Magistratura como una autoridad
y de la italiana de 1947, que la estableció como un orden autónomo. Y es significativo que el derecho fundamental a la presunción
de inocencia, tan manoseado y pisoteado, tan elemental y complejo, figurase explícito
en España (año 1978) en el más importante texto normativo y desarrollado luego,
magistralmente, por el novato Tribunal Constitucional; ese mismo derecho, en
Francia, se reconoció, con todas sus consecuencias, por una Ley ordinaria, la
de 15 de junio de
2000 .
Muchos factores determinaron la actual situación de apoteosis y de
complejidad (complexus, que es tejido
enmadejado, también enmarañado e interrelacionado) de la Judicatura, que sitúa
al Juez o jueza como valladar básico o límite fiable frente al desvarío de las rapaces
élites y trapacerías financieras, surgiendo, por doquier, Gomorras. De ahí que lo que hacen y dejan de hacer los jueces y
juezas sea un referente del tiempo presente; un espejo de la sociedad misma y
de la experiencia democrática.
Sigue creciendo imparable la demanda social en dirección a los jueces,
aumentada por una más que crisis, crisis plurales, desbaratadoras de todo, destapando
la gran verdad: la víctima de la corrupción, la pública y la privada, es la
sociedad. Una corrupción calificada por Vidal Beneyto (el 6 de septiembre de 2008 en El País) como una “dimensión fundamental
de la contemporaneidad última”. Y lo que otros no hicieron a tiempo, han de
hacerlo ahora los jueces
Marc Trévidic, Juez de Instrucción, del llamado “pôle” antiterrorista
del Tribunal de Grande Instance de
Paris, acaba de publicar un libro titulado Le
petit méchant juge, que podríamos traducir El pequeño malvado juez; un homenaje al juez de instrucción. Cuenta
el autor que tan peyorativa expresión se aplicó a un “pequeño juez de
instrucción”, que, no obstante adquirir su estatuto de independencia por Ley de
22 de diciembre de
19 58, continuaba dedicado a lo suyo, que era no meterse en
políticas ni perturbar a los notables, aunque delinquieran. Y, poco a poco, los
“pequeños jueces” fueron tomando conciencia de su poder y obligaciones; en el
año 1978, tuvieron el “atrevimiento” de inculpar (mise en examen) a uno del establishment.
Los jueces fueron calificados de méchants
por los de la “excelencia”; incluso de la muerte por suicidio –apareció
“suicidado” en un estanque- del ex ministro Robert Boulin, se culpó a un
magistrado (Renaud Van Ruymbeke), con sospechas cada vez mas claras y nunca
aclaradas del todo de haberse producido un asesinato político –nada que ver con
los jueces-.
Dice Trévidic que en lo anterior está el despertar de la Judicatura,
independiente, continuando con actuaciones de “pequeños jueces”, con mucho incordio
e incomodidad, contra la delincuencia política y la de las élites francesas. En
la prensa de aquel tiempo, sale de apaga
fuegos y de advertidor el prestigioso Robert Badinter, que, en un artículo
publicado en Le Nouvel Observateur el
10 de septiembre
de 1998 (nº 1766, página 39) con el significativo titulo de ¡Independientes y también responsables!,
recordó a los jueces que “una condición para la buena justicia es su
responsabilidad en el ejercicio de sus funciones”, no debiendo olvidar que la
responsabilidad es el reverso de su independencia.
Pocos años después, el 11 de marzo de 2001 (página 13), Le Monde publica un largo y escatológico artículo, de Dominique Le
Guilledoux, titulado Un poder (el
judicial) que mete miedo, poniendo en
la diana a los jueces que, paso a paso, fueron eliminando su auto-censura
frente a los poderosos.
También en la historia judicial española empezaron a aparecer “pequeños
jueces”, facilitada ahora su tarea, más o menos, por el ambiente contrario a
toda forma de impunidad. También unos “pequeños jueces” incómodos, que, desde
sus modestos despachos se han enfrentado y enfrentan, con escasez de medios, a
la criminalidad, tanto a la organizada como a la desorganizada. Eso no excluye que
en la institución judicial -llamada L´instituzione difficile por la socióloga italiana
Maria Rosaria Ferrarese, sean muy visibles los comportamientos no adecuados, que,
en otros colectivos, se disimulan o esconden con más facilidad.
Lo de juzgar es difícil, tanto que hasta Yavhé mismo, en la Biblia, lo
hace con extrañeza, casi arbitrariedad (El
Libro de Job). Nos queda la esperanza de una mejor Justicia divina, en el previsible
y multitudinario Juicio Final –el cristiano Dostoievski recomendaba, para ese
macro-proceso o Juicio Final, llevar consigo el libro de Don Quijote de la Mancha-.
Y sale a la palestra, en relación a los macro-procesos, un nuevo tipo de juez,
el macro-juez, popular y aplaudido; un mixto de cow-boy y vedette, que
instruye procedimientos engorrosos, con un número elevado de imputados y por unos
hechos que se enredan como cerezas (grandes estafas y delitos de corrupción); y
que, para investigarlos ni hay medios materiales ni a esos procedimientos se adaptan
los principios que rigen las leyes procesales. Sin duda que la instrucción de
procesos penales es el quehacer jurídico más difícil, el más difícil entre
todos los posibles, y dudo que esto, fundamental, la sociedad lo conozca (quien
esto escribe, lo sabe bien, por haber realizado, en su vida profesional, diferentes
y cualificados trabajos jurídicos; ahora el de Magistrado).
A quienes prefieren las tallas
normales, disgustará la nano-judicatura y la macro-judicatura, el macro-proceso
o el mega-juez. Los sabios de la Medicina, a lo corporal que crece en demasía, llaman
hiperplasia y que, por ser dañina,
aplican drásticos remedios: la cirugía extirpadora, o las pastillas para
reducir tamaños, o la colocación de sondas que desatascan. Alguno de esos
remedios, con urgencia, ha de aplicarse a la
hiperplasia de los macroprocesos. Hemos sabido el miércoles último (29 de
julio), al hacerse pública la sentencia del “caso Malaya” (más de tres mil
folios), que el Tribunal Supremo dice: “A la larga (los macro-procesos) generan
más efectos perversos o contrarios a lo que se pretende evitar”.
No es gobernable un macro-proceso con decenas y decenas de imputados (95
acusados en el “caso Malaya) en un único sumario que investigue numerosos
delitos porque lo conexo ha de investigarse junto. Resulta increíble que una
sentencia penal llegue a tener miles de folios (5.500 tiene la de la Audiencia
Provincial en el “caso Malaya”. Es laberíntico rastrear dineros de muchos, escondidos
en intrincados paraísos fiscales, hurgando como hurones. Es difícil controlar,
cuando son centenares los imputados, las delicadas medidas cautelares que afectan
a derechos fundamentales (libertades constitucionalmente protegidas).
Esos macro-procesos, por su propia naturaleza, son interminables, con
una importante consecuencia: las llamadas dilaciones indebidas acechan,
que obligan al juzgador a imponer una rebaja
o atenuación importante de las penas, lo que destruye la proporcionalidad que
ha de haber entre el hecho delictivo y su sanción. Y el macro-juez, entre cow boy y vedette, tendrá que vigilar su propia sanidad mental, puesta en riesgo
por la locura intrínseca de la macro-causa y la extrínseca del aplauso o jaleo
del público espectador, que, a veces, “juzga” y “sentencia” precipitadamente,
con mangas muy anchas cuando los enjuiciados son los otros, los de enfrente,
los demás.
Así surge la posibilidad de un nuevo prodigio: que macro-jueces lleguen
levitar sentados, lo cual ni lo pudo imaginar el sabio Jacques Rigaud. La
levitación sentada es elegante, es como estar de pié, sin los glúteos de
alfombrilla, aunque tiene inconvenientes graves, muy graves. El aplauso de la
afición, del forofo, siempre es grato, pero lo justo y lo legal puede estar en afirmar
lo contrario, lo que disgusta.
Todo lo cual hace lógica la preocupación existente para cambiar lo que
no funciona, aquí y en el resto de Europa: una realidad social complicada y un
marco normativo y procedimental penal no adaptado a esa realidad. Y las
soluciones son plurales, aunque todas plantean problemas. Y si lo esencial es
el mejoramiento, rapidez y eficacia de la Justicia, no es accesorio preguntarse,
cuál de los sistemas nuevos a elegir es el menos gravoso para el sometido a una
investigación penal. Hay que preguntarse: ¿Cuánto cuesta hoy la inocencia y
cuánto costará mañana? No es buen ejemplo la no igualitaria justicia norteamericana,
tan inclinada a los ricos y menos débiles, que son los que la pueden pagar y
defenderse.
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