¡Chopos del camino blanco, álamos de la
ribera,
espuma
de la montaña
ante
la azul lejanía,
sol
del día, claro día!
¡Hermosa
tierra de España!
A.
Machado
Acabo de
regresar de Soria y de sus campos, y en cada “estar” allí –frecuente-, sufro de
una emoción distinta. La de esta vez fue, habiendo pernoctado en el Parador de
Turismo de la capital, cercano al cementerio, el recuerdo a mi compañero en el
Notariado (y amigo), allí enterrado, Juan Francisco Delgado de Miguel, que
murió, no ha demasiado, mientras rezaba ¡cómo no! en el interior de una catedral
alemana.
Ese trajín mío
soriano, de ir, estar, venir, volver, una y otra vez, es consecuencia, de lo
que “viví” la primera vez que allí estuve –lo que hoy, con palabra bárbara, se
llama “impacto”. Aquélla, la primera visita a Soria, junto a una docena de
“escogidos” alumnos de Derecho, casi chavales, tuvo dos personajes principales.
Un personaje
real (de carnes gordas), pacífico y colérico, aristócrata y villano (natural de
Villaviciosa), que, siendo oficialmente profesor de Historia del Derecho, lo
que explicaba, en realidad, eran historias pintorescas. Este personaje se llamó
Ignacio de la Concha. Y el otro personaje ideal (las carnes se la comieron en
la tumba los bichos) y muy contradictorio -siendo andaluz, fue el “Poeta de Los
Campos de Castilla”, y siendo primoroso en las letras españolas, enseñó las
letras francesas. Este personaje se llamó Antonio Machado. Ambos personajes fueron raros, rarísimos.
Aquel primer
viaje fue en un “bus” mini, casi furgoneta o camioneta, cuya única potencia
estaba en el tubo de escape, que era como el de una locomotora a vapor, pero no
delante y arriba, sino atrás y abajo. El chofer, de Sama de Langreo, hacía caer
por la frente una onda pelo al modo de Elvis Presley. Y el objetivo de aquel
primer viaje “escolar” era ver, con promiscuidad de vicio, el nacimiento del
“Padre Duero”, allá en los altos picos de la Sierra de Urbión. Antes de esa
escalada, estacionamos primero en Soria capital y visitamos el cementerio, de
mucho cemento, en el que reposan los restos de la “mujer-niña” de don Antonio
Machado –se casó ella a los quince años-, y de la que se enamoró como se
enamoran los locos, de manera atrabiliaria y extravagante. ¡Pobrecita Leonor!
Los cementerios
solían ser visita obligada en los llamados “itinerarios históricos” o viajes
organizados por don Ignacio. La visita al nicho, por ejemplo, en el cementerio
de Salamanca, de don Miguel Unamuno, era de rigor y obligado en cualquier viaje,
viniera o no a cuento. ¡Ay, qué pequeños eran antes los cementerios y que
grandes son ahora! Y es que soy incapaz de quitarme de la cabeza lo del nicho
de don Miguel: ¿Cómo puede ser que Unamuno, que sabía de todo, incluso que el
cristianismo es genial, esté y siga estando en un nicho del montón y de serie,
horizontal en un vertical, anodino, ladrillero fúnebre, no en sepulcro, mas o
menos blanqueado, o en sepultura con recordatorio como de Primera Comunión? Si
algún lector/lectora, que todo lo sabe, me lo explicase, sepa que me habrá
quitado un peso de encima.
Después de
desayunar panes de hogaza y uvas de tempranillo (finales de septiembre), y
visitar a San Saturio en su ermita, el “mini-bus-camioneta” nos subió a Covaleda,
donde visitamos la iglesia gótica de los santos Quirico y Julita, que así se
llama de verdad y no es broma -a mí lo de Quirico y Julita, nombres él de gallo
y ella de modista, me gustó mucho, mucho-. Y en Covaleda compramos panes y
chorizo (¡qué chorizo!), que eso fue lo que comimos, más arriba, casi en el
cielo, en los campos “machadianos” de los Alvargonzález y al borde de la Laguna
Negra.
Tocamos hayas,
álamos, encinas y pinos, éstos que por ser muy verdes parecían azules; subimos
a vericuetos, veredas y colinas, unas
calvas y otras con cuatro pelos. Vimos nubes rojas que hacían dibujos en el
cielo sin compás ni cartulina. Y todo en la tierra sobre la que exclamó el
poeta: “¡Oh tierras de Alvargonzález, en el corazón de España, tierras pobres,
tierras tristes, tan tristes que tienen alma!”.
D. Ignacio, repartiendo pan y chorizo, custodiado por dos "ángeles custodios"; uno a la derecha ( Fernando Segura M) y otro a la izquierda (Adolo A. Busto). |
El autor (Ángel Aznárez) en aquel tiempo |
Aquellos
pinares, verdes y azules, olían a fragancias y ambrosías, como olían los
pinares entre Salinas y San Juan de Nieva, antes de que el progreso –llamando
tal a industrias asquerosas, pestíferas y malolientes- los matase por envenenamiento.
Los pinares de Urbión sacaban sus raíces muy cerca del paritorio continuo del
Duero, que brotaban del suelo desquiciadas, haciendo figuras de esculturas
imposibles, no del arte contemporáneo, sino del arte del más allá.
Don Antonio,
después de enterrar a su Leonor, aburrido y triste en Soria como son los
domingos de Soria, cogió el tren-correo y escapó a Úbeda; allí se acompañó de
su segunda, Guiomar, y cambió los pinos por los olivares, que lucen olivas verdes
de pendientes. Y allí fuimos, naturalmente, tras don Antonio Machado en otro
viaje, pasando por Córdoba, la del orinal, así llamada (por nosotros) a
consecuencia de un episodio dantesco causado por un orinal.
Dicen mi
estimados lectores/ lectoras que soy escribiendo (escribiendo se aclara) largo
y tendido. Esta vez, por eso, quiero ser corto y distendido. Añadiré únicamente
que, después de bajar de la cuna del “Padre Duero”, los viajeros, dirigidos por
el buen pastor (don Ignacio), hicimos un zigzag. Primero, por el “zig”, fuimos a una Villa, donde unas señoritas,
solteras y repolludas, amigas de De la Concha, nos tenían preparadas unas
“yemitas” dulces, las “yemitas” de Almazán. Después, por el “zag”,
fuimos a la falda de Moncayo, para ver, en Agreda, el cuerpo incorrupto
(?) de Sor María de Jesús, con hábito azul de La Inmaculada, muy loca, una loca
monja, que se carteaba con el Rey Felipe IV, también loco –con locura de un Austria
y no con locura de un Borbón.
Lo de las
“yemitas y lo de la monja se contara la semana próxima; que hay que escribirlo,
con la natural licencia de mis preocupaciones y ocupaciones, bastantes.
P.S: De don Ignacio aprendí mucho, no
en aula, sí en viajes; recordarle y recordar también al profesor historiador
don Carlos Prieto, excelente, forman parte de mis imperativos categóricos.
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