(Artículo 
exclusivo 
para 
el blog 
Las 
mil 
caras de mi ciudad)
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| CARICATURA DE ADEFLOR, OBRA DE MAROLA | 
De entre la inmensa 
producción periodística de ADEFLOR, sobrenombre 
celebérrimo del escritor gijonés Alfredo 
García y García (22/V/1876-1/IV/1959), 
sobresale como pieza única e incombustible el retrato en carne hiriente que hace 
del representante municipal en su tratado satírico El 
concejal, 
urdido en Somió en los meses del verano de 1908 y que saltó a las librerías en 
septiembre de ese año, generando automáticamente una riada de comentarios, 
mayoritariamente plausibles dentro y fuera de Asturias.
Del volumen se habló en 
su día largo y tendido. Sin embargo, es prácticamente desconocida la 
recapitulación de 
hechos, y chistosa reflexión 
irónica 
sobre la deshuesada ambición política, que en noviembre de 
1909 
(es decir, 
un año 
después de su aparición) realizó el propio autor 
en una de sus habituales crónicas para El 
Comercio, 
diario en el que llevaba ejerciendo ya unos meses como jefe de 
redacción, 
azuzado por la celebración de unas elecciones al Consistorio local. 
Coincidiendo ahora con 
el ciclo de conferencias en el Ateneo 
Jovellanos 
sobre 
periodistas de la región que han marcado un hito, y que se inaugura precisamente 
rememorando la figura monumental de Adeflor, no puedo resistir la 
tentación de exhumar tan placentero 
artículo, 
sabiamente estructurado y finamente redactado, virtudes hoy en desuso. Lleva por 
título “Mi 
candidato” 
y dice así:
Confieso que yo escribí 
un libro con la sana intención de acabar con los ayuntamientos. Era una especie 
de proyecto de Administración local al revés. Yo quise poner en ridículo a los 
señores concejales para que nadie quisiera ser edil. No habiendo munícipes, no 
habría ayuntamientos, y el ideal mío para la buena marcha de los pueblos 
consistía en la supresión de las sesiones municipales. Me fui a la aldea, me 
encerré en una casa de campo, requerí cuartillas, las 
mandé a la 
imprenta y 
quedó puesto a la venta El 
concejal.
Casi 
toda la prensa de España y parte de la del extranjero (conste que un 
diario 
de París me aludió cariñosamente) escribieron acerca de mi obra. Ayuntamiento 
hubo, como el consciente y simpático de Llanes, que acordó en solemne sesión 
adquirir treinta ejemplares para repartirlos entre los ediles.
Las 
gentes se regocijaron con El 
concejal 
hasta el punto de que algunos munícipes dejaron de saludarme, y no faltó alguno 
que se dio por aludido en varios capítulos, creyendo el mentecato que yo al 
escribir el libro me había acordado de él. ¡Pues no era poco presumido el... 
concejal!
Bueno, 
pues aquí me tienen ustedes haciendo ridículos a los ediles, para que ahora 
salga poco menos que medio Gijón queriendo ser ridículo, es decir, concejal. Yo 
en mi vida he visto fracaso moral como el de mi obra. 
Yo 
pensaba:
–Vaya, 
en cuanto haya elecciones municipales, nadie se presentará. Mi libro será la 
salvación de mi pueblo. Todo marchará al pelo sin concejales. El concejal es la 
causa de todas nuestras desventuras.
Pero 
¡alabado sea Dios! y cómo me equivoqué. Si cien ayuntamientos tuviera Gijón, 
sobrarían candidatos. Por los detalles 
que me cuentan, hay en esta villa aspirantes para llevar a todos los 
ayuntamientos de España. En verdad que me he lucido. ¡Con la lectura de mi libro 
he propagado aún más la terrible plaga de la concejalitis 
aguda! 
Perdonadme, 
¡oh, musas de la ironía!, que me haya salido todo al revés. ¡Yo quería la 
felicidad de mi pueblo y, ya veis, todo lo he echado a perder! Nunca han 
sonado 
más candidatos que ahora. ¿Adónde 
vamos? ¡Oh, miserable valer el de las gentes que ponen todo su anhelo en 
sentarse en un escaño edilicio! Yo me palpo y me digo: –Pero tú, presumidillo, 
que tienes en poco una concejalía, que primero te dejabas ahorcar que ir al 
Ayuntamiento, ¿no ves a los demás?
¡Sí; 
los veo y me santiguo! Pero sé que los discretos son pocos y que forman legión 
los inocentes y los osados.
¡Oh, 
país perdido, que no cuentas con gentes más que para ser ediles! Yo 
creo 
que para ti no hay regeneración posible, y que en esa dolencia terrible que 
asola a los pueblos y que lleva la disensión a los partidos he tenido gran 
participación!
Casi 
estoy por ir en contra de mis propios intereses y suspender la segunda tirada de 
El 
concejal, 
que el distinguido editor de Madrid don Fernando Fe se empeña en hacer para 
enviarla a América.
¡Dios 
santo! ¿Llevaré yo al otro mundo el microbio de la concejalitis? 
¿No será un grave pecado, ahora que está en moda eso de la Unión 
Ibero-Americana, llevar esa ponzoña a las tierras descubiertas por 
Colón?
Sobre 
mi conciencia tengo el remordimiento de haber escrito El 
concejal. 
Me quise burlar de los ediles para matarlos y lo que he hecho fue crear 
candidatos.
¿Qué 
habrá que hacer para acabar con la plaga? ¿Escribir una obra en serio, diciendo 
que todos deben anhelar como puesto supremo uno en los municipios?
Yo 
me pierdo en un mar de confusiones, y me explico lo que ayer me dijo el 
limpiabotas mientras me servía:
–Señorito.
–¿Qué 
quieres?
–¿Cuento 
con su voto?
–¿Para 
qué?
–Para 
las elecciones.
–¿Eres 
agente electoral?
–No, 
señor, soy candidato.
Y 
entonces hube de exclamar:
–¡Gracias 
a Dios que hubo un ser que entendió mi libro! Chico, cuenta con mi voto. Tú eres 
mi candidato.
 
 
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