Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los 
arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa 
trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la 
existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el 
silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos 
llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro 
pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas 
partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su 
infancia perpetua les ha dado». 
Así dijo un día Miguel Hernández, el poeta que llevaba en el 
corazón la belleza y el amor -así como el dolor- de todas las cosas vivas, y 
esas palabras me vienen a la memoria después de haberme enterado de que la de 
los gorriones comunes es otra especie más que se suma a la lista de los animales 
en peligro de extinción. Hasta ayer mismo estaba yo en la creencia de que la voz 
de alarma clamaba por especies de más relevancia, como el oso pardo, el urogallo 
o el lince ibérico. Pero nunca llegué a sospechar que el dramático aviso fuera a 
concernir a los gorriones, las aves menos favorecidas de estampa, las más 
humildes en comportamiento y las menos afortunadas en facultad canora. Todos 
conocemos de cerca la figura del gorrión: plumaje de color gris sucio, casi 
inadvertido entre el color de la tierra, el tronco del árbol o el achocolatado 
de la teja bajo la que esconde su nido, hecho de crines, hierbas y musgo. Es 
pájaro que hemos visto muchas veces en el espacio abierto de la campiña, 
sobrevolando los árboles de un parque urbano o abalanzándose en tropel sobre un 
sembradío. Y todos nosotros hemos asistido más de una vez a los inusitados 
despliegues de una bandada de gorriones, pues es sabido que estas aves son 
valedoras de un señalado espíritu gregario a la hora de zafarse de una amenaza o 
de avecinarse a un lugar que brinde alimento. Desde la ventanilla de un tren o 
en ocasión de nuestra presencia real en el campo, todos nosotros hemos sigo 
testigos de la disciplina y el empeño con que se maneja en el aire la multitud 
de gorriones que busca lugar más provechoso, y a todos nos ha llamado la 
atención, si pusimos en la mirada ese rasgo de ternura de que son capaces los 
poetas, la silueta de ese gorrión solitario que camina a saltitos, picoteando en 
el suelo, la nerviosa mirada en constante acecho, acaso todo ello en un 
esfuerzo, a veces inútil, por llevarse al buche deseoso el botín de un insecto 
minúsculo, una araña aturdida o un pellizco de fruta. 
Y ahora se nos pone sobre aviso: los gorriones se van a la 
eternidad. Aducen los expertos en la materia que, entre otros motivos, al ave le 
han surgido varios enemigos implacables: el despoblamiento del ámbito rural, con 
el consiguiente abandono de los sembrados; el emponzoñamiento del aire, la 
limpieza de las zonas urbanas, que conlleva escasez de desperdicios, y el 
incremento de zonas de alta concentración de ondas electromagnéticas. 
Vamos quedando solos. Y no cesa el maltrato a la tierra en que 
vivimos. Tan vergonzantemente solitarios nos estamos haciendo, que hasta el 
humilde gorrión -enamorador de los poetas, aunque ninguno alabe su deslucido 
porte y sus escasas dotes de cantor- está en vísperas de ausencia definitiva, 
después de tantos siglos de vida y de haber hecho buenas amistades entre los 
cultivadores de la literatura. Aparte de las palabras que les dedicara el poeta 
pastor de Orihuela, los hermanos gorriones, que diría San Francisco, son aves 
cantadas en la 'Rosa hiperbólica' de Valle Inclán, en el popular soneto de 
Claudio Rodríguez, en el 'Libro de los gorriones' de Bécquer o en el 'Platero' 
de Juan Ramón, que así habla de ellos: «Viajan sin dinero y sin maletas; mudan 
de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo 
tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de 
sábados; se bañan en todas partes, a cada momento, aman el amor sin nombre, la 
amada universal». Pero, entre tanto requiebro, poco importa ya la singular 
apreciación de Plinio el Viejo. Sostenía el sabio latino que los gorriones 
machos muestran una vehemente inclinación a la lascivia, y que la voluptuosa 
propensión les acarrea una muerte prematura, mientras las hembras, tan bien 
cortejadas, son las que viven más. 
Quedamos más solos que nunca. Cada día se nos muere un árbol, un 
pez, una flor, un manantial... Y, ahora, los gorriones, un motivo más para que 
los siete mil millones de individuos que poblamos el planeta nos quedemos un 
poco más solos. Eso lo sabe muy bien el científico estadounidense James Hansen, 
incansable guerrero en el siniestro campo de batalla del cambio climático. 
La suerte está echada; pero, aun desesperanzado, quiero ver, en los 
gorriones que sobreviven, aquellos niños del aire que imaginaba Miguel 
Hernández. Y, cuando uno de ellos se decida a tomar tierra y rondar la mesa de 
la terraza donde me sirven la merienda, burlaré la mirada reprensora del 
camarero y, como en una ceremonia de despedida, dejaré caer unas migajas de 
bizcocho ante el pico del ave. 
(EL COMERCIO, 5/03/2012)
 
 
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