lunes, 19 de diciembre de 2011

ALABANZA Y AZAR DE LAS LIBRERÍAS, artículo del escritor JOSÉ ANTONIO MASES publicado en EL COMERCIO



Cuándo viene por aquí el señor Joyce?». Esa fue la tímida pregunta que un Hemingway con muy escaso dinero en el bolsillo hizo a Sylvia Beach cuando el norteamericano entró por vez primera en Shakespeare and Company, la mítica librería parisina situada en el número 12 de la rue l'Odeon. De aquella mujer, propietaria de la librería, fue recibiendo el veinteañero escritor de Oak Park, Illinois, los libros que no podía costearse. Aquellos eran días de pobreza, aunque también de felicidad, porque el hambre le imponía una estricta disciplina, pero Hemingway se había acostumbrado a compartirla con la gran riqueza que le proporcionaba el intercambio de pareceres, consejos y estímulos con los demás jóvenes de aquella 'generación perdida', bautizada así y capitaneada por Gertrude Stein, compañera y mentora de artistas desorientados y figura clave del movimiento artístico y literario de aquel tiempo. Ella y el acogedor refugio que él y sus colegas de sueños -Ezra Pound, Scott Fitzgerald, Joyce...- encontraron en Shakespeare and Company contribuyeron a que la fama los engrandeciera antes de lo esperado.

La influencia ejercida por la legendaria librería de Sylvia Beach tuvo ejemplos análogos en otros establecimientos esparcidos por muchos rincones del mundo, en los que, aparte de vender libros, se favorecían encuentros amistosos y veladas que impregnaban de intimidad el nombre de un autor y el de su obra, trasladándolos, a través de la palabra hablada, a un entrañable universo familiar donde, además, se trataba, con más o menos pericia y jerarquía, de todo lo divino y lo humano. Cada vez son más escasas las librerías como la de Sylvia, y las que en estos momentos se mantienen en pie están lastimosamente amenazadas no sólo por la irrupción del libro digital, sino a causa de la tormentosa embestida de escollos y penurias que hemos dado en llamar crisis. Y, al hablar de librerías cercanas al sentimiento, quiero acordarme de algunas tan entrañables como la porteña Pygmalión, que Jorge Luis Borges frecuentaba cuando no iba a la de La Ciudad (Galería del Este), que visitaba en las primeras horas de la mañana; he de evocar también, dirigiendo el recuerdo hacia La Habana, La Moderna Poesía, emplazada en la confluencia de las calles Obispo y Bernaza, donde no pocas veces acudía, desde su contiguo domicilio de Trocadero, 162, el gran Lezama Lima, orondo de carnes, premioso en el andar, un veguero contumaz prensado entre los labios y libres las manos rechonchas que viajaban por cantos y lomos escogidos, hasta ir descubriendo el vientre de las páginas aún no holladas y olorosas a tinta fresca; me veo en Oporto, acercándome a Lello e Irmao, una de los santuarios del libro más hermosos del mundo; llego al Lower Manhattan neoyorquino, y me dejo deslumbrar por la poderosa Barnes & Noble, la mayor librería de los Estados Unidos, ramificada en decenas de sucursales a lo largo de la metrópoli; recalo en el barrio londinense de Notting Hill y contengo el aliento, porque he llegado a The Travel Bookshop, donde se enamoraron cinematográficamente Julia Roberts y Hugh Grant, y celebro que, después de estar al borde del cierre, la popular librería continúe abierta, aunque en la precaria situación que soporta un gran número de pequeñas librerías del Reino Unido; no quiero, sin embargo, trasladarme imaginariamente a Berkeley, California, porque sé que allí agoniza, en espera de que se subaste en el mes de febrero de 2012, la librería de viejo de Peter Howard, probablemente la más prestigiosa de la bibliofilia norteamericana; me niego a volver a Nueva York para acercarme al 610 de la Quinta Avenida, porque me vería obligado a constatar que de la Librairie de France, fundada en 1928, sólo resta un sofisticado equipo de artilugios electrónicos que despacha libros "on line"
Renuncio, pues, a más incursiones supuestas y pongo los pies y la palabra en la tierra que piso. Esta tierra es la de la ciudad de Gijón, a donde llegan del resto del mundo, como es natural, las turbulencias que perturban y modifican la normalidad cotidiana. Y, abundando en librerías, voy a fijarme en tres, salpicadas también por los comunes aprietos que afectan hoy a un gremio de tan elevada importancia social y política, de una parte acosado por las irreductibles innovaciones tecnológicas y, de otra, desfavorecido por normas institucionales acaso poco protectoras.
En estas grisáceas horas de crisis y apatías, recorro las tres librerías, hermanadas por una calle común, la de la Merced. Hablo con Amador, no sólo avezado a cumbres de aires puros y abiertos, sino a millares de libros, y me deja caer cuatro palabras de plomo: «Esto está muy mal». Charlo con Chema y José Luis, que tanto saben de amor a lo escrito por los demás, y escucho esto: «Se vende poco, no hay dinero». Por último, me acerco al rincón de Tino; está acompañado de Javier y de Antón el de Turón. Tino ha sacado a la acera de su tienda dos o tres docenas de libros, entre los que hay primeras ediciones de autores famosos, y los ha colocado sobre una improvisada repisa de madera, al resguardo del toldo. Cinco euros por ejemplar, ese es el exiguo precio. Algunos de los peatones que pasan, entre las lluvias de diciembre y los trances del día, se detienen, curiosean durante unos instantes y reanudan la marcha. Ninguno ha sentido la tentación de inclinarse y, a cambio de tan menguado valor en metálico, echarse al bolsillo uno de los volúmenes expuestos por Javier, por Antón y por mí mismo- da la razón al desánimo de Tinos. La circunstancia -compartida por Javier, por Antón y por mí mismo- da la razón al desánimo de Tino


No hay comentarios:

Publicar un comentario