Fue un abogado efímero. Las leyes, humanas y divinas, siempre fueron de obligado cumplimiento para un hombre religioso como él, pero lo cierto es que nunca le apasionó hacérselas cumplir a los demás, así que su trabajo en ese despacho de Oviedo duró poco. El entonces joven Luis Argüelles para lo que quería las leyes que había estudiado era para investigar los fueros, para comprobar hasta qué punto las disposiciones legales habían determinado las costumbres de Asturias. Por eso su ámbito, aquél en el que era realmente feliz, fue siempre cerrado, solitario, perdido entre miles de libros amontonados en bibliotecas propias y ajenas, de los que extraía los mundos antiguos para, haciéndolos suyos, darlos a conocer.
Hoy sería un asturianista. Un profundo y apasionado conocedor de las tradiciones más ancestrales de Asturias. Pero entonces, por la mitad del siglo pasado, la apatía ciudadana hacia las raíces de la indumentaria, de los bailes, de los instrumentos, de los utensilios o de la vivienda asturiana no tenía ningún valor. Sin embargo, ello no limitó las ansiedades de aquel hombre afable, erudito y enfrascado en su propio pasado que nunca se resignaba al olvido. Por eso allá por los años 50, ante la falta de grupos folklóricos en Asturias, creó uno propio en Torrecerredo que le sirvió para estudiar y hasta para aprender a bailar sones astures. ¿Y de qué sirve el conocimiento si no lo compartes?, debió de pensar Argüelles antes de divulgar a través de este periódico sus crecientes descubrimientos de los mitos y las costumbres de nuestros antepasados.
Pero nada hubiera sido igual en su vida si su amigo Daniel Palacios no le hubiera hecho partícipe de aquella ambiciosa idea que dibujaba un museo etnográfico en Gijón. Y mucho menos sin el atrevimiento de Luis Adaro, allá por 1967, cuando, durante la clausura de la Feria de Muestras planteó oficialmente dar cuerpo al aire libre a aquella idea etnográfica que nunca hubiera podido ser sin todas las aportaciones, sin aquellos numerosos utensilios que Argüelles y su amigo Moro, redactor de este periódico, recopilaron merced a la generosidad de tantos y tantos aldeanos.
Marola, Tejerina y Patac
No fue comprendido entonces Luis Argüelles. Durante años apenas unos pocos valoraron su trabajo. Pero era inasequible al desaliento y encandilaba a la tertulia que compartía con Marola, con Tejerina, con el Padre Patac, con amigos que disfrutaban con el poder transmisor de aquel hombre apasionado y curioso, que fue haciendo crecer aquel Museo Etnográfico del Pueblo de Asturias hasta convertirlo en algo propio, en algo sobre lo que ejercer autoridad y conocimiento desde su atalaya de director. Veinte años vivió ese sueño.
Hasta que le despertaron. Fue el Ayuntamiento. Quiso darle otro enfoque al conjunto por él levantado y prescindió de sus servicios. En contra de su voluntad. Y recurrió a la Justicia. Y ganó. Pero ya nunca volvió a su museo. Fue destinado a otro de sus mundos. Una biblioteca. La de El Coto. Y allí consumió sus años laborales acunado por el agradecimiento de los vecinos de Ceares, a los que recuperó su Cruz. O de los muchos asturianistas que conocen los trajes tradicionales de sus ancestros gracias a sus aportaciones en 'Indumentaria popular en Asturias'. O por sus incansables buceos periodísticos a través de El Viejo Gijón de EL COMERCIO.
Hoy roza los 82 años y ya no tiene a su Margaritina. La mujer que supo comprender su alma delicada y su educación femenina. La que le dio el hijo que podría haber retratado Gabriel y Galán y la que completó una vida desproporcionada. Entre lo dado y lo recibido. Entre el tiempo y la mente. Entre la Asturias que nadie quería descubrir y la que hoy, conocedora de sí misma, ve pasar bajo su ventana.
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