Es un abuelo que parece respirar con dificultad, abrigado en los meses de hierro por una ropa endurecida como por la salitre, y cubierto, en los días muy crudos, con pasamontañas, suelto en dos lengüetas que le tutelan -con flojedad- la cara cetrina de antiguo fumador. Vende, ya digo, su pro infancia que, como adarga, lleva prendida a la solapa. Y la vende con la mirada, porque no sé si este hombre está malherido del pecho, de la garganta o del corazón.
El Rastro va alcanzando la frondosidad de la mañana, y se ve el ir y venir del reguero de sus huéspedes entregados al rebusco, al chalaneo, al engaño o a la oportunidad. Y el vendedor de pro infancia (especial para el domingo) sigue en la lentitud de su paso, sin cambiar de acera nunca, acuestas con el papel de su cansancio, o parado quietamente como estatua, levantada la cabeza, como para ver lo que cuelga del cielo. Y siempre ahí, en los umbrales del Rastro, sin atreverse a entrar en su desorden de cuarto de juegos de adulto, en su tropelía de cosas derribadas, de jirones, de muebles antiguos, de novelas amarillas, de libros cristianos, de chatarras, orinales y frascos.
No le sale la copla, no, a este viejo, como a otros vendedores que también laborean gentilmente la suerte por el Rastro. Su palabra es un sutilísimo gesto, una palabra en blanco, como de juego infantil, a señas, o como un roncón de gaita muy atenuado, sin verbos ni adjetivos. Sólo el Ser y el Estar esencial de cada domingo de este viejo pro infante, que llega por el Piles, hasta las mismas puertas de la mar, en una chalanilla, a vender sus papeletas, sin levantar siquiera la voz. Así como lo digo.
(Publicado en el diario EL COMERCIO, 17/08/2011)
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