Durante mucho tiempo, contemplando en los campos la tranquilidad y apacibilidad con que las cabras, las mías al menos, comen los pastos y se alimentan, me preguntaba cómo era posible que, verbalizados tales seres caprinos y serenos, cabrearse, con hinchazón de venas como ubres, terminara siendo sinónimo de enfado o de enojo, de alteraciones físicas y psíquicas, casi como diabólicas. Dije basta y decidí averiguar lo incomprensible. Consulté Diccionarios e Historias de palabras, como la de Espasa en 2015, dirigida por Juan Gil, y la de Ricardo Soca; también fui a las Etimologías de Javier del Hoyo, y a La seducción de las palabras, obra de Alex Grijelmo del año 2000. Resultó, finalmente, que la clave me la dio un extraño libro de un tal Gregorio Doval, libro extraño por anunciar en portada ser de “etimologías razonadas”.
La cuestión, al principio, no estaba clara. Unos veían en el cabreo caprino (perdónese la redundancia) unas rabietas y movimientos compulsivos de la cabras mismas al tiempo de alimentarse; pudiera ser que en esa posibilidad hubiera una confusión, confundiéndose las cobras, que sí mueven guerreras y muy nerviosas, la cabeza para inyectar venenos, con las cabras pacíficas, al menos las mías. Otros descendieron a la Edad Media para encontrar en sus arcanos los “cabreos” de los cabreros, dueños de cabras y cabritos, por tener que pagar impuestos altos por lo mucho que en aquellos tiempos, al parecer, comían los caprinos, dejando esquilmados los campos. Por tanta y buena alimentación, por cierto, resultaron tan suculentas las calderetas de cabritos cocidos.
La explicación última, para unir cabras con impuestos, con resultado de cabreo, siempre al tratarse de impuestos, luego encabronados unos (los que pagan) y cabritos otros (los que cobran), me pareció acertada y científicamente creíble. Ya dispuse, pues, de explicación acerca de lo del cabreo, gracias a las investigaciones de don Gregorio, “consultor, redactor y formador” que dicen sus títulos, y a su “etimología razonada”, que cuestiona, por cierto, el contrario, que es lo de las “etimologías no razonadas” si es que quedan o hay. A todo se ha de añadir, y es muy importante, que la editorial gregoriana se llame “Del Prado”, de rústica procedencia.
Al escribir de los cabreos del Presidente Sánchez, se recuerda que en situaciones ordinarias su hechura es suave y escurridiza como las bechameles, que parece rosa como los productos de tocador de antes, que es como los malabaristas que nunca rompen o caen al suelo los platos con los que juegan, o que es de flema característica como la de los hijos de curiales. Por el contrario, en situaciones de extraordinario cabreo, del ¡redios! y de más alta invocación, relacionadas con lo femenino, como en lo de la tesis de doctorado, la vista y no vista, o tal vez con los ataques a su pareja, en este caso femenina, causa pavor al comprobar, por cabreo y miedo, el apretón ostentoso de sus mandíbulas o quijadas, que en zoología son piezas anatómicas para la disuasión de ataques y el llamado display. Se sabe ya la relación directa que existe entre el miedo y la crueldad.
El tipo de cabreo extraordinario ocurrió en la mañana del 12 de septiembre de 2018, cuando en el Congreso de Diputados, de manera imprevista, Alberto Rivera preguntó al Presidente por su tesis de Doctorado, discutible y no discutida, y ello entre pataleos por dimisión de una ministra sanitaria por enfermedades curriculares y la genialidad de un líder de la Oposición política “masterizado o pasterizado” de urgencias. Esa mañana el habitual rostro del Presidente de Gobierno mutó, no haciendo mutis, y a la siguiente se publicaron las fotos de la terrible mutación.
Parecidos cabreos, también con apretón de mandíbulas, suelen ocurrir cuando las mujeres de políticos, como en el caso de Begoña, son atacadas con descalificaciones o con insultos por ignorancia. No nos consta que esto se haya producido ahora (lo del apretón de mandíbulas), luego sería temerario darlo por hecho; mas aún: no lo creemos. En cualquier caso y como siempre suele ocurrir, ahora las historias, los cuentos y los filandones, de fantasía o de realidad, por ahí andan sueltos, desparramándose como virus pegajosos, por la Capital de las Manchas, y por Valderas o Valdefuentes, de León y de Tierra de Campos, localidad, la primera, de sabrosos bacalaos en cazuelas grandes y localidad, la segunda, de raíces ancestrales de la de Bilbao. Y filandones que no de páramos sino de campos de trigo y alfalfas, que no precisan de escritores Mateos ni Merinos, teniendo sus propios y fabulosos contadores de historias.
Los peligros para el político cabreado los advierte la Literatura; y de los muchos episodios posibles, basta con El Quijote, tan apropiado escribiéndose de quijadas: “Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho y sin decir esta boca es mía, le dio tales dos palos, que dio con él en tierra; y si no fiera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le quitara allí la vida”. Y más adelante añade: ¿No sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella (Dulcinea) infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga?
Don Quijote, que era muy inteligente por estar muy loco, y parece que la alta inteligencia está muy relacionada con la alta locura, dándose cuenta que no era útil ni provechoso seguir con el cabreo, rectificó y dijo a Sancho inmediatamente: “Perdóname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hombres”. Y pelillos a la mar, pasaron luego a discutir, caballero y escudero, de otros tejemanejes “con sabrosos razonamientos” que se cuentan en el libro memorial del autor alcalaíno.
FOTO DE LA TORRE DE LA IGLESIA DE SAN JUAN DE VALDERAS (a escasos kilómetros de Valdefuentes) |
Efectivamente, lo más apropiado para que un político se equivoque es cabrearle, no habiendo allí donde hay cabreo ni decisión justa ni acertada, no dando pie con bola, ni redonda ni Redondo. Nada como provocar la mentira, el robar y el engaño, que son armas de Gobierno, también aparentar una enfermedad crónica, pues los crónicos enfermos son los que más años viven. Eso ya lo dijo el florentino, que, a lo más alto que llegó, fue a Secretario de la Segunda Cancillería de la República, y se llamó Niccolò Machiavelli, siempre un subalterno.
A un personaje tan poco barroco y tan poco jesuítico como Pedro Sánchez, partidario de la Reforma y no de la Contra-reforma, para evitar que, por sus cabreos, vaya de desacierto en desacierto, como descalabrado cayendo por férrea escalera de caracol, qué mejor recomendación que la lectura del poema barroco de tiempos del Austria Felipe III, a base de tercetos como con cadenas, titulado Epístola moral a Fabio, siendo él, Pedro, el Fabio.
FOTO DEL CONFESIONARIO DE LA CATEDRAL DE BILBAO
Siempre la política, para los políticos, acaba en tragedia, pero puede terminar mucho antes si se trata de políticos cabreados. Y lo mejor, para políticos, lo dejó escrito el presocrático Heráclito de Éfeso, en referencia al oráculo de Delfos, que también era político: “Ni decir ni ocultar nada, sino indicar por signos”. Justo lo contrario al ostentoso cabreo.
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