lunes, 27 de septiembre de 2010
"SILENCIOS Y PALABRAS", ARTÍCULO DEL ESCRITOR JOSÉ ANTONIO MASES
SILENCIOS Y PALABRAS
(Publicado en el diario El Comercio)
JOSÉ ANTONIO MASES, ESCRITOR
Después de haber vivido estos dos curiosos sucesos me siento incapaz de rehuir la presencia del jubilado del café, y tampoco puedo renunciar a darme una vuelta por la calle donde vive la mujer del balcón
En esta ocasión se trata de un hombre y de una mujer, probablemente representativos de la gran muchedumbre que adolece de una común precariedad: sentirse solos. Cada uno en su mundo, cada cual en su circunstancia, pero ambos hermanados en la incomunicación. Voy con el primero de ellos, a quien encuentro a menudo rondando el café que frecuento. Sin conocernos de nada, ya nos saludamos como viejos amigos. Todo ocurrió porque este ciudadano me hizo el primer día un comentario tópico sobre el cambio del tiempo -el recurso de circunstancias que empleamos como cumplido o para abrir fuego en la conversación que apetecemos-, y aquellas cuatro palabras dieron pie a que él se apresurara a invitarme a un café. Naturalmente, no le importaba en absoluto el anticiclón de las Azores ni pronósticos meteorológicos parecidos y, con la avidez de quien necesita librarse de una carga incómoda, me confesó que se sentía solo. Vivía con su esposa, una nieta soltera y un gato siamés, aunque, salvo la docena de palabras maquinales que intercambiaban con él a la hora de comer, encargarle unos yogures del supermercado o recordarle que a las cinco tenía lugar el funeral por el vecino del tercero, no mantenía más comunicación con su familia La televisión lo decía todo en aquella casa, su verborrea mecánica llenaba el espacio que debía ocupar el suspiro de la madre, la pregunta de la hija y las propias acotaciones del jubilado acerca de la vida que transcurría entre todos. Y el hombre acabó tan desamparado como un peatón forastero en Manhattan. De modo que, sentado conmigo ante una taza de café, se explayó relatando que durante cinco décadas fue camarero de un establecimiento cuyo edificio había sido demolido, y evocó nostálgicamente el tiempo en que, luciendo su uniforme negro y con la bandeja de alpaca en la mano, atendía las mesas del café mientras los parroquianos le hacían partícipe fugaz de los particulares lances cotidianos, más o menos felices, más o menos infortunados, que cada cual arrostraba a su modo y que él acabaría entendiendo o compartiendo casi con la unción de un pariente cercano.
Ahora, la mujer. En uno de mis paseos por la ciudad entré en una calle de esas silenciosas y recoletas donde, aunque adosadas a una vía principal llena de tráfico y ajetreo, aún es posible percibir la pureza de la voz humana. Al detenerme ante un escaparate de libros, me llegaron las cuatro palabras inesperadas: «Oiga, ¿qué hora es?». Me volví, levanté la mirada hacia el sitio de donde provenía la pregunta y encontré a la anciana en su balcón del primer piso con visillos tronados y geranios rozagantes.
Vestía bata de andar por casa, resaltaba la palidez de su tez y de sus manos, apoyadas en la barandilla, una sobre la otra, y el cabello canoso y mermado aún le concedía la gracia de poder recogérselo en un rodete diminuto y casi coqueto. «Son las cinco», le dije. Me dio las gracias y seguí mi camino, pero, cuando me encontraba al final de la calle, no pude evitar la tentación de volver la cabeza hasta reencontrar en el balcón de aquel primer piso la figura de la mujer que me había preguntado la hora. Y, como es natural, llegué a la conclusión de que la anciana vivía sola -o mal acompañada- en aquella casa sin palabras donde, pasillo adelante, habría un añejo reloj de cuco del que, cada media hora, salía un pájaro automático que emitía un canto, en nada parecido a la voz viva que la mujer necesitaba escuchar de cuando en cuando.
Después de haber vivido estos dos curiosos sucesos me siento incapaz de rehuir la presencia del jubilado del café, y tampoco puedo renunciar a darme una vuelta por la calle donde vive la mujer del balcón. En consecuencia, me causan más respeto que nunca esos corrillos de hombres y mujeres que llenan los bancos de parques y jardines y convierten sus encuentros y sus intercambios de palabras en los entrañables cenáculos que les están vedados puertas adentro. Desde que el ser humano apareció en la tierra tiene necesidad de relacionarse con los demás, lo que se cumplimenta a través de las múltiples formas de comunicación. Las más primarias (gritos, silbidos, llantos y risas) pueden expresar nuestros diferentes estados anímicos, pero están superadas por el lenguaje articulado, el medio más evolucionado y hermoso de comunicación oral, es decir, la representación de los sonidos que envuelven las sílabas, las palabras y las oraciones en que se encarnan nuestros sentimientos respecto a los demás.
A estas alturas de la civilización no es razonable, aunque se haya convertido en triste realidad, que en el mundo globalizado que habitamos, abierto a todos los confines de la tecnología y el desarrollo, podamos asistir en directo a lo que se hace y se dice en las antípodas y condenemos al silencio las palabras de quienes necesitan contar cosas a nuestro lado.
Una vez más, me he permitido colgar en mi humilde blog un artículo sin permiso del autor. Supongo que como indico de donde procede, la falta será menos grave. Admiro al escritor y sigo sus artículos en el diario. Éste concretamente, me parece muy humano, amén de magistralmente escrito. Así que voy a compartirlo con mis blogueros, aunque me salte las normas. Perdón, amigo José Antonio, pero es que todos nosotros somos uno de los esos dos personajes que tan bien describes, permite que nos acojamos al espíritu de tu artículo.
viernes, 24 de septiembre de 2010
ARTÍCULO DE VÍCTOR GUILLOT
BELÉN ESTEBAN, DIPUTADA
VÍCTOR GUILLOT
Me gusta pensar que es una choni barroca de cuyo brazo cuelga un bolso mientras sostiene una pipa, que se le corre el rimel mientras dispara al manager y cosas así. En la televisión y en la política es donde más funciona la selección de las especies y Belén Esteban es una especie catódica capaz de sobrevivir a cualquier bomba. Ha conseguido ser alguien sin ser nada y si se presentara a a unas elecciones generales, sería la tercera fuerza más votada por los españoles, por delante, incluso, de Izquierda Unida, según el último sondeo de la temporada. De modo que, entre Sara Carbonero, Cayo Lara y Belén Esteban, la audiencia se ha decidido por la princesa de San Blas, quizá porque a las marujas de este país no les gusta que las noticias las presente la mujer que les robó al yerno de su vida, quizá porque no saben quién carajo es Cayo Lara.
Belén Esteban practica el nuevo casticismo de la jet, un estilo de vida novelado que va del esperpento de Valle al cine de Pedro Almodovar. Su mayor obsesión ha sido la hija, su mayor deseo, el marido, su mayor fracaso, una familia y, por el medio, antes y después, un torero fornifollador que desnudó a las jais en una plaza de toros, sin necesidad de levantar el estoque. Con esos ingredientes, Telecinco ha sabido explotar una historia de varios lustros donde la protagonista es una muñeca rota que surge cada tarde destruida entre sollozos y risas. Y es que la princesa de San Blas ha conseguido que el plató de Sálvame sea una sala de urgencias, donde el infarto se vislumbra detrás de una cámara y la mierda delante de ella. Escribo esto para que Cayo Lara vaya tomando nota de cómo está el país, de por dónde va España, y a ver si se hace un par de programas en Sálvame para enderezar la cosa.
En todo este merecumbé que se ha montado con la Esteban, surge la figura de Jorge Javier Vázquez, un Truman Capote que ha hecho de la lefa rosa un show bussines cojonudo. Sabe que a los hombres, lo que más les interesa de una mujer son las entrañas y Belén Esteban ofrece a diario las suyas con la dignidad de las parturientas. En una ocasión, Boris Izaguirre, elegante y diorísimo, me confesó en una entrevista que «detrás de un hombre, siempre hay una gran mujer y que detrás de una mujer siempre hay un par de maricones». Jorge Javier ha conseguido que Belén sea la portera de nuestra posmodernidad, la maruja histórica e histérica que anda entre toda esa basca de felatrices de saldo y bujarrones de esquina, sembrando refranes, frases hechas y una tonelada de tópicos que no dicen nada. Gracias a esto, Jorge Javier nos da todas las Españas posibles en un sólo plano, en una sola tragedia clásica y universal, la de una mujer desfigurada por todos sus espectadores.(Publicado en La Nueva España)
El revuelo que se ha organizado en torno a Belén Esteban me había sugerido la posibilidad de hacer un comentario al respecto. Esta mañana, mi admirado escritor Víctor Guillot me ahorró el trabajo. Y, lo que es más importante, yo nunca conseguiría hacerlo tan bien. Sí, tenéis razón, tengo debilidad por Víctor: tengo debilidad por las personas que hacen las cosas tan bien. ¿Vale?, que diría la princesa.
lunes, 20 de septiembre de 2010
POR MI QUE NO QUEDE: ¡ESTUPENDO BENIDORM!
Pues no tengo nada que decir. José, que ha puesto el comentario que sigue a una de mis entradas, lo deja dicho: alto y claro. Que conste. Y gracias por intervenir en mi blog.
José (gijón) dijo...
Me gustaría plasmar aquí también mi comentario, pues soy (sin pertenecer a la llamada "tercera edad") asiduo de la ciudad de Benidorm.
¿Algunos motivos que me "obligan" a ir a Benidorm de vacaciones?
Pues sí, por citar sólo alguno: ese calor, algo intenso, que te hace sudar incluso de noche (aquí, en Asturias, ponte la chaqueta, y algo más, por si acaso...). Ese chapuzón en un agua templada, o directamente caliente (aquí en la playa de S. Lorenzo me pongo azul en diez minutos). Ese cosmopolitismo por el que, como si de un gran escaparate se tratara, puedes ver gente de todo el mundo. Y todos con el mismo objetivo de pasar unos días de forma amena y divertida. Que puedes ver bailarines profesionales ejecutando complicadas (para el profano) coreografías en varios discobares de la playa de Levante. Y esos cuerpos (que merecen ser escritos en mayúscula) esbeltos y torneados mismamente por el sol, tanto masculinos como femeninos (así nadie se me enfada, que los hay susceptibles...)
En fin, que Benidorm me tiene subyugado, y no lo puedo evitar, porque cada vez que paso allí una temporada, me quito años de encima, tal es la vida saludable que nos permite esa bella ciudad de vavaciones.
Y todo ello a pesar de los "sambenitos" que arrastra Benidorm, como es la facilidad para obtener sustancias psicotrópicas en sus alocadas noches, y el ruido que no nos abandona nunca, como ocurre en todas las ciudades.
Pero Benidorm es mucho, es lo más.
sábado, 18 de septiembre de 2010
HOY SE HARÁ LA ENTREGA DEL PREMIO "TIMÓN" AL ESCRITOR LUIS FERNÁNDEZ ROCES
LUIS FERNÁNDEZ ROCES gana el «Timón» para escritores en castellano
El autor de Pumarabule está considerado uno de los mejores cuentistas españoles
El jurado del I Premio «Timón» (para escritores asturianos en castellano) concedió por unanimidad el galardón a Luis Fernández Roces. La distinción, que consiste en una obra del escultor y ceramista gijonés Jesús Castañón, se entregará hoy a las 20.00 horas, en el centro municipal de La Arena, en el marco de las actividades de L'Arribada 2010.
Y hasta aquí la noticia. El texto que sigue se publicó con motivo de un homenaje que el Ateneo Jovellanos le hizo. Desconozco quien lo ha escrito, pero sí refleja quién es Luis.
Cuando los más sesudos críticos literarios de este país comenzaban a celebrar la llegada de la escritura latinoamericana representada especialmente por los “Cien años de soledad” del colombiano García Márquez; “Conversaciones en la catedral”, del peruano Vargas Llosa o “Tres tristes tigres” del recientemente desaparecido autor cubano Cabrera Infante, había ya aquí, en Asturias, trabajando a destajo y en silencio, un escritor a quien esos mismos críticos no dudaban, posteriormente, en encontrar muchas similitudes a los protagonistas del que dio en llamarse el “boom” de la América Latina.
Es posible que esos críticos estuviesen acertados al establecer líneas paralelas entre los autores hispanoamericanos y la obra que iba publicando Luis Fernández Roces, a quien el Ateneo Jovellanos rinde justo y merecido homenaje. No obstatne, es preciso dejar muy claro que nuestro escritor, que un día decidió dejar su Carbayín natal para venirse a Gijón, tiene, posiblemente, el estilo más personal de cuantos escritores españoles han sido revelación en las últimas décadas.
Pero vayamos primero a trazar una breve semblanza de la trayectoria literaria de Luis Fernández Roces, que comenzó escribiendo desde su pueblo para la prensa diaria en calidad de corresponsal y, por tanto, abordando desde la descripción de un accidente minero hasta la crónica de un partido de fútbol modesto. Ya en Gijón Luis comenzó, como otros muchos, escribiendo narraciones cortas, cultivando ese arte que algunos llaman menor, pero que algunos estudiosos señalan como el más difícil de los campos literarios.
Cuando, allá por el año 1969, nuestro homenajeado fue galardonado con el premio Hucha de Oro con su cuento ”La sonrisa que te llegaba”, el redactor de un periódico local ya desaparecido, contaba que no pudo, al leer en el teletipo la noticia, comunicarse con Luis, que estaba en su turno nocturno de Ayudante Técnico Sanitario, en la que por entonces se conocía como Uninsa. Ese redactor, amigo personal de Luis, fue a la fábrica de Veriña a las doce de la noche a darle la noticia y se encontró con que Fernández Roces ni siquiera quería contestar a un par de preguntas para el periódico porque él, aunque estaba muy satisfecho por la noticia, estimaba que no se merecía salir en la prensa. Ese es el auténtico Luis Fernández Roces, un escritor sencillo, que disfruta paseando por la calle y saludando a sus muchos amigos, que cultiva la amistad como un tesoro, al que, en definitiva, no se le han subido a la cabeza los numerosos premios alcanzados, tanto en cuento como en novela.
Cuando Luis acudió, fechas después de aquella noche en Uninsa, a recoger el máximo galardón de la literatura española en la modalidad de cuento al salón de actos de la Caja de Ahorros de Asturias en Gijón, con autoridades, invitados, periodistas y amigos abarrotando el local, después de los discursos de rigor de los representantes de la entidad organizadora, todos esperaban una también brillante disertación de Luis que se limitó a decir: “Señores, muchas gracias a todos por su presencia, me siento muy satisfecho por el premio que se me acaba de entregar. Muchas gracias”. Cuatro segundos. Exactamente cuatro segundos. Y se bajó con toda prontitud del estrado. Luis parecía pedir perdón por haber ganado. Pero no era una falsa modestia. Es que Luis Fernández Roces es así. Escribe como el maestro artesano, modelando, ajustando el lenguaje a sus ideas, tamizando lo que ve y observa, para transformarlo en auténtica su esencia literaria, para dejarlo todo grabado, a golpe de cincel, en el papel blanco.
Aquel mismo año Luis ganó también el premio de novela corta Ateneo de Valladolid con su novela “Ven y arrójate al mar”. Y unos años después conseguía el Ignacio Aldecoa por “Una voz callada en el silencio”. También le fue adjudicado el premio de cuento con más raigambre y solera de cuantos se convocan en Asturias: el de La Felguera, en 1974 con la obra “Sobre este cadáver de ceniza”. Por dos veces se alzó con el Premio Lena y también ganó el de Villajoyosa. En el año 1975 le fue adjudicado el premio de Novela de Torrelavega con “La arena de los ciclos”, obra que está aun inédita. Con “La Borrachera” alcanzó el Premio Asturias y en 1977 le ha sido otorgado el Premio Novelas y Cuentos con “El buscador”.
No hace mucho tiempo aún, Luis Fernández Roces nos deleitaba a los gijoneses amigos de la poesía con una lectura de una antología de su obra poética en el salón del Antiguo Instituto Jovellanos, en las veladas poéticas organizadas por el también poeta, Antonio Merayo, y allí hemos podido constatar, una vez más, que Luis es un autor que domina con la misma perfección la novela que la poesía. Pero donde más a gusto se siente y donde más dimensión y profundidad alcanza este gijonés de adopción es en las distancias cortas, es decir, en el cuento, del que es un auténtico maestro, reconocido por los jurados de la más variada índole.
Sin embargo a Luis Fernández Roces le ha faltado, quizá porque no es amigo de las relaciones públicas ni de pulular por los mercados y zocos editoriales, algo que hubiese sido fundamental para codearse desde hace mucho tiempo con lo más florido de la literatura española. Y ese algo es, sin duda, respaldo editorial. Pero de eso ya habló Luis en su día, y además públicamente, dejando claro que no le da la más mínima importancia al hecho –que para otros seria un drama- de que los editores no se lo estén disputando o metiéndole en sus nóminas. Luis es un escritor al que le basta eso, ser escritor. Y gran narrador que nos lleva a mundos, ya mágicos ya realistas, pero siempre con voz propia y con auténtica maestría.
Luis Fernández Roces (Pumarabule, 1935) es autor de las novelas El Buscador (Premio Novelas y Cuentos, 1977), La Borrachera (Premio Asturias, 1982), Diálogo del éxodo (Premio Casino de Mieres, 1986), El paraje escondido (Premio Alfonso García Ramos, del Cabildo Insular de Tenerife, 1988), La arena de los ciclos (Premio Torrelavega, inédita), y de los libros de narrativa breve De algún cuento a esta parte (Biblioteca Cajastur, 1990) y Ageón (Ediciones Trea, 2001). Estas dos últimas publicaciones recogen obras que obtuvieron premios tan relevantes como los siguientes: Hucha de Oro, Ciaño, Lena, Ciudad de Villajoyosa, Ignacio Aldecoa, La Felguera, Caja de Ahorros de León y Sara Navarro. Algunos de sus cuentos han sido recogidos en Pequeña antología de cuentistas contemporáneos (Universidad del Valle, Colombia 1975), Cuentos de autores asturianos, de María Elvira Muñiz (Ayalga, 1978), Antología de cuentistas contemporáneos, de Francisco García Pavón (Editorial Gredos, 1984) y Cuento español de posguerra, de Medardo Fraile (Cátedra, 1994). La editorial Trea publicará en breve su poemario Viejos Materiales
Luis Fernández Roces nació en Pumarabule (Siero) en 1935. Se crió en Carbayín (Siero) y reside en Gijón.
SIEMPRE APRENDIENDO
PINTAD VENTANAS EN LOS MUROS, AUNQUE NO SIEMPRE CONSIGÁIS ABRIRLAS
Hace tiempo, en una de esas precipitadas entradas que yo suelo escribir, hice referencia a un sentimiento de esperanza -del que siempre que tengo una dificultad echo mano- que había tomado de un amigo. Si bien es cierto, que dije entonces que no me pertenecía; no lo es menos, que tergiverse la literalidad de la instantánea (así nominada por el autor en su publicación). Que es, la que antecede a lo que digo. Pertenece al poeta y escritor leonés Antonio Merayo. Él me ha enseñado muchas cosas, aunque yo no haya aprendido lo suficiente como para darme cuenta de que las citas que de otro se toman han de ser exactas. Con mi torpeza, que sé Antonio sabrá disculpar, me llega una nueva lección. Gracias, amigo. Nunca sabrás la cantidad de cosas que me has enseñado, así con naturalidad, como el que no quiere la cosa. Como lo hacen las personas que te aprecian.
Podéis encontar muchas más instantáneas en la página de la Asociación de Escritores de Asturias. Buscando, lógicamente, al escritor: Antonio Merayo. Seguro que os gustarán.
miércoles, 15 de septiembre de 2010
EL PAN, por José Marcelino García
También al Rastro se viene cada domingo en busca del pan. Del pan de pueblo. Al final, somos algo así como una especie de asimilados a ciudadanos que a la menor oportunidad vamos al encuentro del pan paleto y sagrado de la niñez; pan de aquellos entonces con el que el pueblo aguantó tantos sinsabores, tantos motines, guerras y hambrunas. Pan partido y repartido por nuestras madres, mezclado, a veces, con muchas lágrimas.
España ha sido siempre una gran tahona, una corteza de pan muy cocido, un migajón de pan negro, blanco o de maíz con el que han comulgado (en los tazones de Cifuentes y Pola, de la Bohemia Asturiana de Gijón) monárquicos y republicanos, rojos y azules. La memoria ancestral recuerda las madrugadas que olían a flor de harina, a levadura y horno de leña, a sudor sano y caldeado de panadero. Y venimos a este Rastro mañanero de Gijón a comprar con ilusión y devoción ese pan que ya no hay. Ese pan exquisito, labriego y aldeano recién salido del horno: una hogaza de leña, unos riches, un panchón. Y volvemos con la sensación de llevarnos lo más honrado, lo más puro, lo más saludable y sabroso de esta vida de plástico y 'tetra brik'.
El pan siempre ha terminado por salvar al hombre. El pan y el vino nuestro de cada día; ése que también un día repartiera el crucificado profeta (que es el pan de los trigales amorosos de un Dios ucraniano, cerealista y viñatero). Pero aquí ya nadie está seguro de lo que salva. Ni sabe si el pan es pan o el vino, vino.
Ocurre a veces que después de muchos años, luego de haber ido perdiendo uno a uno sus dioses, de estar hinchado de ferralla, de sucedáneos y recuerdos, uno vuelve a encontrarse con el pan de la niñez. Con aquel pan caliente y tempranero que llegaba en cuévanos de mimbre sobre las grupa de un caballo y que engrandecía la casa con su olor, su sabor y su ternura. Siempre difícil de ganar, aquel pan habitó como un Verbo nuestra purísima sangre de niños de lluvias, fríos, iglesias, soledades y nordestes. Y hoy, otra vez, cada domingo, lo buscamos por entre esta mohosa prendería del Rastro para partirlo y repartirlo en rebanadas, como si fuera un tesoro.
(Publicado en el diario El Comercio)
lunes, 13 de septiembre de 2010
LA VIDA EN CUATRO CAJAS
Sí habéis leído bien: de nuevo estoy embalando un parte de mi vida. Una de las razones por las que no escribo estos días. Hoy me lo han recriminado a mi correo, así que procede una cierta explicación. No tiene mucho secreto: pronto voy a cambiar de casa. Y van cinco, en muchos años, que todo hay que decirlo. Así que desde hace unos días me dedico a meter en cajas la cantidad de enseres –en su mayoría inútiles y poco prácticos- que fui juntando en los últimos años. Es más practico, soy consciente, que una empresa de mudanzas lo haga por mí, pero no quiero privarme del placer de ir metiendo en cajas lo que yo llamo “mis tesoros”. Que no son más que libros –no todos los que tengo, esos ya me encargué yo en su día de dejarlos en casa de mi madre a buen recaudo, en previsión de mudanzas-; mi colección de muñecas, afición que según mi progenitora arrastro desde niña; algunos cuadros –no todos porque con esos hice lo mismo que con los libros: con mamá; y un sinfín de cachivaches de toda índole más propios de una casa de compra venta (o de un rastro) que de una casa normal. Si a ello añadimos los “trapos” que diría mi madre, entendiendo por tal mi ropa, que a ella se le antoja –y tiene toda la razón del mundo- demasiada; mis 20 pares de zapatos (¡que vergüenza si llevo siempre los mismos y he descubierto algunos sin estrenar); otros tantos bolsos, de todos los colores y formas; no diré el número de abrigos que tengo –que he llegado a juntar en poco tiempo y que, además, no pongo-. Pues si he decidido encargarme yo misma de meterlo en cajas es precisamente por ver si hay manera de que la cosa quede reducida a la mitad. Pero no veo yo la forma de dejar nada atrás, por jota o por fandango casi todo me interesa. La frase de “por si acaso un día me hace falta” se la oí decir muchas veces a mi abuela, y deben de ser de esas cosas que se te graban en la infancia y se mueren contigo. Aunque los tiempos hayan cambiado, yo no he conseguido hacerlo. Siempre me parecieron consideraciones de vieja. ¿O será que lo soy? Sí, eso debe de ser, pero guardarme el secreto, aún no estoy en condiciones de reconocerlo. Tengo perplejos a mis vecinos que ven entrar en el ascensor un montón de cajas que apenas dejan una mano libre para pulsar el botón, y la cabeza ni se ve. Todo muy a mi estilo. Lo reconozco, no se lo puedo mandar a la “muchacha”, porque yo soy ama y “muchacha” a la vez. Pero no se lo cuento a nadie, os lo digo a vosotros en plan confidencial. Me mirarían mal las señoras y señoritas que son “comme il faut”, no como yo, que soy bastante cabra loca. Con la cabra de la legión me ha comparado algún caballero,puede que asistido de cierta razón. Pero las cosas son como son en mi caso. Y sin remedio. Pues eso, me he propuesto hacer el cambio antes de navidades, con calma, que no estoy yo para muchos sobresaltos. La que sí anda un poco sobresaltada es mi madre, cuando se lo he dicho me respondió: Miedo me das hija, cada vez que haces un cambio en tu vida “tembla terra". Así, en gallego me lo soltó. Ella sabrá por qué lo dice.
Como veréis no escribí nada porque lo que tenía que contar carecía de interés, y estaba esperando por el artículo del miércoles de José Marcelino, pero ya que recrimináis que no escriba más, pues esto es lo que hay, amiguinos.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
"SEGUIDORES" DE LAS MIL CARAS DE MI CIUDAD
Me llegan al correo las entradas que se hacen a mi blog, y esa alerta es la excusa para entrar en él, ya que no lo hago todos los días. Sólo aquellos en los que me siento con ánimo –y tiempo- para escribir algo nuevo. Brujuleo, eso sí, cada día en los medios de comunicación por ver si hay algún artículo que me guste y puedo facilitarlo a quien tenga a bien asomarse a esta mi ventana virtual. No controlo, ciertamente, quienes leen lo publicado, el contador de visitas me dice que, en todo caso, son más lectores/as de los que yo podía esperar. No obstante, soy plenamente consciente de que el número es insignificante comparándolo con otros blogs, a los que acceden –según me han dicho- millones de personas. Y, para ser sincera, eso me da hasta un poco miedo. Vivo de cosas pequeñas, en una ciudad afortunadamente de provincias, con amigos a los que llamo por el nombre -porque tampoco son demasiados-, conozco a todos mis vecinos, sé cuando uno está enfermo, cuando se le casa la hija, cuando nace un nieto, compro en la tienda de barrio de toda la vida…Todo muy de andar por casa. Por eso me cuesta entender este efecto multiplicador –hasta el infinito, posiblemente- que supone la Red. Pero aquí estoy, colaborando con mi granito de arena. Si alguien me preguntara por qué, no sabría responder. Y viene todo esto a cuento porque hoy se ha añadido un nuevo “seguidor”, que esta vez resulto ser seguidora: Cani. No hace mucho se incorporó Sebastian, también El Richi, y Neriarod, Miguel Torreblanca, Héctor Alejandro….Aparecieron todos así, sin más, un buen día se hicieron seguidores. Nunca les di la bienvenida, ni tan siquiera sé si es habitual hacerlo. Nadie nos ha presentado, ni probablemente nos conozcamos nunca, pero ya hay algo que nos une. Gracias, por leerme, gracias por asomaros a Las mil caras de mi ciudad.Si las cosas pequeñas os gustan, si la vida cotidiana sencilla también: consideraros en vuestra casa.
martes, 7 de septiembre de 2010
¿VOLVERÁN MIS AMIGOS/AS CON EL OTOÑO?
Hoy han caído las primeras gotas, esas que nos anuncian que el verano se acaba y que el invierno está ya muy cerca. En medio queda, ciertamente, el otoño. Ese tiempo tan propicio para la melancolía, para la nostalgia, para vivir un poco del pasado. Porque, en realidad, eso somos: pasado. Cuando llegamos a cierta edad perdemos esa capacidad de recrearnos pensando en el futuro. ¡Qué cosa extraña es la vida! Me parece que era ayer cuando pensaba que todo estaba por venir: terminaría mi carrera, me casaría, tendría hijos… Ya ha sucedido todo. ¿Y ahora qué? Pues ahora ya no tengo muy claro qué es lo que espero. La verdad es que hasta no hace mucho confiaba –probablemente en exceso- en conseguirlo todo con mi propio esfuerzo, me sentía capaz de alcanzar aquellas metas que me proponía. Y, en algunas ocasiones, puede que así haya sido. Ahora creo que las cosas ya no se suceden de igual manera; ya no soy yo quien las persigue, más bien me encuentran ellas. Con el otoño de la vida me han llegado mis mejores amigos/as: llovidos del cielo. Esos que no piden nada, a quienes nada les pides, no media ningún interés. Todo me es dado como un precioso regalo, de esos que valen mucho porque nadie puede ponerles precio. Esos sí son mi gente. Es cierto, no podría obviarlo, que de cuando en cuando alguien se permite colgarme un sambenito que ni sabes muy bien a cuento de qué viene, ni tiene demasiado sentido. Son esas personas que hablan por hablar y que, más que nada, desconocen mi vida. Me han colgado maridos, amantes…, un poco de todo, vamos. Afortunadamente, quienes me conocéis pasáis de todas esas simplezas, y siempre puedo contar con vosotros. Gran suerte la mía. No obstante, más que incomodarme me parece divertido, que alguien piense –fundamentalmente alguna señoras de medio pelo- que estoy en edad de merecer tanta atención masculina. Es cierto que comparto piso, eso no lo negaré, pero mi compañero se llama Obladi. Y agradezco mucho que esté conmigo, para no sentirme sola. Con él he pateado la ciudad durante ya pronto doce años: me hizo conocer todas las esquinas de Gijón: desde la Iglesia de San Pedro hasta la Lloca, pasando por el Isabel La Católica. Él fue durante todo ese tiempo mi compañero fiel, hoy yo soy sus ojos: se ha quedado ciego. Ahora pega su cabeza menuda a mi pierna, y soy su bastón. Probablemente éste haya sido su último verano, porque también le fallan las patas. Ese es mi fiel compañero, marido,amante..., lo que queráis, por supuesto. Quienes tenéis mascota sabéis muy bien lo que digo.
¡Qué cosa!, empecé hablando del otoño, pasé por mis amigos, y termino haciéndolo de mi perro. Imposible hacer carrera de mí. Espero que estéis ahí, al menos detrás de este artilugio que me une a todos vosotros. Por favor, regresad con el otoño.
viernes, 3 de septiembre de 2010
VUELO IL8714, Por VÍCTOR GUILLOT
VUELO IL8714
Hay noches en que los muertos se encuentran más entremezclados con los vivos. La noche del miércoles fue una de ellas. Resulta que Telecinco estrenó la primera parte de «Vuelo IL 8714». A continuación le siguió el documental «Las voces de la tragedia», y yo no tardé mucho en cerrar la pestaña. Hay noches en que los muertos se inmiscuyen en nuestra vida, participan de ella, allanan nuestra morada y se dejan escuchar con la voz de la tragedia.
Uno pensaba que la tragedia servía para purificar, para estimular, para vivir más, y resulta que no, que le deja a uno mal cuerpo durante toda la noche, un cuerpo que comienza a oler sospechosamente a muerto. Entonces resulta que cuando el hombre inyecta unos gramos de ficción sobre la herida abierta de la realidad descubre que no está ante una tragedia, ni un drama, sino ante una obscenidad necrófila sometida a una permanente especulación. «Vuelo IL 8714» trata de ser un homenaje a las víctimas que fallecieron en el vuelo de Spanair y termina siendo un thriller malo, incapaz de alcanzar un solo miligramo de verdad entre muertos de plástico.
El hombre es, en sí mismo, una pasión inútil, una droga lírica y cruel para otro hombre que esnifa ficción, porque la realidad dolorosa de la muerte se le hace demasiado insoportable y, en ocasiones, como la del «Vuelo IL 8714», extremadamente incomprensible. Quiere decirse que con este estimulante vestido de tragedia que ha elaborado Telecinco el espectador se construye una realidad paralela en la que refugiarse y, por tanto, en vez de actuar se limita a contemplar otra historia, una ficción que no cambia en nada las cosas.
La muerte no existe, mayormente porque los muertos no terminan nunca de morirse. Hay una voz que permanece eternamente en nuestra memoria que los trae a la periferia de la vida. El recuerdo es una ficción que se eleva como un barrio negro de nuestra existencia donde los muertos se mueven en comandita. Lo sabe muy bien Telecinco, que nos vende una tragedia de diseño, un manjar no apto para escrupulosos.
El miércoles fue una noche propicia para los muertos que llegaron a través del cable y de la TDT para recordarnos que el caso aún sigue abierto, después de dos años de investigaciones. A los muertos se les investiga mejor cuando están lejos, en el archivo de un inspector, en la mesa de un forense y no en la oficina de un guionista que estraga y hastía con tanta especulación mortuoria.
Los muertos se van con la noche. No suelen estar más de una hora sentados en el sofá del salón o en la silla del dormitorio, a los pies de la cama. Nos miran atentamente, nos recuerdan su tiempo. Después, la noche se los lleva. Yo tuve días de soñar mucho con mi abuelo. Lo veo ahí, sin necesidad de tragedias. Supongo que mi memoria lo convirtió en un personaje literario, estético, difícil, que eclipsó al abuelo de verdad, el muerto, ay.
Artículo de Víctor Guillot (Publicado en La Nueva España)
miércoles, 1 de septiembre de 2010
LOS MANTEROS, Por JOSÉ MARCELINO GARCÍA
LOS MANTEROS
Atentos a los mengues, están en pie o sentados en los bordillos, cerca de las zabarceras y de los puestos de floritos. Tienen una elegancia de príncipes negros o de ángeles gigantescos, con el blanco de los dientes y de los ojos muy blanco. Grandes manos distribuidoras de cosas de selva y de ciudad, y una especie de humildad orgullosa que les impide pedir. Poseen una paciencia infinita, enigmática y altiva. Y una paz en la mirada, grave y sonriente, con un fondo de tristeza y soledad.
Se les ve por el Rastro formando islas de negritud como penumbras humanas, y bajo los árboles, tal como si sufrieran de una dulce nostalgia de tribu. Sanos y fuertes, con el oreo del viento africano en sus cuerpos, jamás se les ve fumar. ¿Dónde viven? ¿En un sótano? ¿En un bajo de las afueras? ¿Cerca de un río o una escombrera? ¿Acaso en las cuatro esquinas de la noche? Solitarios en esta playa urbana, negrean por las calles mojadas de las que se ha ido su sol ancestral. Insistentemente respetuosos, se les oye pasar sin ruido, vendiendo las cosas que llevan en sus cofres de viento y mar, en sus pequeñas sabanas/mantas. Mueven, sí, el día y la sangre alcoholizada de nuestras noches, sin disparos ni alaridos. Son como un reguero de pólvora benéfica y negra que ilumina la gran mentira de este tercer milenio que ha entrado sin haber gestionado la solidaridad entre los pueblos. O como una estampida humana, inerme, que denuncia la gran farsa de los tiranos del dinero con su capitalismo armamentista que sólo sirve para pagar paces sangrientas e irreales en las que mueren millones de niños de hambre y de miseria. 'Manteros' a las puertas de todas las calles, recorren en zigzag estos nortes de niebla llenos de papeleras, fuentes viejas, cajones de medicamentos, religiones encalladas cubiertas de un polvo triste. Distanciados de los suyos, llevan sus relojes parados de cansancio y lejanía. Van perdiendo sus coronas de jóvenes reyes de la vida libre. Como también las hemos perdido nosotros.
(Publicado en el diario EL COMERCIO)