lunes, 27 de septiembre de 2010
"SILENCIOS Y PALABRAS", ARTÍCULO DEL ESCRITOR JOSÉ ANTONIO MASES
SILENCIOS Y PALABRAS
(Publicado en el diario El Comercio)
JOSÉ ANTONIO MASES, ESCRITOR
Después de haber vivido estos dos curiosos sucesos me siento incapaz de rehuir la presencia del jubilado del café, y tampoco puedo renunciar a darme una vuelta por la calle donde vive la mujer del balcón
En esta ocasión se trata de un hombre y de una mujer, probablemente representativos de la gran muchedumbre que adolece de una común precariedad: sentirse solos. Cada uno en su mundo, cada cual en su circunstancia, pero ambos hermanados en la incomunicación. Voy con el primero de ellos, a quien encuentro a menudo rondando el café que frecuento. Sin conocernos de nada, ya nos saludamos como viejos amigos. Todo ocurrió porque este ciudadano me hizo el primer día un comentario tópico sobre el cambio del tiempo -el recurso de circunstancias que empleamos como cumplido o para abrir fuego en la conversación que apetecemos-, y aquellas cuatro palabras dieron pie a que él se apresurara a invitarme a un café. Naturalmente, no le importaba en absoluto el anticiclón de las Azores ni pronósticos meteorológicos parecidos y, con la avidez de quien necesita librarse de una carga incómoda, me confesó que se sentía solo. Vivía con su esposa, una nieta soltera y un gato siamés, aunque, salvo la docena de palabras maquinales que intercambiaban con él a la hora de comer, encargarle unos yogures del supermercado o recordarle que a las cinco tenía lugar el funeral por el vecino del tercero, no mantenía más comunicación con su familia La televisión lo decía todo en aquella casa, su verborrea mecánica llenaba el espacio que debía ocupar el suspiro de la madre, la pregunta de la hija y las propias acotaciones del jubilado acerca de la vida que transcurría entre todos. Y el hombre acabó tan desamparado como un peatón forastero en Manhattan. De modo que, sentado conmigo ante una taza de café, se explayó relatando que durante cinco décadas fue camarero de un establecimiento cuyo edificio había sido demolido, y evocó nostálgicamente el tiempo en que, luciendo su uniforme negro y con la bandeja de alpaca en la mano, atendía las mesas del café mientras los parroquianos le hacían partícipe fugaz de los particulares lances cotidianos, más o menos felices, más o menos infortunados, que cada cual arrostraba a su modo y que él acabaría entendiendo o compartiendo casi con la unción de un pariente cercano.
Ahora, la mujer. En uno de mis paseos por la ciudad entré en una calle de esas silenciosas y recoletas donde, aunque adosadas a una vía principal llena de tráfico y ajetreo, aún es posible percibir la pureza de la voz humana. Al detenerme ante un escaparate de libros, me llegaron las cuatro palabras inesperadas: «Oiga, ¿qué hora es?». Me volví, levanté la mirada hacia el sitio de donde provenía la pregunta y encontré a la anciana en su balcón del primer piso con visillos tronados y geranios rozagantes.
Vestía bata de andar por casa, resaltaba la palidez de su tez y de sus manos, apoyadas en la barandilla, una sobre la otra, y el cabello canoso y mermado aún le concedía la gracia de poder recogérselo en un rodete diminuto y casi coqueto. «Son las cinco», le dije. Me dio las gracias y seguí mi camino, pero, cuando me encontraba al final de la calle, no pude evitar la tentación de volver la cabeza hasta reencontrar en el balcón de aquel primer piso la figura de la mujer que me había preguntado la hora. Y, como es natural, llegué a la conclusión de que la anciana vivía sola -o mal acompañada- en aquella casa sin palabras donde, pasillo adelante, habría un añejo reloj de cuco del que, cada media hora, salía un pájaro automático que emitía un canto, en nada parecido a la voz viva que la mujer necesitaba escuchar de cuando en cuando.
Después de haber vivido estos dos curiosos sucesos me siento incapaz de rehuir la presencia del jubilado del café, y tampoco puedo renunciar a darme una vuelta por la calle donde vive la mujer del balcón. En consecuencia, me causan más respeto que nunca esos corrillos de hombres y mujeres que llenan los bancos de parques y jardines y convierten sus encuentros y sus intercambios de palabras en los entrañables cenáculos que les están vedados puertas adentro. Desde que el ser humano apareció en la tierra tiene necesidad de relacionarse con los demás, lo que se cumplimenta a través de las múltiples formas de comunicación. Las más primarias (gritos, silbidos, llantos y risas) pueden expresar nuestros diferentes estados anímicos, pero están superadas por el lenguaje articulado, el medio más evolucionado y hermoso de comunicación oral, es decir, la representación de los sonidos que envuelven las sílabas, las palabras y las oraciones en que se encarnan nuestros sentimientos respecto a los demás.
A estas alturas de la civilización no es razonable, aunque se haya convertido en triste realidad, que en el mundo globalizado que habitamos, abierto a todos los confines de la tecnología y el desarrollo, podamos asistir en directo a lo que se hace y se dice en las antípodas y condenemos al silencio las palabras de quienes necesitan contar cosas a nuestro lado.
Una vez más, me he permitido colgar en mi humilde blog un artículo sin permiso del autor. Supongo que como indico de donde procede, la falta será menos grave. Admiro al escritor y sigo sus artículos en el diario. Éste concretamente, me parece muy humano, amén de magistralmente escrito. Así que voy a compartirlo con mis blogueros, aunque me salte las normas. Perdón, amigo José Antonio, pero es que todos nosotros somos uno de los esos dos personajes que tan bien describes, permite que nos acojamos al espíritu de tu artículo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario