(Vivencias de anteriores tiempos)
El buque, construido en uno de aquellos viejos astilleros de Gijón, matriculado en la Comandancia de Marina en el libro de la navegación de cabotaje, continuó ruta hasta ponerse en línea con el par de gigantes mojones, casi pegollos, situados en el prado de la casona de Rosario Acuña, dejando atrás las horribles vistas del feo Muro, los merenderos fashion y la escultórica “Madre del emigrante”. Allí, donde la Rosario, concluyó la “prueba de la milla náutica”. El capitán del buque, perito y funcionario, recibió la orden de la autoridad marítima y militar de girar y contragirar, poniendo la proa mirando al Musel para el atraque con cuerdas, nudos y maromas.
Los bandazos por las anteriores operaciones fueron tales que las autoridades e invitados, ya con el flotador de los naufragios a sus cuellos, muy congestionados por susto, se amontonaron en el puente de navegación, y tuvieron que ser tranquilizadas por el capitán. Éste salió al alerón, y en travesía de un lado a otro del puente, por entre los humos de la chimenea del buque, aseguraba a voces, pidiendo tranquilidad, que tenía la garantía de la Virgen del Carmen, la bien llamada Nuestra Señora Náutica. El capitán, para más tranquilizar, mirando al cielo y con los brazos en cruz, cantaba: “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen del Carmen y el Espíritu Santo”.
El viaje de vuelta, viéndose abajo lanchas de remos, fue como el de ida, tranquilo, sin la compañía de las gigantes serpientes marinas que todo lo tragan, distraídas, en los lejanos Mares del Sur, por el ruido de los alcatraces y de sus amoríos. Aquí, la fauna marina era la cantábrica, de pequeños tamaños, a base de sardinillas y mirlotos. Por el cielo nuboso volaban gaviotas de picos amarillos para tragar, gritonas y cagonas, enloquecidas y chifladas. En el barco, el canto del subalterno “serviola” inquietó, de nuevo, a los invitados, por gritar: ¡Barco por la amura de estribor! pero sólo, gracias a Dios, fue un susto, pues era la lancha que acercaba a los llamados “prácticos” y también a los “teóricos”, y portuarios.
Ya fondeado y bien amarrado la cóncava nave en puerto, con los cabos tensos y anudados, descendieron a tierra las autoridades e invitados por una escalera estrecha. Abajo fueron recibidos por una pareja, con tricornios de la Guardia Civil, que vigilaba los cachondeos de contrabandistas de tabacos en los muelles portuarios de carga y descarga.
Allí fueron vistos, además del Comandante de Marina, el Alcalde don Ignacio, luego descendido a Gobernador de Soria, la ciudad aburrida de los poetas aburridos; estaban el reverendo jesuita rector de la Laboral de Girón; el Director de lo de los Peritos, casi universidad; el Juez municipal, el Cónsul de siempre, el de la República bananera de América del Sur; y, naturalmente, el policía municipal, Cortina, que hacía fotografías. También estaban en tierra Riestra, que así se apellidaba el conductor del coche militar del Comandante, y Paco, que conducía el vehículo municipal de don Ignacio, fumador de puros, que, por haber dejado en la sombra a la playa de San Lorenzo por edificios de alturas indebidas, Gijón a punto estuvo de perder la capitalidad de lo de la Costa Verde.
Y no podemos omitir al Juez de la Comandancia, al que los auditores de Ferrol metieron preso por ser incompetente manifiesto. Y de los armadores propietarios de Algorta, también llamados shipmanagers, allí presentes, ya escribimos en el anterior, número 14. Los “sin coche”, para regresar a Gijón, tuvimos que subir al tranvía que estaba en la parada de El Muselín, caminando hasta allí llegar por entre pedruscos de mineral de hierro y polvos. En un periquete, al poco de iniciarse la marcha tranviaria, casi en Jove, un coche fúnebre cargado de coronas iba en dirección al cementerio de esa parroquia, lo cual, lo de las coronas, era señal para los vivos de que el muerto no era un cualquiera, y ondeando al aire las muchas cintas de las coronas, que, con letreritos, parecían banderines como de fiesta. Era, en suma y nada menos, que un entierro con comitiva.
El tranvía dejó atrás La Calzada, la estación del Carreño y la del Norte, enfilando la torcida calle de Marqués de San Esteban. Junto al conductor del tranvía estaba el cartel de “Queda prohibido hablar con el conductor”, y el cobrador, con cartera vieja al hombro, hacia alarde de una potente y blanca dentadura, limpiada con perborato de sodio, no con Colgate. A un lado y otro del pasillo tranviario, se veían anuncios de máquinas de coser, de mercerías y de tiendas de botones, como La más barata de Oviedo, la de la calle de los comerciantes catalanes, la calle Cimadevilla. Casi al final de esa calle, a la derecha, se oían, al pasar, los ruidos infernales de las rotativas trepidantes del periódico de Falange llamado Voluntad, que era alusión directa a una de las tres potencias del alma, siendo las otras dos la Memoria y el Entendimiento. El periódico hermano, el falangista de Oviedo, hace décadas que dejo ser tal, empeñado, luego, en dejar de ser la referencia del periodismo regional.
Y al fín, el tranvía, con los muelles del pantógrafo flojos, lo que causaba paradas no previstas y retrasos por falta de suministro o conexión eléctrica con los cables de arriba, llegó finalmente a la denominada Plaza de los Jardines de la Reina, junto al Muelle, de la que también partía otra línea tranviaria muy importante, con jardinera de paquete, cuya parada última estaba en la Plaza de Villamanín, en Somió, línea a la que nos subiremos más adelante, pues en número posterior, iremos hasta el Jay Alai de La Guía, pasando por Corrida, Plazuela de San Miguel, el cine Los Campos, las cocheras y el convento de las monjas de La Asunción. Los Jardines de la Reina eran, para los tranvías, como era la estación Termini para los ferrocarriles de Roma. Había allí, mirando a los Jardines, el imponente edificio de un Banco, que llevaba por nombre el de un marqués que terminó siendo asesinado años después, lo cual fue normal con ese trabajo tan peligroso, el de banquero, igual que los bandidos, casados con tontas del bote.
JARDINES DE LA REINA |
Los Jardines de la Reina, con su inmenso palmeral, a lo oriental y de los Reyes Magos, eran como un oasis en pleno desierto, antes y ahora. No teniendo antes ni ahora, como en buen oasis desértico, un estanque con nenúfares y aguas grises en las que nadasen patos, ocas o cisnes y no habiendo cabezones, ranas y renacuajos. Y para agua la que había en el cercano Muelle, el llamado, precisamente, de Oriente, junto a la Dársena, llamada la de Cañamina, pues estaba llena de barcos y otros artefactos para la navegación, ya en desguace.
En tal plaza había, entre otros muchos carritos para bebés, dos muy importantes, que eran de dos franquicias heladeras, el de Los Valencianos y el de Los Dos Hermanos, que compartían los dos sitios a ellos reservados, el del centro y el de una esquina, más cerca éste del monumento a Pelayo, victorioso y milagrero, ganador contra los moros en la divina Covadonga. Eran los Jardines de la Reina una plaza de mucha música; por una parte estaba la música de los pájaros subidos al inmenso palmeral, la de los grillos en el cesped, pero, además y por encima de todo, se oían los ruidos del teclado de las imponentes máquinas de escribir, cuyo manejo se enseñaba en el local de Librería Sanchis, subiendo unas escaleras, en la vecina calle de San Antonio. Músicas de teclas de números y de letras, impactando en los rodillos y desplazando los carros, no de los bueyes, sino de las máquinas.
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