Nadie cuestiona la premisa que encabeza. Es más,
cualquier consideración contraria nos convertiría en monstruos. Ahora bien,
¿los niños primero y de cualquier manera? Puede que no, salvo casos de
emergencia extrema en la que nada importaría más allá de conservar la propia
vida. Excluido esto, no podemos proteger a la infancia no importa como. ¿Por
qué? Pues porque precisamente de cómo
nosotros lo hagamos ahora va a depender,
en gran medida su formación, su forma de entender la vida, su manera de
integrarse en la sociedad, su débil o fuerte personalidad. Ya ningún pedagogo
pone en duda que los primeros años de nuestra vida la marcan para siempre. Una
infancia feliz no garantiza una vida ídem, pero sí la ancla sobre unos
cimientos sólidos. Y por ello, considero que es muy importante preservar a la
infancia de las calamidades que acechan hoy a los mayores, de las dificultades
que encontramos muchas veces para algo que puede ser sobrevivir. Un niño no es
un adulto pequeño, tiene otras características muy diferentes, por suerte para
él. No podría explicarlo yo mejor a cómo lo hace la oscarizada película de
Roberto Benigni “La vida es bella” –que recomiendo-, en la que en la más
extrema y terrible de las situaciones, Guido, el padre de la criatura, hace que
todo parezca un juego. No es nada fácil, lo comprendo, pero es importante que
los niños no sean conscientes de su pobreza. Al menos hay que intentarlo.
Hace algunos años siendo colaboradora de UNICEF, tardé en comprender cómo una
organización mundial, que vela por la supervivencia de unos niños que mueren
del orden de diez millones anuales por falta de alimentos, o por una vacuna que
cuesta un euro, podía rechazar la oferta de una marca comercial de limpieza que
quería anunciarse diciendo algo así como que por
cada paquete que usted compre de nuestro producto (no mencionaré la marca) le
daremos un plato de comida a un niño. Recuerdo que pillé un rebote de mil
demonios, porque me parecía una buena campaña recaudatoria para, al menos,
paliar el hambre de algunos niños condenados a morir. Hasta tal punto llegó mi
indignación que a punto estuve de abandonar la organización. Con el tiempo y
después de profundizar en el tema, comprendí que las cosas estaban cambiando,
que ya no se trataba de hacer caridad, que estábamos ante una nueva era para la
infancia, que por todos los medios había que conseguir sacarla adelante sin
hacer uso de esa lástima que en nosotros produce un niño desasistido, que tan
importante como darle de comer era crear los cauces que garantizasen que el día
que nuestra caridad no les enviase ese plato de comida él, o su familia,
podrían tenerlo. No se trata, por
supuesto, de no paliar sus necesidades, eso es primordial. Se trata de ayudarles
a salir adelante, a encontrar caminos que no atenten contra su dignidad de
personas, aunque pongan a salvo la nuestra. Y ahí entrarían los gobiernos, tema arduo y
complicado, porque suelen mirar hacia otro lado. ¿Qué nos queda entonces a los
ciudadanos de buena fe que desearíamos ayudar? Pues nada distinto a la presión
a los organismos que deben de intervenir, a los que deben de canalizar la
caridad hacia una justicia social. Ni es
fácil, ni es cómodo, ni tan siquiera están garantizados los resultados a corto
plazo, pero hay que intentarlo, cosas más difíciles se lograron. La infancia es
nuestro mayor tesoro, ellos son el futuro, de nosotros depende que se
conviertan en adultos socialmente integrados, sin baja autoestima, sin
complejos adquiridos en los primeros años de vida por una estigmatización que
debemos de evitar por todos los medios. Lo dicho: los niños primero, pero no de
cualquier manera sino protegiéndolos, para que nunca tengan que oír que son
pobres, para que no se sientan
diferentes a los demás. Y eso está sólo en manos de los adultos.
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